Dawn Chapman
Lo cierto es que no estaba tan preocupada; o al menos no al principio, porque había tomado precauciones y lo mismo Vodge. Pese a mi buen juicio, pese a las complicaciones, pese a todo, a esas alturas estaba colada por él, mucho más de lo que había estado por Johnny. Johnny fue solo una fase, o eso es lo que me digo a mí misma. Una muleta. Algo a lo que aferrarme en la montaña rusa emocional que conducía al encierro; si había creído que estaba enamorada, era un amor a modo de parche, un amor tirita, una distracción ante lo que en el Control de Misión me estaban haciendo pasar y puede que también un berrinche porque ¿quiénes eran D.C. y Judy para dictar mi vida privada? Eso lo entendía ahora. En cualquier caso, Johnny había dejado de aparecer, y cuando Linda me contó lo de Rhonda Ronson no sentí nada. En realidad, me puse más celosa por la implicación de Vodge con ella que por la de Johnny. A ese punto había llegado. Y Vodge se mostró diplomático; me dijo justo lo que quería oír: que solo fue un rollo, nadie en realidad, la secretaria de una consulta médica que resultó estar disponible, aunque por entonces ya supiera que estaba enamorado de mí. Iba en busca de un parche, igual que yo. Allí estaba ella una noche en la barra del Alfano’s y una cosa llevó a la otra.
Llevábamos mucho tiempo dentro: una eternidad, parecía. Pensar en el mundo más allá del cristal era como mirar por el extremo equivocado de un telescopio, todo encogía hasta volverse irrelevante. Estábamos en otro planeta y nada de lo que sucedía en nuestro planeta natal importaba ya. Aun así, no lo podía evitar: quería detalles al igual que habría querido saber sobre un accidente de coche en una autopista que ni siquiera alcanzábamos a ver desde aquí, y no tenía nada que ver con Johnny, lo juro: solo con Vodge, solo con él.
—¿Qué aspecto tiene? —le pregunté—. ¿Es guapa?
Estábamos en el sofá de su habitación, libros apoyados en el regazo, juntos sin más, la hora de la siesta, los sonidos de nuestro mundo, naturales y artificiales se sucedían de fondo.
—Supongo, sí… al estilo pelandrusca —dijo, pulsando todas las teclas correctas—. No como tú. En absoluto.
—¿Y qué tal… en la cama?
Me sostuvo la mirada. Se le daba bien eso, a Vodge, plantear las cosas, delicado, muy delicado.
—Normal —dijo.
—¿Y qué tal yo? ¿Yo también soy normal?
—Ni hablar —dijo y me cogió de la mano y me atrajo hacia él.
Como digo, no estaba preocupada, pero después de que la regla no me viniera por segunda vez acudí a la biblioteca y hojeé media docena de libros, incluidos La guía médica de la familia y Fundamentos de fisiología humana, hasta que hallé lo que buscaba en un estudio sobre los déficits dietéticos en los campos de concentración japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Allí las mujeres, explotadas y desnutridas, dejaron de menstruar; durante meses, incluso años. El término médico era «amenorrea hipotalámica». Al pie de una página en la que se detallaba el hambre de los prisioneros con raciones por debajo de las mil calorías diarias, estaba esta nota: «Las mujeres que realizan regularmente un ejercicio demasiado exigente o que pierden una cantidad significativa de peso tienen un riesgo mayor de padecer este trastorno». Había más, sobre cómo la pérdida de peso puede provocar incrementos de la hormona grelina, lo que inhibe el eje hipotálamo-pituitaria-ovarios, lo que a su vez altera la amplitud pulsátil de la GnRH y provoca que se reduzca la liberación pituitaria de la hormona lutenizante y de la hormona foliculoestimulante, y aunque no tenía mucha idea de lo que significaba aquello, me sentí satisfecha y aliviada. Ahí estaba la razón por la cual no me venía la regla, desplegada ante mí en el lenguaje de la autoridad; un denso cúmulo de jerga médica que lo aclaraba todo: no estaba embarazada, solo desnutrida. Así de simple. Todo desaparecería con la reentrada, y mientras tanto, mirándolo por el lado bueno, no tendría que preocuparme una vez al mes de la copa de silicona que tanto odiamos todas.
Coincidió que Diane entraba tranquilamente en la biblioteca justo cuando yo devolvía el libro a su lugar en el estante, y aunque lo cierto es que no tenía nada que esconder, no pude evitar sentirme como si me hubiesen pillado. Cogí otro libro al azar y lo abrí, luego levanté la vista, como si estuviese absorta, y la sonreí.
—Ah, hola —dijo ella, y cruzó la sala hacia mí—. Pensé que no había nadie…
Fue antes de la cena (era el turno de Gretchen, un revuelto sin carne, bien cargado de cacahuetes). Yo ya había terminado con el ordeño de la tarde, alimentado a los cerdos, las gallinas y los patos, me había lavado el pelo con champú a la espera de ver a Vodge, aunque no nos sentábamos juntos porque estábamos haciendo como si nada, pese al hecho de que todos debían de saber lo que pasaba, gracias a Gretchen y a su injuriosa bocaza. No era asunto suyo, pero aun así había todo tipo de sensores invisibles, antenas y tentáculos que hacían que la esfera humana estuviese tan misteriosamente interconectada como las salvajes, y una debía andarse con cuidado, con mucho cuidado: con todos, todo el tiempo. Eran pasadas las seis, detrás de mí las ventanas oscurecían, todo en calma, aquí arriba el parloteo de los biomas y el zumbido de la tecnosfera estaban silenciados de tal modo que cuando cerrabas la puerta este era el lugar más tranquilo de toda la E2.
—Solo estoy yo —dije. Luego añadí, con total inocencia—: Buscaba algo para leer.
—Oh, tengo toneladas de cosas, por si te interesan… —Su gusto, a juzgar por la librería de su cuarto, abarcaba desde los relatos de detectives hasta los románticos (cualquier cosa con «Amor» en el título), algo que en ella no habría sido de esperar; en Gretchen, quizá, pero no en ella.
—No hace falta —dije—. En realidad, estaba haciendo una pequeña consulta.
—¿De verdad? —Entonces se inclinó hacia mí, inspeccionando el estante al que acababa de devolver a su hueco Inanición en los campos de Shanghái para coger después (¿cuál era?) Raja Yoga de Swami Vivekananda. ¿Y qué sabía yo? Era un libro. Y lo tenía en las manos.
Diane (Lark) me miró con curiosidad.
—¿Yoga? —dijo—. Te vendrá bien. —Soltó un suspiro. Había cumplido veintiocho hacía dos semanas y parecía diez años más joven, sobre todo con el pelo corto, muy corto (no tan radical como Sigourney Weaver en Alien, pero casi). Se lo había cortado para su cumpleaños, asegurando que no tenía tiempo para molestarse en arreglárselo; y que tampoco quería malgastar agua, algo que hizo que los demás nos sintiéramos unos derrochadores—. Ojalá pudiera —dijo. Pensé que iba a seguir, a preguntarse en voz alta por qué últimamente se me veía tan distraída, a chismorrear un poco, a permitirse una charlita exploratoria de chicas sobre los vis a vis entre yo y Ramsay, pero no lo hizo—. Por cómo trabajas, E., no me puedo ni imaginar de dónde sacas el tiempo, no digamos ya la energía.
—Yo tampoco —dije, y solté una risa.
O sea que todo bien. Todo iba bien. Diane me caía bien y la respetaba, y a su vez yo le caía bien y me respetaba. Estaba padeciendo de algo tan poco grave como la amenorrea hipotalámica y quizá algunos calambres. Me encontraba bien. Todos nos encontrábamos bien. El experimento humano seguía su curso, el O2 se había estabilizado, la leche de las cabras se mantenía constante y el mundo entero nos observaba mientras el Control de Misión anunciaba a bombo y platillo los preparativos para nuestro primer aniversario dentro.
* * *
El único problema fue que el día de la celebración me desperté sintiéndome indispuesta. No me refiero a náuseas, en realidad, más bien como si perdiera el equilibrio, como si estuviera dentro de un ascensor que cae o en un avión que de pronto pierde altitud. Debéis conocer esa sensación. Es como si el estómago fuese incapaz de amoldarse, como si cayera a más velocidad que tú. No vomité, aunque deambulé toda la mañana con la sensación de estar a punto, lo que en cierto sentido es peor que el acto de vomitar, que te proporciona cierto alivio, y tuve que obligarme a comerme las gachas del desayuno; y aun así acabé dándole la mitad a Vodge, que arqueó las cejas porque aquí nadie cede ni una molécula de comida en ningún caso. Una vez más —llamadme idiota— no sumé dos y dos, y pensé que el malestar era una reacción a la cena de la noche previa, un arroz con alubias con el que Diane se había pasado tres pueblos al rematarlo con nuestra reciente cosecha de esos mortíferos chiles serranos que en la tabla de cortar parecen tan inocentes pero que son verdaderamente capaces de hacer estragos contigo si no te andas con ojo. Acabé apartando la mitad de los que había en mi ración, pero aun así sentía ardores; y volví a sentirlos aquella mañana en el retrete. Por eso tenía náuseas, una indisposición, nada más.
Todavía era pronto, acabábamos de desayunar (la celebración arrancaría a media tarde, en lugar de a las ocho, gracias a dios, la hora que temíamos que el Control de Misión insistiría en fijar en aras de la magnitud), y estaba en bragas y sujetador, planchando mi mono para nuestra aparición de las dos en la ventana de las visitas. Las náuseas me habían empujado ya dos veces hasta el baño, pero no había echado nada y acabé sentada ahí, sin más, en la taza mirando a la nada. En ese momento me sentía ligeramente mejor, y si pensaba en algo era en si ponerme los pendientes de aros o los de pétalos —o ninguno— para nuestra presentación oficial frente al cristal. Justo entonces llamaron a la puerta y antes de que pudiera gritar «¡Un minuto!» Gyro, con el mono ya puesto, abrió la puerta para entrar en el cuarto y la cerró a su espalda.
Sentí una ...