Impedimenta
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Impedimenta

  1. 144 páginas
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Impedimenta

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Información del libro

Para salvar su propia vida, el joven August Zollinger abandona su pueblo natal y permanece lejos durante siete años, emprendiendo en solitario un camino de aventuras y descubrimientos que le llevará a ejercer todo tipo de oficios. Lo que se impone como un amargo exilio terminará por convertirse en una ruta de iluminación: conocerá el amor verdadero en la minúscula garita de una estación de ferrocarril, donde recibe todos los días la llamada oficial de una misteriosa telefonista; paladeará la camaradería y la amistad más fiel en las filas del ejército; descubrirá el misterio de la naturaleza en la evanescente grandeza de los bosques. Y, sobre todo, aprenderá a valorar la dignidad de los oficios pequeños y humildes. Los pertrechos que irá ganando a lo largo de este recorrido harán de él un hombre íntegro que puede por fin regresar a casa y convertirse en un buen impresor, el oficio con el que ha soñado desde la infancia.

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Información

Año
2013
ISBN
9788415578840
Edición
1
Categoría
Literatura

IV. St. Heiden

Para alejarse lo más posible del tercer batallón de caballería y evitar que las autoridades fuesen inmediatamente en su busca, una vez descubierta su deserción, el soldado Zollinger caminó toda la noche a buen paso, adentrándose cada vez más en los inmensos y sombríos bosques de St. Heiden, famosos por su oscuridad y peligro. En cuanto pudo dejar atrás la entrañable imagen de su amigo, August se sintió perfectamente bien: fuerte como un roble; con el pecho henchido, gracias a la independencia que sentía recuperar a cada paso; satisfecho por encaminarse hacia una soledad de la que, después de todos aquellos meses en compañía de la tropa, creía necesitar más que nunca.
No pensó August, ataviado todavía con la mochila y el uniforme militar —el fusil se lo había entregado a Klopstock—, en las legendarias amenazas que, con un aura de misterio, rodeaban los fríos bosques de St. Heiden. Sí, eran muchos los excursionistas y viajeros —avezados algunos— que se habían perdido en aquellas tierras, gentes de las que —incluso después de una operación de rescate— no había vuelto a saberse jamás. Según pudo apreciar August en las primeras horas de marcha, la leyenda sobre la frondosidad de la arboleda de St. Heiden no era completamente fantástica, llegando a encontrarse con tramos que le resultaron del todo impenetrables. No se trataba de simple hojarasca, o de un ramaje enmarañado que un buen machete hubiera podido despejar, como en los bosques de Laarketten o en los de Otta-Penzing, por los que había caminado hacía algunas semanas. La mítica frondosidad de St. Heiden se debía a la insólita proximidad en que crecían los árboles y, sobre todo, a su colosal altura, que dificultaba la visión del cielo, siendo así que había grandes extensiones en que, incluso de día, parecía ser de noche.
Por estas circunstancias, con las que August tendría que familiarizarse durante los siguientes días con sus respectivas noches, el bebedor Zollinger trocó su alegría en miedo, sin que pudiera determinar cuándo y cómo se había producido este cambio. La inexplicable vecindad entre ambos sentimientos —la efervescencia de la alegría y la pasión del temor— le desconcertó hasta el punto de hacerle perder el rumbo durante algunos metros. Para ahuyentar el pánico y para olvidarse de que su partida ya sería pública, el prófugo Zollinger caminaba cada vez más deprisa, consciente de que cuanto más le doliese el cuerpo, a causa de su titánico esfuerzo —llevaba andando más de diez horas—, menores serían también los ruidos de su alma. En realidad, esta no era la primera vez que recurría a este método: había comprobado que cansándose hasta caer exhausto era como mejor se acallaban las insistentes protestas de su corazón. Asustado por la inmensidad de una sombra que pareció envolverle como un manto, August dijo para sí: «Parece una selva», y siguió hacia adelante, confiado en que en algún momento tendría que encontrar un claro desde el que se viera la luna.
Lo que había animado al triste bebedor Zollinger a iniciar una vida solitaria precisamente en esa región casi salvaje, de altísimos pinos y abetos, había sido una nostalgia intensísima, casi física. Obediente tan solo a ese impulso interior que le instaba a ir siempre más lejos —como si ese «lejos» fuera un lugar concreto, susceptible de situarse en un mapa—, August no pudo ni quiso resistirse a la llamada de aquella arboleda que con su belleza y aroma le reclamaba tan poderosamente. Por la negrura de aquellos bosques —tan completas eran las tinieblas que ni siquiera los propios pies podían apreciarse al caminar— y porque la noche en que había decidido huir era particularmente cerrada, August se golpeaba a menudo los brazos y las piernas, llegando a gemir por el dolor, pero sobre todo por los miles de sonidos que poblaban aquella tenebrosidad y que le hacían volverse súbitamente, aterrorizado. Comenzó a jadear. Y comenzó también a pensar en lo difícil que le resultaría encontrar una salida, hasta que, forzándose a la serenidad, comprendió que él no quería salir de esos bosques, sino precisamente adentrarse en ellos.
Mucho más tarde, August supo discernir mejor qué fuerza era la que le empujaba, ayudándole a superar el terror. A lo largo de todas aquellas marchas militares —incontables, silenciosas—, August había echado de menos «sus bosques», los de Romanshorn, en los que tantas veces se había escondido del mundo siendo un muchacho. Ninguna de las alamedas y florestas por las que había marchado durante los últimos meses, junto a los soldados Walser y Klopstock, le habían reportado la quietud espiritual que su ánimo necesitaba, motivo por el que durante su adolescencia daba esos largos paseos. Los bosques de St. Heiden, sin embargo, negros e impenetrables como ningunos otros, habían evocado en él la memoria de aquellos de Romanshorn; por eso, ahora, a sabiendas de que se iniciaba una nueva etapa en su vida, se internaba en ellos, añorando esa rabiosa alegría con que había iniciado su fuga.


El triste bebedor de Romanshorn huyó durante varios días, y se detuvo solo para buscar y arrancar las raíces que le parecían más apetitosas. Subsistió mordisqueando cañas y raíces crudas hasta que pudo hacer fuego; fue entonces cuando descubrió que no eran pocas las hojas y tallos que, por sus propiedades nutritivas y riqueza mineral, servían de alimento y renovaban sus fuerzas debilitadas. A menudo August estrujaba las hojas con frenesí, o las trituraba sobre una roca, para que su aroma le quedara en las manos, que luego inhalaba con ansiedad, como si su supervivencia dependiera solo de aquel olor. Las primeras semanas las pasó durmiendo como los animales, bajo las ramas o en pequeñas grutas que encontraba, cubriéndose con el follaje. Quería hallar el lugar idóneo para establecerse, quién sabe por cuánto tiempo, pues la idea de que seguía siendo perseguido le martilleaba la conciencia, obligándole a volverse cada poco.
Fueron incontables las ocasiones en que, estando de camino, creyó oír lejanamente las recias voces de sus compañeros de regimiento, canturreando los himnos del batallón. Tal era la verosimilitud con que aquellas melodías sonaban en el alma de August que, sobresaltado, miraba hacia atrás, de donde provenían, temeroso de que ya le hubieran alcanzado y perplejo de que hubiesen podido hacerlo en tan poco tiempo. De hecho, no se sintió tranquilo ni empezó a construirse una cabaña hasta que dejó de oír esas músicas fantasmales.
Al acabar de construir una pequeña choza en que dormir al resguardo de los animales y donde refugiarse de las lluvias, Zollinger encontró una que ya estaba terminada, si bien mucho más espaciosa y confortable que la que él hubiera podido construir nunca: parecía claro que alguien había habitado ahí antes que él, en esos bosques. Pero no habría encontrado esa choza —pensó August— si no hubiera intentado construirla. Siempre es así: los mejores hallazgos van precedidos de los más grandes fracasos y de los más hondos sentimientos de pérdida.
Algunos días atrás August había estado recogiendo leña para el fuego y, tras separar las ramas más finas y flexibles, las pulió y abrillantó para apilarlas más tarde en un rincón de su cabaña, sin saber aún el uso o fin al que las destinaría. Aquel amanecer tomó una entre sus dedos, y luego otra, y otra más, hasta que, sin darse cuenta, comenzó a entrelazarlas y amarrarlas con gran facilidad. Era como si esas ramitas, tan dóciles y elásticas, hubieran estado esperando que fuera eso precisamente lo que alguien hiciera con ellas. Cuando el sol estuvo sobre su cabeza, indicando la hora del mediodía, August tuvo ante sus ojos una cesta. Sí, aquello era una cesta: él mismo la había fabricado y con sorprendente destreza y perfección. El ermitaño miraba sus manos y miraba la cesta y no sabía cuál de ambas cosas le maravillaba más: si el ágil y experto movimiento con que las primeras habían tejido aquella forma o si la redondez y finura de esa pequeña cesta —preparada, sin duda, para que una mano femenina depositara en ella una fruta—.
El solitario Zollinger pasó la tarde muy contento y satisfecho de sí, admirado de que aquella cesta hubiera salido de sus manos. Tal era su dicha que, en el paseo que acostumbraba a dar antes de que anocheciera, se puso alegremente a silbar: primero algunas notas sueltas, pocas; luego más, todavía inconexas; finalmente en armonía, al comprobar su mágica sonoridad. Era la primera vez que silbaba en el bosque y, acaso por ello, la melodía sonaba como si nadie antes que él la hubiera silbado o cantado, como si fuese él quien la creara para ese instante. Pero no era así: se trataba de una marcha militar, aprendida con su antiguo regimiento. A los oídos de August, sin embargo —el único que pudo escucharla—, esa melodía no era sino la que suena en el corazón del hombre ante una obra bien hecha.
¿Cómo podía ser tan feliz en medio de la absoluta carencia en que vivía?, se preguntaba August, bajo el estrellado cielo de la noche. Porque no tenía riquezas —todas habían quedado en Romanshorn—, ni amigos —los había dejado atrás—, ni mujer —la había perdido sin conocerla—; no tenía ni una casa tan siquiera, sino una cabaña provisional que abandonaría sin pensarlo en cuanto el destino se lo indicara. Al ermitaño Zollinger se le antojó bajo aquellas estrellas que para ser dichoso le bastaba con la habilidad de sus manos de soldado, ferroviario e impresor. Ignoraba aún que pronto iba a descubrir lo que constituiría su compañía más preciada: la música secreta que escondían los árboles de St. Heiden.
Aquella misma madrugada, la cesta que poco antes tanto había admirado se le antojó burda y simple. Avergonzado de su anterior sentimiento de orgullo, ahora tan ridículo como pueril, comenzó entonces a destejerla con violencia, llegando a lastimarse las manos. Una vez que estuvo deshecha, August miró las varillas, desparramadas junto a sus pies, y supo entonces que aquello que había hecho significaba algo, aunque no pudo adivinar qué.


Los días en St. Heiden se sucedieron al principio en aparente monotonía —era poco lo que diferenciaba una jornada de otra—, pero en medio de su rutina comportaron para August sorprendentes novedades. Ávido siempre de aprender, al ermitaño se le pasaban las horas descubriendo los secretos que la naturaleza le reservaba y ofrecía. Superados los peligros y temores iniciales de la vida en el bosque, todo parecía discurrir plácida y serenamente. Hasta que sobrevino lo insólito.
Habiéndose encaramado a un árbol para otear el horizonte desde las alturas, Zollinger creyó oír de pronto el estruendo de una locomotora: ese sonido que tanto le había acompañado en otros tiempos y que tan encontrados sentimientos lograba suscitarle.
—¡No puede ser! —dijo August para sí, agarrado como estaba con brazos y piernas al tronco de un pino.
Y no le faltaba razón, puesto que, antes de retirarse a St. Heiden, se había asegurado de que la ferrovía no pasaba por las inmediaciones. Como por arte de magia, el ruido del tren se desvaneció enseguida, y Zollinger continuó trepando, temeroso ahora de que sus alucinaciones sonoras pudieran reaparecer después de más de medio año de vida oculta.
Estando a punto de alcanzar la copa de aquel árbol, August oyó de nuevo su antes deseado y ahora repudiado sonido del tren. Sí, allí estaba, inconfundible; pero —y esto le dejó atónito— el zumbido no provenía de fuera, sino… ¡del interior del árbol!, como si fuese por dentro por donde circulara el ferrocarril. Recuperado de la impresión, ceñido todavía al árbol, August pensó si no estaría enloqueciendo. Devorado por la curiosidad, volvió a aproximarse al punto donde poco antes había creído oír el chirrido de aquella locomotora. No había duda, allí estaba, muy lejano al principio —es cierto—, pero perfectamente reconocible si permanecía a la escucha durante un tiempo suficiente. Descendió entonces con destreza y se alejó rápidamente; estaba temblando. ¿Qué era aquello?, se preguntaba Zollinger...

Índice

  1. Andanzas del impresor Zollinger
  2. Introducción
  3. Dramatis Personae
  4. I. Romanshorn
  5. II. Rosenwohl
  6. III. Marchas
  7. IV. St. Heiden
  8. V. Appen-Tobel
  9. VI. Appen-Tobel
  10. VII. Romanshorn
  11. Guía para las «Andanzas»
  12. Créditos
  13. Índice