Impedimenta
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Impedimenta

  1. 144 páginas
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Impedimenta

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Jacques Guérin, magnate parisino de los perfumes, vive obsesionado por los libros y por los manuscritos raros. En 1929, por azar, conoce a Robert Proust, hermano del célebre escritor de la monumental "En busca del tiempo perdido", que ha muerto no hace mucho. Tras entablar relación con la familia del novelista, descubre que sus miembros, avergonzados por los textos de Proust y por su homosexualidad, se proponen destruir todos sus cuadernos, sus cartas y sus manuscritos, y malvender sus muebles. Poco a poco, a lo largo de décadas, y con ayuda de un ropavejero de aires filantrópicos, Guérin irá rescatando uno a uno los efectos personales de Proust, incluyendo, por fin, la reliquia que había llegado a codiciar más que ninguna otra cosa: el viejo y carcomido abrigo de piel de nutria con que Proust solía vestirse, y que usaba como manta por las noches mientras escribía la "Recherche" tumbado en su cama."El abrigo de Proust" es la crónica de una obsesión literaria, una fascinante intriga bibliófila que desvela uno de los misterios más extraños de la reciente historia de la literatura.

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Información

Año
2013
ISBN
9788415578604
Edición
1
Categoría
Literature

VII

Pero Jacques ignoraba todo esto. Mientras conducía el automóvil en dirección a la casa de los Proust, pensaba que habían pasado seis años desde su primera visita a Robert y que una increíble jugada del destino lo estaba llevando de nuevo, en compañía de un improbable muchacho, a un lugar al que había pensado que no volvería jamás.
Del Faubourg Saint-Honoré, en un abrir y cerrar de ojos, llegó a la planta baja del número 2 de la avenue Hoche. Entró y se dio cuenta de que, efectivamente, se lo habían llevado todo. La casa tenía el aspecto desolado de los pisos habitados por mucho tiempo y que, de pronto, han de ser abandonados. Jirones de papel pintado colgaban de las paredes. Una capa de polvo cubría el piso de roble. A la entrada, en el suelo, yacían pilas de libros. Recorrió las habitaciones, otrora decoradas con esa pretenciosidad burguesa que la primera vez había considerado de pésimo gusto. Ahora se presentaban vacías y desoladas. Llegó al estudio donde con tanta emoción había acariciado los cuadernos de Proust y vio, solitarios, conmovedores, los dos muebles del escritor puestos de través en el cuarto desierto. Reconoció el escritorio de Marcel, de madera de peral ennegrecida, monumental, en ese estilo Segundo Imperio que, aun con pretensiones aristocráticas, no posee la ligereza de los Luises, sino que resulta por el contrario pesado, sin vuelo ni gracia. Era grande, con un espacio para las piernas entre dos columnas de tres cajones fileteados en latón y, en el centro, un cajón más grande provisto de una reluciente manija dorada. La mesa estaba coronada por una alzada que, a su vez, tenía tres cajoncitos circundados también por un doble hilo de latón y provistos de brillantes empuñaduras que contrastaban con la tétrica oscuridad del resto. Al lado de este «monumento», reconoció la biblioteca: era la misma de la que Robert había tomado aquella tarde, para mostrárselo, uno de los cuadernos manuscritos de Proust, el mismo en el que el autor había estampado la palabra «fin». El interior estaba desoladamente vacío, privado incluso de las baldas sobre las cuales, en una época, el escritor acostumbraba guardar sus libros más queridos.
Esos muebles de aspecto tan fúnebre, en aquella atmósfera de desmantelamiento, parecían querer dar testimonio de la muerte de un mundo y, al mismo tiempo, lanzar un desesperado grito de ayuda. Jacques recordaba, quizá, aquella página de Por el camino de Swann en la que el narrador encuentra «muy razonable la creencia céltica según la cual las almas de aquellos que hemos perdido están cautivas en un ser inferior, un animal, un vegetal, un objeto inanimado, perdidas de verdad para nosotros hasta el día, que para muchos no llega nunca, en el que pasamos al lado del árbol o nos convertimos en los dueños del objeto que es su prisión. Entonces se estremecen, nos llaman, y, apenas las reconocemos, el hechizo se rompe. Liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y vuelven a vivir con nosotros».


Guérin miró a su alrededor: todo en torno a él había sido desgarrado, sustraído, saqueado.
—¿A quién pertenecen todos esos libros amontonados en la entrada? —le preguntó a Werner, que estaba a punto de irse a buscar uno de esos vehículos de flete para el transporte de muebles.
—Son los libros del señor Marcel. Madame arrancó las dedicatorias. No quiere que su nombre circule por ahí.
En ese preciso instante, Jacques advirtió confusamente que, a su pesar, estaba implicado en una aventura a la que había sido llamado para cumplir la tarea de salvar algo que consideraba precioso; de ese modo, al menos en parte, contribuiría a reparar errores pasados. Una obligación que sentía que no podía eludir.
Werner se marchó entonces y Jacques se quedó solo, paseando apesadumbrado por las habitaciones del apartamento desierto. Encima de la chimenea de una de las estancias vio dos volúmenes y los tomó entre sus manos. Leyó los títulos. Eran Les hortensias bleus y Les chauves-souris, ambos de Robert de Montesquiou. Los abrió. En el interior guardaban sendas dedicatorias aduladoras, poéticas e increíblemente largas del autor a Marcel. Guérin supuso que aquellas inscripciones, fugitivas, habían escapado de algún modo de la furia devastadora de madame Proust.
Se hizo de noche. Jacques, con Werner a su lado, conducía hacia su casa; detrás lo seguía un pequeño camión cargado de muebles. Puede que Jacques tuviera ocasión ahora de reflexionar sobre lo que había sucedido a lo largo de ese extenso día, y de preguntarse por qué se encontraba en compañía de aquel tipo tan extraño embarcado en esa singular mudanza.
Hay cosas en la vida que escapan a la razón y que nos empujan a actuar movidos por algún tipo de fuerza superior: «El hecho de que la inteligencia», escribe Proust en Albertine desaparecida, «no sea el instrumento más sutil, más poderoso, más apropiado para captar la verdad, no es sino una razón de más para comenzar por la inteligencia, y no por la intuición del inconsciente, no por una fe preconcebida en los presentimientos. Es la vida que, poco a poco, caso por caso, nos permite comprender que lo más importante para nuestro corazón o para nuestro espíritu no lo llegamos a conocer por el razonamiento sino gracias a otras fuerzas. Y entonces la inteligencia misma, al darse cuenta de la superioridad de estas, abdica por razonamiento y acepta colaborar con ellas y servirlas».
Para llegar al apartamento de la rue Berton donde vivía Jacques era preciso internarse en una zona de París donde las casas raleaban y se tenía la impresión de estar ya en el campo. La calle se encontraba en un lugar apartado y poético. El bloque tenía una sola casa, la suya. Un viejo camino asfaltado conducía a la casa de Balzac y separaba la de Guérin del vasto y suntuoso Parc des Eaux de Passy, donde María Antonieta solía ir a bañarse. En ese lugar fascinante se levantaría muchos años después un barrio entero. Y la calle que lo vertebraría sería bautizada como avenue Marcel Proust. Pero todo esto Jacques no podía saberlo.
Descargaron los muebles y los pusieron a buen recaudo en un cuarto. Guérin invitó a Werner a sentarse junto a él, al lado de la chimenea; el día había sido rico en emociones, pero él todavía no estaba satisfecho. Quería saber más, tener más detalles del probable destino de esos objetos, de esas cosas abandonadas, pero, sobre todo, quería averiguar cuál había sido el destino de los manuscritos y los cuadernos de la Recherche que Robert le había mostrado aquel lejano día. Intuitivamente, desde el momento en que Guérin había puesto los ojos sobre ellos, había adivinado la importancia de esos documentos, su carácter de tesoro a conservar.
La respuesta del ropavejero lo dejó aniquilado.
—¡Ah, señor! Si me hubiera imaginado que todo esto le podía interesar… Si nos hubiéramos encontrado hace ocho días, le habría dado tantas cosas de esas que pide… Pero debíamos hacer la mudanza en tres días y teníamos que apurarnos. Madame Proust nos sacó al patio y nos dijo que quemáramos todas esas paperassouilles.[5]
Y con inconsciente crueldad enumeró meticulosamente:
—No se imagina usted la cantidad de papelotes que había. Hojas escritas de arriba a abajo, llenas de borrones, cuartillas rotas, cuadernos y cartas, más cartas… Aquello no se terminaba nunca de quemar.
—Pero… —lo interrumpió Guérin, presa de una angustia creciente—, pero los manuscritos que estaban en la biblioteca y que el doctor Proust me mostró, ¿dónde fueron a parar?
—Madame los puso aparte porque el doctor les daba importancia, les tenía aprecio y los había ordenado con cuidado. Pero por desgracia ya no están en poder de ella. Su hija Suzy vino a llevárselos y los metió en una caja fuerte porque el editor le dijo que valen mucho. ¡Es por eso que dejamos de quemar toda aquella montaña de papeles! ¡Si lo hubiéramos sabido antes…! Lo que nos quedaba y no se llevó la hija de la señora se lo dejé hoy al librero Lefebvre, que lo compró todo.
«Así que la aventura ha terminado…», pensó Jacques: Marthe, arrepentida de haber quemado demasiado y de haber perdido una probable fortuna, decidió que merecía la pena pasar por alto algunos documentos y los libró de su furia destructora. Guérin no tenía modo de saber exactamente qué había sido quemado y qué se había salvado. Tendrían que pasar muchos años antes de que pudiera descansar, confiado en que había hecho todo lo posible por preservar lo que quedara de las posesiones terrenales de Proust.
Ese sentimiento furibundo que se había apoderado de Guérin poco antes, mientras estaban en el piso del médico, ese confuso pero decidido deseo de poner fin a tanta incomprensible ferocidad, renació en su interior, con más fuerza, con más insistencia.
—Pero, aun así, deben de haber quedado más de esas paperassouilles, como usted las llama. Vaya, señor Werner, vaya y tráigame todo lo que encuentre. Que la misma madame Proust ponga el precio.
El día había sido largo y pródigo en emociones. Guérin despidió entonces al ropavejero y se fue a dormir.
A la jornada siguiente, hacia la noche, Werner se presentó de nuevo en la puerta de la casa de la rue Berton. Había terminado la mudanza de la avenue Hoche y ahora estaba allí, junto a Guérin, sujetando entre sus manos una caja redonda. Era una vieja sombrerera en la que aún destacaba la etiqueta amarilla de Lewis, el célebre modisto que, en 1900, llevaba su negocio en la rue Royale. Jacques, sin siquiera saludar a Werner, se la arrancó literalmente de las manos y la abrió con avidez. Empezó a hurgar entre los papeles amontonados en completo desorden, evidentemente recogidos con gran precipitación. Una rápida ojeada de connaisseur le hizo reconocer borradores corregidos, cartas, alguna que otra fotogra...

Índice

  1. El abrigo de Proust
  2. Premisa
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. Conclusión
  15. Bibliografía selecta
  16. Agradecimientos
  17. Postfacio
  18. Notas
  19. Créditos
  20. Índice