Impedimenta
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Impedimenta

  1. 256 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
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Información del libro

Todas las casas tienen sus pequeños secretos, pero algunas los protegen con más ahínco que otras.Durante años, los engaños y vilezas de la familia Delorme han sido celosamente custodiados por las robustas paredes de su hogar, una mansión gótica situada en Mont-Royal, a las afueras de Montreal. Tras sus sesenta y siete cerraduras, el edificio ha ocultado las historias más perturbadoras de sus habitantes. Sin embargo, todas ellas saldrán a la luz con la irrupción de la intrigante y hermosa Penny Sterling. Con su llegada se desvelarán los pecados de los Delorme, incluyendo los cometidos en la habitación abovedada conocida como "la cámara verde", donde se esconde el espeluznante cuerpo de una mujer momificada que sujeta entre los dientes un ladrillo con una moneda de plata.Una obra maestra del gótico canadiense, deudora del mejor Robertson Davies, y que bien podrían haber firmado Shirley Jackson o Margaret Atwood. Una de las más divertidas y mordaces sagas familiares de los últimos años, galardonada con el premio Jacques-Brossard.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417115432
Edición
1
Categoría
Literatura

i

PLANTA BAJA
El dedo enguantado de blanco se acerca y, antes incluso de que me roce, me pongo a tocar a rebato como un bombero. Mi carrillón estridente perfora el tímpano de mi vestíbulo y hace que vibre toda la caja de mi escalera. Evidentemente, me desgañito en vano. Detrás de las puertas cerradas de sus habitaciones aisladas del resto del mundo, los Delorme continúan dedicándose a sus actividades con la mayor tranquilidad. No creen que haya ninguna razón para preocuparse. ¿Por qué habrían de tener el más leve presentimiento de que ese timbre acaba de señalar el principio de su lento declive? Hasta el momento presente, nada ha obstaculizado la rigurosa progresión de su ascenso financiero: ni el crack ni la guerra ni los sobresaltos de la inflación. Durante cinco décadas de incertidumbre económica han labrado su fortuna a base de retorcidas especulaciones inmobiliarias, y hoy son los avaros propietarios de un bloque de apartamentos con vistas al parque que les asegura unos sustanciosos ingresos cada primero de mes. Lo que entra en sus arcas no sale nunca para ser empleado en gastos inútiles. Aquí se cuenta cada centavo. Y se vuelve a contar. Ese es, por cierto, su pasatiempo preferido. Todas las noches después de cenar, sobre el tapete verde de una mesa de juego, Louis-Dollard y Estelle recrean el famoso cuadro del pintor flamenco Quentin Massys, El cambista y su mujer, apilando dinero contante y sonante en los platillos de una pequeña balanza de astil, mientras que Mórula, Gástrula y Blástula, tocadas con viseras de celuloide, completan por turnos las columnas del Libro Mayor General. Si, al final de la velada, el total del Haber es superior al del Debe, se permiten la recompensa de una taza de agua caliente y una diversión adicional. En unos talones de depósito birlados al banco, escriben sus nombres, un número de cuenta inventado y, en el espacio reservado para indicar el importe, una lista de cifras, según lo que les dicte la inspiración del momento. Las alinean con primor, se esmeran perfilándolas, añaden rabitos a los extremos. Finalmente, firman el talón como es debido y, a poco que la suma de las cifras supere el millón, se dejan llevar por una risita socarrona que termina por hacer que se les salten las lágrimas.
Haría falta una deflagración para perturbar la tranquilidad de un hogar parecido, y la joven que espera en la escalinata de mi entrada tan solo se podría comparar con una chispa (mas una chispa muy perturbadora). Sin preocuparse siquiera de que la puedan estar observando, se inclina sobre el buzón de mi puerta y, levantando el opérculo de latón pulido en el que se refleja por un momento la punta de su nariz pecosa, acerca el ojo a la ranura. Entre dos sedosos parpadeos, inspecciona el barómetro sobre la consola del recibidor, el perchero y el ramillete seco de siemprevivas.
Nunca recibimos visitas, aparte de las inquilinas de nuestros apartamentos, solteronas inglesas de cabellos grisáceos, adeptas a la falda de franela y al tacón bajo. Estelle es quien se encarga de cribarlas y, como buen cancerbero, se asegura de que no pasen más allá del mostrador de la entrada, donde Louis-Dollard, agazapado detrás de la rejilla dorada, les entrega un recibo a cambio del dinero del alquiler. Como los inquilinos solo vienen cada primero de mes, los Delorme no le abren la puerta a nadie el resto del tiempo, por miedo a encontrarse en la escalinata a vendedores ambulantes, mendigos necesitados o damas de caridad pidiendo, con la mano abierta, unas monedas para sus obras de beneficencia. Yo debería observar esta consigna, pero la recién llegada despierta tanto mi curiosidad y mi simpatía que no puedo evitar entreabrirle la puerta con un chirrido acogedor.
La joven entra en el vestíbulo y se dirige al despacho. Al pasar, y con cierta indulgencia que le agradezco sinceramente, se fija en el pomo de imitación de mármol que remata mi escalera, en la alfombra de factura industrial, en mis revestimientos de roble de mala calidad. Es indudable que tiene buen ojo y no se deja engañar por mi falsa opulencia. Y yo, que rara vez había sido expuesta a la mirada de un extraño hasta ahora, experimento una vergüenza indescriptible. Estoy tan mortificada por la pésima calidad de mis muebles y materiales que mi caldera entra en ebullición; el agua hirviendo discurre por mis venas de acero galvanizado y afluye por los caloríferos como si me ardiera la sangre. Por mucho que aflojo las válvulas o abro por completo la trampilla de mi chimenea, enrojezco hasta las cornisas. Si la tierra pudiese abrirse bajo mis cimientos, con gusto dejaría que me tragase. Desgraciadamente, el suelo de arcilla en el que he sido plantada tiene la estabilidad del patrón oro, y mi humillación no ha hecho más que empezar.
—Para el apartamento que se alquila…, ¿es aquí?
La joven visitante ha entrado en el despacho sin llamar y ha sorprendido a Louis-Dollard en mangas de camisa, con la nariz hundida en el calendario del hipódromo Blue Bonnets. Desde que abrieran la nueva pista de tierra batida, hace ya cinco años, mi venerable fundador tiene siempre algún nombre de caballo trotándole por la cabeza. Se imagina con sombrero de copa en el palco de honor, siguiendo la carrera lisa a través de unos prismáticos y apretando en la mano con fuerza su billete al devolverle el ganador veinte veces lo jugado gracias a las ventajas de la apuesta múltiple. Si a Estelle le llegara el rumor de estas veleidades aleatorias, probablemente le retorcería el pescuezo. Por eso el primer reflejo de Louis-Dollard es esconder el calendario que tiene desplegado ante sí. Pero la desconocida, con un rápido gesto, se lo arranca de las manos.
—Ha rodeado el número del favorito —señala echando un ojo al programa del próximo encuentro—. Pero Cream Soda tiene la tercera falange inflamada… ¡Espero que no esté pensando apostar por él!
Irritado por esta intrusión tan poco comedida, Louis-Dollard saca las uñas y recupera el calendario de mal humor. Se dispone a echar de allí a la mujer, pero, ante su juventud, su belleza y su elegancia (¡ese vestido de seda estampado!, ¡esas tres vueltas de su collar de perlas!, ¡ese bolso de paja trenzada!, ¡esos guantes blancos de cabritilla!), cambia de opinión:
—Parece que sabe usted de caballos…
—No se engañe —responde ella—, apenas si soy capaz de distinguir un semental de una potranca. Es solo que tengo un amigo jockey que me pasa unos soplos excelentes y está convencido de que Royal Maple ganará el derbi del sábado que viene.
—¿Royal Maple? ¡Si no es más que un jamelgo!
—Pero ha heredado la resistencia excepcional de su padre, el gran campeón Flying Diadem. Cuando se trata de un kilómetro y medio de distancia, eso cuenta…
No hace falta más para engatusar a Louis-Dollard, que enseguida se coloca bien las gafas y vuelve a ponerse la chaqueta. Con una galantería un poco tosca, porque nunca le enseñaron buenos modales, acerca la menos coja de las dos sillas desparejadas de invitados y le hace un gesto a la joven para que se siente. Tiene incluso la delicadeza de alejar de ella el cenicero de pie, del que emana un olor rancio a cenizas frías. Luego vuelve a su sillón giratorio y rodea tres veces el nombre del purasangre en el calendario. La mano le tiembla un poco al pensar que por fin va a poder realizar una apuesta sin arriesgarse a perder su dinero (y también porque se pregunta si es razonable confiar en una perfecta desconocida). Con un sano recelo, se vuelve hacia ella y dice, con su voz más melosa:
—No me he quedado con su nombre, señorita…
—Pénélope Sterling. Pero todo el mundo me llama Penny.
—Y, bien, ¿en qué puedo servirle?
—Estoy buscando un apartamento, y el que ustedes alquilan me parece bastante adecuado para mí.
—¡Adecuado! —exclama ofuscado Louis-Dollard mientras levanta una ceja hasta la mitad de la frente—. El apartamento en cuestión es el más espacioso y soleado del edificio. ¡Desde las ventanas de la habitación se ven la torre de la universidad y la cúpula de la capilla! El salón cuenta con una chimenea decorativa, el cuarto de baño está alicatado con azulejos de cerámica esmaltada, las paredes han sido pintadas recientemente y, por descontado, el precio del alquiler va en consonancia con lo que ofrece.
Los Delorme no tienen por costumbre alquilar un apartamento al primero que llega. Antes de firmar un contrato exigen referencias, garantías, incluso aunque el candidato parezca solvente. Por eso Louis-Dollard no se pierde en atenciones y pregunta sin miramientos:
—¿Dónde trabaja usted, señorita Sterling? El resto de nuestras inquilinas goza de muy buena posición. Las hermanas Simon, por ejemplo, son telefonistas de Belle Téléphone. La señorita MacLoon es traductora de Air Canada. La señorita Kenny es profesora de parvulario del colegio Carlyle y la señorita Cressey es secretaria del Departamento de Finanzas de la compañía de seguros Sun Life. Todas las mañanas se las ve salir del edificio con traje de chaqueta gris, periódico en ristre, para coger el tren que las lleva al centro.
—Si por trabajar se refiere a percibir un salario, siento decepcionarle —responde la señorita Sterling—. Jamás en mi vida he trabajado por un salario.
—Pues es demasiado joven para ser viuda… Seguro que recibe dinero de su familia, ¿no es así?
—¡Ay, Señor…! Todavía menos. Soy huérfana, y le aseguro que provengo de un entorno de lo más modesto. Pero soy mayor de edad, si es eso lo que le preocupa. Estoy plenamente capacitada para firmar un contrato.
A Louis-Dollard, como a todo hombre de negocios que se precie, le horroriza que le hagan perder el tiempo. Dirige a la señorita Sterling su mirada más severa y aumenta un punto el tono de su voz.
—En nuestra casa exigimos que los alquileres sean pagados al contado cada primero de mes. Si no está en condiciones de cumplir con esta obligación, prefiero volver a mis actividades.
Y, para demostrar hasta qué punto está ocupado, comienza a pulsar las teclas de la calculadora electromecánica Olivetti Divisumma, que se estremece con un tremendo escándalo cada vez que escupe un resultado. Aun así, la señorita Sterling no se deja apabullar. Rebusca en su bolso de paja trenzada y sac...

Índice

  1. PORTADA
  2. LA CÁMARA VERDE
  3. PRÓLOGO
  4. I. PLANTA BAJA
  5. II. PLANTA DE ARRIBA
  6. III. SÓTANO
  7. EPÍLOGO
  8. AGRADECIMIENTOS
  9. ÍNDICE
  10. SOBRE ESTE LIBRO
  11. SOBRE MARTINE DESJARDINS
  12. CRÉDITOS