Impedimenta
  1. 344 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Daisuke es un joven algo atolondrado que, a pesar de tener estudios, riqueza y una buena familia, descubre a los treinta años que la vida no merece la pena y, por tanto, se hunde en la desidia. Dado que le es imposible alcanzar ningún tipo de paz mental, incapaz de solucionar el conflicto que se crea en su interior entre la tradición de su país y las nuevas costumbres occidentales, Daisuke opta por entregarse a la pereza. Para él tal actitud constituye la única rebelión posible y, además, una manera más o menos fiable de mantener la lucidez. No obstante, esa refinada indolencia suya se verá trastocada cuando, sin esperarlo, se enamora locamente de la mujer de su mejor amigo. Por primera vez, Daisuke tendrá que elegir su propio destino.Traducida a numerosos idiomas desde su publicación en 1909, "Daisuke" es la segunda de las novelas de la trilogía iniciada con Sanshiro, y una de las obras más aclamadas y apasionantes del japonés Natsume Soseki.

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Información

Año
2011
ISBN
9788415130758
Edición
1
Categoría
Literature

Daisuke






Natsume Sōseki


Traducción del japonés a cargo
de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés






Capítulo I


Cuando el sonido de los apresurados pasos le llegó desde el otro lado de la puerta, sobre la cabeza de Daisuke colgaban un par de grandes geta.[1] Al alejarse los pasos, las geta se escabulleron lentamente y terminaron por desaparecer. Daisuke se despertó.
Se giró hacia la cabecera del futón y vio una flor de camelia en el suelo. Estaba seguro de haber escuchado como caía durante la noche; el golpe resonó en sus oídos con un ruido seco, como si una pelota de goma rebotara en el techo. Aunque en ese momento pensó que se debía al silencio de la noche, por si acaso había querido asegurarse de que no le pasaba nada y se había puesto la mano derecha sobre el corazón. Había sentido su pulso con toda claridad golpeando contra el borde de las costillas, y entonces se había vuelto a dormir.
Observó la flor durante un rato con mirada ausente. Era casi tan grande como la cabeza de un bebé. Después, como si lo hubiera estado planeando, se puso de nuevo la mano en el corazón y comenzó a estudiar su latido. Últimamente, tenía el hábito de escuchar las pulsaciones de su corazón mientras estaba tumbado en la cama. Como de costumbre, el latido era pausado y firme. Con la mano todavía en el pecho, trató de imaginarse la cálida y roja sangre fluyendo tranquilamente al ritmo de su corazón. Eso era la vida, pensó. En ese preciso instante tenía a su alcance el flujo mismo de la corriente vital. Al tacto parecía como el tictac de un reloj. Pero también era algo más: una especie de alarma que le emplazaba a una cita ineludible con la muerte. Si fuera posible vivir sin escuchar esa campanita, si tan solo su corazón no descontara tiempo con cada latido, entonces, qué despreocupado y tranquilo viviría, cuán profundamente saborearía la vida. Pero… en ese momento Daisuke se estremeció involuntariamente; era un hombre tan apegado a la vida que apenas soportaba imaginar como su corazón latía rítmicamente a la caza de la sangre. En ocasiones, mientras estaba tumbado, se colocaba la mano justo debajo del pecho izquierdo y se preguntaba qué sucedería si alguien le diera un buen golpe justo ahí con un martillo. Aunque en general gozaba de buena salud, a veces tomaba conciencia del hecho indiscutible de que estar vivo era un milagro, y que ello se debía casi exclusivamente a su buena fortuna.
Levantó la mano del pecho y cogió el periódico que había tirado junto a la almohada. Lo hizo con las manos metidas debajo del edredón y después lo desplegó. A la izquierda de la página había una fotografía de un hombre que parecía estar apuñalando a una mujer. Rápidamente apartó la vista y pasó a otra página donde, con grandes caracteres, se informaba sobre cierta disputa que se había producido en el seno de la universidad. Daisuke leyó el artículo de cabo a rabo. Pronto el periódico se le cayó de sus lánguidas manos para aterrizar sobre la cama. Sacó un cigarrillo, se deslizó unos quince centímetros fuera de la cama y cogió la flor de camelia caída sobre el tatami.[2] Le dio la vuelta y se la acercó a la nariz. Boca, bigote y nariz quedaron ocultos tras la flor. El denso humo del cigarrillo se enredaba entre los pétalos y los estambres. Puso la flor sobre la sábana blanca y se levantó para ir al baño.
Se lavó despacio los dientes. Como era su costumbre, se deleitaba en la regularidad del gesto y se alegraba al comprobar lo sana y en buen estado que tenía la dentadura. Se desvistió y se restregó bien el pecho y la espalda. Su piel tenía un lustre fino y profundo. Siempre que movía los hombros o alzaba los brazos, rezumaba una fina capa de aceite, como si le hubieran dado un masaje con bálsamo y después lo hubieran secado con sumo cuidado. Eso también le producía una gran satisfacción. Después, separaba su negra cabellera, perfectamente manejable sin necesidad de afeites, en dos mitades. Al igual que el pelo, tenía un buen bigote que le daba un aire de frescura y juventud, y definía con elegancia el área situada debajo de la boca. Se golpeó dos o tres veces las mejillas con ambas manos y se miró en el espejo. Sus gestos eran los mismos que los de una mujer maquillándose; estaba tan orgulloso de su cuerpo que, en caso de necesidad, no habría dudado en maquillarse él mismo. No había nada que le disgustara más que esas marchitas y apergaminadas caras de los hombres santos budistas, así que cada vez que se miraba en el espejo, se sentía profundamente agradecido de, al menos, no tener un rostro como el de ellos. No solía molestarse cuando la gente se refería a él como un dandy. Hasta ese extremo había logrado alejarse de las maneras del viejo Japón.
Aproximadamente treinta minutos después se sentó a la mesa. Mientras untaba mantequilla en sus tostadas y se servía el té, Kadono, el shoshei,[3] le trajo los periódicos del día y los extendió cuidadosamente junto al cojín.
—¡Vaya una historia el asunto ese! ¿No le parece, sensei?[4]
Siempre que se dirigía a él, lo hacía con el respetuoso y formal apelativo de sensei. Al principio, Daisuke protestaba con una sonrisa irónica, pero Kadono respondía siempre: «¡Oh, sí, sí. Pero, sensei…», así que al final no le quedó más remedio que aceptar las cosas tal como venían. Se había convertido en una costumbre, y Daisuke dejó de sentir escrúpulos de pasar como sensei, incluso ante alguien como Kadono. En realidad, en el momento en que decidió acoger a un shoshei en su casa, se dio cuenta de que el muchacho en cuestión no sería capaz de encontrar una fórmula muy diferente para dirigirse a él.
—Supongo que te refieres a ese lío de la universidad… —dijo Daisuke mientras masticaba su tostada con toda parsimonia.
—¿No le parece a usted de lo más interesante, sensei?
—¿Te refieres al intento de librarse del rector?
—Sí, eso es. No le va a quedar más remedio que dimitir.
Kadono parecía exultante.
—¿Y qué ganas tú en caso de que dimita?
—¡Vamos, venga ya, sensei! No debería usted bromear con eso. Una persona no se interesa por las cosas solo por el hecho de que vaya a ganar o a perder algo con ellas.
Daisuke siguió comiendo.
—¿Quieren que se marche únicamente porque le odian o es que hay algún beneficio en que se vaya? —preguntó mientras se servía de la tetera.
—No sé. A mí no me pregunte… ¿Y usted, sensei, lo sabe?
—No, yo tampoco. Pero no tiene sentido que la gente de hoy en día se tome tantas molestias si no va a sacar nada en claro con el asunto. ¡La gente no hace más que poner excusas!
—¿En serio…? —La cara de Kadono se tiñó de preocupación.
Con su abrupto comentario Daisuke puso fin a la charla. Kadono no pudo aclarar nada más al respecto. A partir de un cierto punto, y sin importar de qué se estuviera hablando, Kadono soltaba irremediablemente esa coletilla de «¿En serio…?». Era imposible saber si había entendido o no de lo que se estaba hablando. Fue esa inseguridad del joven, unida a la poca necesidad que tenía de estimularle intelectualmente, lo que atrajo a Daisuke y le llevó a aceptarle como shoshei. No iba a la escuela ni estudiaba y se pasaba todo el día haraganeando. ¿Por qué no se dedicaba a estudiar un idioma, por ejemplo?, le preguntaba Daisuke. Kadono, invariablemente, se limitaba a decir «¿De verdad?» o «¿En serio?». Nunca respondía que al menos lo intentaría. Era tan vago, que era incapaz de dar una respuesta más concreta y definitiva. Daisuke, por su parte, tenía cosas más importantes de qué preocuparse; no había nacido para educarle, así que, a partir de un momento determinado, decidió olvidar el asunto. Por suerte, Kadono era fuerte y tenía un físico perfecto para hacer recados y para ayudar en las tareas de la casa. Lástima que su intelecto no estuviera a la altura. Daisuke apreciaba mucho ese aspecto. No solo a Daisuke le resultaba ventajoso tenerle cerca. También para la anciana cocinera las cosas eran mucho más fáciles desde la llegada del chico. Cocinera y shoshei se las arreglaban sumamente bien juntos, y hablaban mucho en ausencia del maestro.
—Me pregunto qué demonios pensará hacer sensei, señora.
—Cuando has llegado tan lejos como él, puedes hacer cualquier cosa. No hay de qué preocuparse.
—No me preocupo. Solo me parece que debería hacer algo.
—Probablemente piensa en buscar esposa y tomarse un tiempo hasta lograr una posición.
—No es mala idea. Me encantaría pasarme los días leyendo libros y yendo a conciertos, como él.
—¿Tú?
—Bueno, me da igual la lectura, pero me gustaría divertirme como él.
—Ya sabes que todas esas cosas se decidieron en tu vida anterior, así que no puedes hacer nada al respecto.
—En efecto.
Así se desarrollaban sus largas charlas.
Dos semanas antes de que Kadono entrara al servicio de Daisuke como shoshei, tuvo lugar la siguiente conversación entre el maestro y el joven holgazán:
—¿Acudes en la actualidad a algún tipo de escuela?
—Fui durante un tiempo, pero ahora ya no.
—¿A cuál, si se puede saber?
—Bueno, en realidad fui a toda clase de sitios. Pero tan pronto como llegaba, me cansaba.
—Quieres decir que te hartabas fácilmente…
—Supongo que sí.
—Así que no tienes planes en lo que se refiere a tus estudios…
—No, en realidad no. Además, las cosas no andan muy bien por casa últimamente.
—La cocinera me ha dicho que conoce a tu madre.
—Sí, vivía cerca de aquí.
—Entonces, ¿tu madre no ha…?
—Eso es. Por el momento no consigue trabajar en nada. Como mucho pequeños trabajillos para hacer en casa. Pero la economía anda mal desde hace tiempo y no parece que la situación vaya a mejorar.
—¿No parece que vaya a mejorar? ¿Pero es que acaso no vivís en la misma casa?
—Sí. Vivimos juntos, pero me da pereza preguntarle qu...

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