El Jardín de los Suplicios
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El Jardín de los Suplicios

  1. 240 páginas
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El Jardín de los Suplicios

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Ambientada en la célebre época del caso Dreyfus, y considerada una de las mejores novelas del decadentismo francés, El Jardín de los Suplicios causó un tremendo escándalo tras su publicación por lo gráfico de sus alusiones y lo depravado de su argumento. Mirbeau dedica "estas páginas de asesinato y sangre a los Sacerdotes, a los Soldados, a los Jueces, a los Hombres que educan, dirigen y gobiernan". La novela, de una alta carga política y erótica, se divide en tres partes: la primera, "Frontispicio", se dedica a glosar el crimen como algo propio del instinto natural humano; la segunda, "En misión", narra la caída política del protagonista, un hombre corrupto que para huir de su propio declive parte como embriologista en expedición "científica" a Ceilán; en la tercera, "El Jardín de los Suplicios", el narrador anónimo y su amante, Clara, una inglesa sádica e histérica, visitan una dantesca prisión china, donde la visión de las torturas que sufren los supliciados llevará a Clara a un delirante éxtasis erótico.

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Información

Año
2010
ISBN
9788415130710
Edición
1
Categoría
Literature

El Jardín de los Suplicios



Frontispicio




Una noche se encontraban reunidos varios amigos en casa de uno de nuestros más famosos escritores. Después de haber cenado copiosamente, estaban discutiendo sobre el asesinato a propósito ya no sé de qué, a propósito de nada, seguramente. Sólo había hombres; moralistas, poetas, filósofos, médicos, todos ellos personas que podían charlar libremente, al dictado de su fantasía, de sus manías, de sus paradojas, sin temor de ver aparecer, de repente, esos aspavientos y esos terrores que la menor idea un poco osada pone en el rostro trastornado de los notarios. Digo notarios como podría decir abogados o porteros, no por desdén, desde luego, sino por precisar un estado medio de la mentalidad francesa.
Con una tranquilidad de ánimo tan perfecta como si se hubiese tratado de expresar una opinión sobre los méritos del puro que se estaba fumando, un miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas dijo:
—Cierto… Yo estoy convencido de que el asesinato es la mayor preocupación humana, y que todos nuestros actos derivan de él.
Todos estaban esperando una larga teoría. El académico se quedó callado.
—¡Evidentemente! —pronunció un sabio darwinista—. Y la que usted ha emitido, amigo mío, es una de esas verdades eternas, como las que descubría cada día el legendario señor Pero Grullo… ya que el asesinato es la base misma de nuestras instituciones sociales, y por consiguiente la necesidad más imperiosa de la vida civilizada. Si cesaran los asesinatos, no habría más gobiernos de ninguna clase, por el hecho admirable de que el crimen en general y el asesinato en particular son, no sólo su excusa, sino su única razón de ser. Entonces viviríamos en plena anarquía, cosa que no se puede concebir. Así, lejos de intentar destruir el asesinato, es indispensable cultivarlo con inteligencia y perseverancia. Y no conozco mejor medio de cultivo que las leyes.
Como alguien protestara, el sabio repuso:
—¡Vamos a ver! ¿No estamos entre amigos y podemos hablar sin hipocresía?
—¡Faltaría más! —asintió el dueño de la casa—. Aprovechemos generosamente la única ocasión en la que se nos permite expresar nuestras ideas más íntimas, puesto que yo en mis libros y usted en sus clases no podemos ofrecerle al público más que mentiras.
El sabio se arrellanó más sobre los cojines de su sillón, estiró las piernas que, de haber estado demasiado tiempo cruzadas una sobre otra, se le habían entumecido, y con la cabeza hacia atrás, los brazos colgando, el vientre acariciado por una digestión feliz, lanzó al techo volutas de humo:
—Por lo demás —prosiguió—, el asesinato se cultiva suficientemente por sí mismo. Hablando propiamente, no es el resultado de tal o cual pasión, ni la forma patológica de la degeneración. Es un instinto vital que está en nosotros, que está en todos los seres organizados y los domina, como el instinto genésico. Ello es tan cierto que, la mayor parte del tiempo, esos dos instintos se combinan tan bien el uno con el otro, se confunden tan totalmente uno en el otro, que en cierto modo no forman más que un solo y único instinto, y no se sabe cuál de los dos nos impulsa a dar la vida y cuál a tomarla, cuál es el asesinato y cuál es el amor. He recibido las confidencias de un honorable asesino que mataba a las mujeres no para robarlas sino para violarlas. Su deporte consistía en que el espasmo de placer del uno concordara exactamente con el espasmo de muerte de la otra: «¡En aquellos momentos, me decía, yo me figuraba que era un Dios creando el mundo!».
—¡Claro! —exclamó el famoso escritor—. ¡Si va a buscar ejemplos entre los profesionales del crimen!
El sabio, lentamente, replicó:
—Es que todos somos, más o menos, unos asesinos. Todos hemos experimentado cerebralmente, a un grado menor, quiero creer, unas sensaciones análogas. La necesidad innata de asesinar, la refrenamos, atenuamos su violencia física, dándole exutorios legales: la industria, el comercio colonial, la guerra, la caza, el antisemitismo, porque es peligroso entregarse a ella sin moderación, al margen de las leyes, y porque las satisfacciones morales que se obtienen no merecen, después de todo, que nos expongamos a las consecuencias habituales de este acto, el encarcelamiento, las entrevistas con los jueces, siempre fatigosas y sin interés científico… y por fin la guillotina.
—Usted exagera —interrumpió el primer interlocutor—. Sólo para los asesinos sin elegancia, sin estilo, los brutos impulsivos y desprovistos de toda especie de psicología, sólo para ellos es peligroso ejercer el asesinato. Un hombre inteligente y razonador puede, con imperturbable serenidad, cometer todos los asesinatos que quiera. Tiene asegurada la impunidad. La superioridad de sus artimañas siempre prevalecerá contra la rutina de las investigaciones policiales y, añadamos, contra la pobreza de las pesquisas criminalistas que tanto gustan a los jueces instructores. En este terreno, como en todos los demás, los pequeños pagan por los grandes. Veamos, amigo mío, admitirá usted que el número de crímenes ignorados…
—Y tolerados…
—Y tolerados… es lo que iba a decir… admitirá usted sin duda que ese número es mil veces mayor al de los crímenes descubiertos y castigados, sobre los que los periódicos discursean con tan extraña prolijidad y una falta de filosofía tan repugnante. Si usted admite eso, reconozca también que el gendarme no es un espantajo para los intelectuales del asesinato.
—Sin duda. Pero no se trata de eso. Usted desplaza la cuestión. Yo decía que el asesinato es una función normal —y para nada excepcional— de la naturaleza y de todo ser viviente. Ahora bien, es exorbitante que, so pretexto de gobernar a los hombres, las sociedades se hayan arrogado el derecho exclusivo de matarlos, en detrimento de las individualidades en las cuales reside únicamente el mencionado derecho.
—¡Muy justo! —corroboró un filósofo amable y locuaz cuyas clases en la Sorbona atraen cada semana a un público escogido—. Nuestro amigo tiene toda la razón. Por mi parte, yo no creo que exista una criatura humana que no sea —al menos virtualmente— un asesino. Mire usted, yo, a veces, me divierto en los salones, en las iglesias, en las estaciones, en las terrazas de los cafés, en el teatro, en cualquier lugar donde las multitudes pasen y circulen, me divierto observando las fisonomías desde un punto de vista estrictamente homicida. En la mirada, la nuca, la forma del cráneo, los maxilares, la protuberancia de las mejillas, todo el mundo, en algún lugar de su persona, lleva visibles los estigmas de esa fatalidad fisiológica que es el asesinato… No se trata de ninguna aberración de mi mente, pero no puedo dar un paso sin codearme con el homicidio, sin verlo arder bajo los párpados, sin sentir su misterioso contacto en las manos que se tienden hacia mí… El domingo pasado estuve en un pueblo que celebraba sus fiestas patronales. En la plaza mayor, decorada con hojas, arcos floridos, mástiles empavesados, se reunían las diversiones de todas clases habituales en estos festejos populares. Y, bajo la mirada paternal de las autoridades, una multitud de buenas gentes se estaba divirtiendo. El tiovivo, las montañas rusas, los columpios atraían a muy poca gente. De nada servía que los organillos repitieran sus melodías más alegres y sus cantinelas más seductoras. Otros eran los placeres que convocaban a aquella multitud en fiestas. Unos tiraban con carabina, otros con pistola, o con la venerable ballesta, apuntando a unas dianas que representaban rostros humanos; otros destrozaban a pelotazos unas marionetas alineadas penosamente en unas barras de madera; estos golpeaban con una maza un resorte que hacía mover patrióticamente a un marinero francés que iba a atravesar con su bayoneta, al extremo de una plancha, a un pobre hova o a un ridículo negro de Dahomey… En todas partes, bajo las lonas en las pequeñas tiendas iluminadas, se exhibían simulacros de muerte, parodias de masacre, representaciones de hecatombes. ¡Y aquella buena gente era feliz!
Todos comprendimos que el filósofo estaba lanzado. Nos instalamos lo mejor posible para sufrir el alud de sus teorías y anécdotas. Prosiguió:
—Incluso me fijé en que estas diversiones pacíficas desde hace unos años están adquiriendo una extensión considerable. La alegría de matar se ha hecho mayor y se ha vulgarizado más a medida que las costumbres se han ido suavizando; pues las costumbres se suavizan, no lo duden ustedes. Antiguamente, cuando todavía éramos unos salvajes, los tiros de feria eran de una pobreza monótona que daba pena. Sólo se disparaba contra pipas y cáscaras de huevo que bailaban en el extremo de unos chorros de agua. En los puestos más lujosos, había pájaros, sí, pero eran de yeso. ¿Qué placer puede procurar eso, díganme? Actualmente, cuando ya nos ha llegado el progreso, cualquier hombre honrado tiene derecho a procurarse por dos perras la emoción delicada y civilizadora del asesinato. Y encima todavía gana platos de colores y conejos. Las pipas, las cáscaras de huevo, los pájaros de yeso que se rompían tontamente, sin sugerirnos nada sangriento, la imaginación ferial los ha substituido por figuras de hombres, mujeres y niños, cuidadosamente articulados y vestidos, como es debido. Después, se ha conseguido que estas figuras gesticulen y anden. Gracias a un ingenioso mecanismo, los muñecos se pasean felices o huyen despavoridos. Se los ve aparecer, solos o en grupos, en paisajes de decorado, trepar por paredes, entrar en fortalezas, descolgarse de ventanas, surgir de trampas. Funcionan como personas reales, tienen movimientos de brazos, de piernas, de cabeza. Algunos parecen llorar, los hay que parecen pobres, los hay que parecen enfermos, los hay que van vestidos de oro como princesas de leyenda. Realmente, podemos imaginar que tienen inteligencia, voluntad, que ti...

Índice

  1. El Jardín de los Suplicios
  2. Nota del editor
  3. El Jardín de los Suplicios
  4. Créditos
  5. Octave Mirbeau
  6. Índice