EL PUENTE COLGANTE DE BOSHA
Una hermosa tarde de principios de primavera, tomé un tren para dirigirme a la ciudad de Bosha, famosa por sus camelias y por sus peonías, y cuyo puente colgante, construido poco después de la guerra, es una de las maravillas arquitectónicas de la provincia. Este puente colgante era, precisamente, la razón de mi viaje a Bosha. Al parecer, había habido ciertos corrimientos de tierras y las autoridades locales temían por la seguridad del puente. Según afirmaban, una de las columnas de hierro fundido se había ladeado visiblemente, y los cables del lado sur habían descendido casi hasta rozar el pavimento. El puente recibía diariamente un intenso tráfico de coches, camiones, carros, bicicletas y transeúntes, y un accidente podría resultar en una verdadera catástrofe.
El viaje en tren duró dos días y fue, como siempre suelen serlo los viajes en tren, sumamente agradable. No podía quejarme por la lentitud del viejo convoy, ya que esa misma lentitud me permitía admirar a mis anchas el paisaje y disfrutar de los refrescantes colores de los campos de mijo y de los cerezos en flor. Algunos de los pueblos por los que cruzábamos me cautivaron por su simplicidad agreste y por la belleza serena de sus habitantes. Como siempre, fueron los rostros de los niños y los ancianos los que atrajeron más mi atención. En los pueblos de montaña, las gentes eran de raza más oscura, y las mujeres parecían más desdichadas. Al atardecer del primer día, tuve la oportunidad de contemplar las cascadas de la Nube Sonriente, que desaparecen en la nube irisada que ellas mismas levantan. Recordé que había visto estas mismas cascadas algunos años atrás, cuando era joven, y que entonces me parecieron mucho más grandes.
Esa noche, me encontré cenando solo en el vagón restaurante. Se había hecho de noche, y en cada mesita se había encendido una pequeña lamparita que imitaba a una vela encendida. Pedí trucha frita con cebolletas, arroz y sopa de maíz, y me dispuse a abrir el periódico de la tarde que había comprado en la última parada. La voz del camarero me distrajo de mi lectura.
—Excúseme, señor ingeniero —dijo el sirviente—. Todas las mesas están ocupadas. ¿Le importaría que el doctor Chu cenara con usted?
Dije que para mí sería un honor cenar con el doctor Chu. Por supuesto no sabía de quién se trataba el tal doctor y tampoco tenía la menor gana de compartir con nadie mi soledad y mi silencio. Recordé el dicho popular que afirma que todas las cosas buenas terminan pronto, y me dispuse a compartir mi cena con alguien que, sin duda, sería presuntuoso, aburrido y hablador.
El doctor Chu era un anciano de cabellos y bigote blancos que caminaba ayudándose de un bastón muy fino. Iba vestido con una chaqueta de cuadros de estilo occidental, que resultaba algo incongruente en alguien que, por su edad, debería de haberse sentido más cómodo vistiendo las ropas tradicionales. Llevaba gafas, y tenía un anillo con una piedra roja en uno de sus dedos sarmentosos, un detalle que también me sorprendió, y que me pareció más propio de un jovencito que de un hombre de edad provecta. Traía un periódico doblado bajo el brazo, y a los dos nos divirtió comprobar que ambos habíamos comprado el mismo periódico local, que estaría lleno de noticias de la provincia que a ambos nos resultarían de muy poco interés. El doctor Chu era de la capital y tenía cuatro hijos y doce nietos.
—¿Es usted doctor en medicina? —le pregunté.
—¡Ya no me acuerdo por qué me dieron el título! —contestó él, ya que era una persona muy jovial. Luego me explicó que durante muchos años había sido profesor de filosofía china en la universidad de M…, que había tenido serios problemas académicos por haber afirmado públicamente que creía en la reencarnación, que había pasado años trabajando como maestro de escuela en un remoto pueblo de la provincia de H…, que había sido rehabilitado, que una de sus hijas era una famosa cantante de ópera, y que en la actualidad su principal pasión era la pintura. Todas estas cosas me las contó con unas pocas frases, de la manera más sencilla y cordial posible. Lo cierto es que al final de la cena me di cuenta de que, después de todo, había sido yo el que más había hablado de los dos.
—De modo que se dirige usted a Bosha para examinar el puente —me dijo—. Le deseo a usted mucha suerte.
—Gracias, doctor Chu.
—Un puente es importante —dijo el doctor—. ¿Qué significa un puente para usted?
Le dije que me disculpara, pero que para mí un puente no era más que un puente.
—En Bosha hay numerosas atracciones turísticas —me dijo—. Cuando yo era joven, nadie se aventuraba por estas zonas, pero ahora resulta casi imposible encontrar habitación en un hotel.
Nos despedimos poco después, y a la mañana siguiente, cuando le pregunté al revisor, me explicó que el anciano doctor Chu había tenido un ataque durante la noche y que habían tenido que dejarle en la ciudad de Bao, donde le esperaba una ambulancia. De todos modos, según me explicó el revisor, el tren había tardado demasiado tiempo en llegar a Bao, y estaba prácticamente seguro de que cuando los empleados de la ambulancia se llevaron al doctor, el anciano estaba ya muerto.
La noticia me entristeció. Me parecía injusto que el doctor Chu, que tenía una familia tan extensa y había disfrutado de una vida tan larga y rica en acontecimientos, tuviera que morir en una ciudad anónima rodeado de desconocidos. Pensé también que había perdido mi oportunidad de preguntarle qué era lo que significaban los puentes para él.
Al cabo de un rato, uno de los empleados del tren, supongo que el encargado de hacer y deshacer las camas, entró en mi compartimento.
—Es usted el señor ingeniero Zu Wang, ¿no es así?
Le contesté afirmativamente, y entonces me entregó un trozo de papel doblado dos veces.
—El doctor Chu me pidió anoche que le entregara esta nota al ingeniero Zu Wang.
Aquello me sorprendió sobremanera. El doctor Chu y yo habíamos estado hablando durante al menos dos horas. Es posible que después de retirarnos, el doctor hubiera pensado que había quedado algo sin decir, o se le hubiera ocurrido algo que deseaba comunicarme, pero ¿por qué escribir una nota? ¿Por qué pedirle al mozo que me la entregara al día siguiente, cuando lo más probable es que coincidiéramos en el vagón restaurante a la hora del desayuno? Daba la impresión de que el doctor Chu intuía que no volveríamos a vernos. ¿Se habría sentido enfermo esa noche? Parecía que el doctor había escrito la nota porque sabía que iba a morir antes del amanecer.
Con estos pensamientos, desdoblé el papel para leerlo.
«Querido amigo Zu Wang. Perdone la impertinencia de un hombre anciano. Aunque anoche no hablamos de nada personal, creí comprender que no es usted feliz. Para los antiguos, un puente siempre debía ser un puente invisible. Los arquitectos del emperador no construían un puente hasta que no podían soñarlo.»
La nota se detenía aquí. Ni siquiera estaba firmada. Sentí una suave desilusión, y me dije que lo más probable era que el doctor hubiera sido sorprendido por el ataque que había terminado con su vida cuando estaba escribiéndola. No había podido terminarla, y yo nunca podría saber qué era lo que quería decirme.
Decidí que cuando volviera a la capital intentaría ponerme en contacto con los hijos del doctor Chu para relatarles cómo habían sido los últimos momentos del doctor.
El paso del tren se ralentizó sobremanera cuando llegamos a las montañas. La vía daba vueltas y revueltas por entre las verdes laderas y los suburbios de Bosha, por entre barrios pobres donde un perro ladraba subido en un tejado de zinc y las bicicletas avanzaban lentamente por encharcadas calles sin asfaltar. En una de las revueltas pude contemplar la ciudad de Bosha y el puente colgante, pintado de rojo óxido y suspendido de forma espectacular sobre el abismo.
Al poco rato llegábamos a la estación. Una joven empleada del ayuntamiento me esperaba para conducirme a mi hotel. Tenía gafas de mucho aumento y se llamaba Camelia Blanca, como la famosa mujer bandido de las leyendas de las montañas.
—¿Ha tenido un buen viaje? —me preguntó después de inclinar la cabeza varias veces.
—Sí, muy bueno.
—El alcalde desearía cenar con usted esta noche si el señor ingeniero no está muy cansado.
Le dije que no, que no estaba cansado en absoluto y que estaba deseando conocer al señor alcalde y comenzar a familiarizarme con la situación.
El llamado «hotel» era una antigua casa del partido remodelada sin mucha imaginación para cumplir los requerimientos mínimos de esta clase de establecimientos. Me alegró comprobar que mi habitación tenía agua caliente, ducha y televisión. Lo cierto es que había imaginado un tratamiento más principesco para el hombre que venía a arreglar el puente colgante y, por así decir, a salvar la ciudad. Pensé que si yo fuera un hombre vanidoso montaría en cólera y exigiría un alojamiento más cómodo. Luego pensé que sin duda yo era un hombre vanidoso, pero que también era demasiado cobarde o perezoso como para montar en cólera. Quedaban todavía un par de horas antes de que el coche del ayuntamiento me recogiera en la puerta del hotel, de modo que decidí salir a echar una ojeada al puente por mi cuenta y, por así decir, de incógnito.
Hacía muchos años que no viajaba a aquella parte del país y no puede decirse que conociera bien la ciudad de Bosha. Sin embargo, recordaba perfectamente que para llegar al puente colgante no había más que seguir la avenida principal. También podía haber cogido un taxi, pero después de pasar casi dos días metido en el tren sentía el deseo de hacer un poco de ejercicio.
La ciudad me resultó inexplicablemente triste. El aire era húmedo y pesado, lo cual me sorprendió, ya que tendemos a pensar que el aire de las montañas es siempre vivificante y ligero.
¡Qué extrañas criaturas son las ciudades! Son seres vivos dotados de memoria, de personalidad y de emociones. Una ciudad puede ser joven o vieja, triste o alegre, melancólica o violenta. Aquella estaba sumida en la melancolía y toda ella atravesada por una desgarradora sensación de pérdida. No eran los habitantes, que me parecieron tan vibrantes y activos como parecen serlo siempre las gentes de las ciudades. No eran las calles, bastante limpias y adornadas con bonitas tiendas. Era algo más hondo, más indefinible. «A lo mejor eres tú, ingeniero», me dijo la voz que me habla en el interior de la mente. «¿No lo has p...