En materia de jardines
1
Cuando Olivia Fouquet comenzó a vivir con Sara pensó que se trataba del ser más inteligente y a la vez más desesperado que había conocido en su vida. Y así se lo comunicó a su padre en la primera charla que mantuvieron por teléfono dos días después de su entrada en la casa en que debía establecer cierto orden.
—Es una chica muy triste, papá —dijo adoptando un tono de voz aún más bajo del que solía usar por los pasillos, cuando se reunía con Sara, o en su propia habitación, cuando se sentaban juntas para trazar el menú de la semana siguiente—. Creo que no es feliz. Aunque a veces da la impresión de serlo enormemente, a pesar de su gesto tan sobrio. Siempre está seria, y de vez en cuando dice algo extraordinario. Ayer, mientras cenábamos berenjenas que ella mojaba en un cuenquito azul lleno de miel, dijo que no entendía cómo podíamos poseer algo tan perfecto y necesario como la piel y no estar constantemente dando gracias por ello.
—¿Y no te parece que tiene razón? —preguntó el padre de Olivia.
Ella sabía que tenía razón, pero lo extraño no era el significado de las palabras, sino la propia existencia de la frase, pronunciada de pronto, entre las berenjenas y la miel. No le había sorprendido el qué, sino el cómo.
—Pues tendrás que habituarte, cariño —dijo su padre—. Es una buena chica. Ya lo verás. Su comportamiento nunca será lo suficientemente extraño, dadas las circunstancias. Tú sólo tienes que encargarte de hacer tu trabajo.
La casa de Sara se dividía en tres pisos, además del sótano, donde la caldera permanecía encendida todos los días del año. Sara solía tener frío por las noches incluso durante las más fragantes y espesas horas de los meses de julio y agosto, y a veces debía mantener el radiador de su dormitorio al máximo durante todo el día para poder dormir sin que le temblaran penosamente las piernas, tan largas y desprovistas de esa benéfica materia grasa que podría proporcionarle cierta sensación de calor interno, personal y autogenerado. Sus habitaciones se hallaban en la segunda planta, y en la primera estaban la cocina y los salones de lectura, de música, de recogimiento, de ejercicios gimnásticos ligeros (bailar, patinar, saltar o, simplemente, caminar) y de ejercicios gimnásticos pesados (bicicleta y abdominales). La tercera planta permanecía inutilizada, aunque ambas comprobaban que allí todo seguía en orden cada vez que ascendían hacia el tejado donde, a veces, se sentaban para dejar que su mirada se perdiera por la oscuridad cósmica o que saltara de esfera luminosa en esfera luminosa y recorriera el salvaje vacío en el que se sabían inmersas.
Había lavabos y bañeras repartidos estratégicamente por diversos rincones del edificio y, finalmente, éste quedaba rematado, cual pastel provisto de ligeros adornos de nata, por los graciosos y tan bien aprovechados balcones que daban al mar o, en la fachada opuesta de la casa, al poco cuidado jardín.
—Deberíamos regar los parterres con más frecuencia.
—Sí. Deberíamos hacerlo.
—¿Sabes que algunos animales huelen la muerte? La perciben de algún modo. No sé cómo, pero es cierto. Son capaces de hacerlo. —Sara no quería bañarse en el mar. Podía pasar horas sumergida en alguna de las diversas bañeras (anchas o estrechas; redondeadas o rectangulares) que aparecían diseminadas por los recovecos más inesperados de su casa, bajo un agua turbia y sin restos de jabón que le daba a su cuerpo un aspecto mórbido y blando; podía quedarse allí eternamente, con una extraña expresión amarga en el rostro y sin mostrar signo alguno de desear salir, con los ojos cerrados y los labios separados en lo que parecía la inacabable pronunciación de una asombrada y perfecta o. Pero no se bañaría en el mar jamás—. Los gatos. Sobre todo la perciben los gatos. ¿Lo sabías?
—Algo había oído —respondía Olivia—. Pero no me provoca ningún interés. ¿A ti sí?
A ella sí, naturalmente.
2
Olivia Fouquet se encargaba de observar los comportamientos ajenos a través de sus pequeñísimas gafas redondas de metal. Luego los analizaba someramente, sin permitirse entrar en grandes profundidades que pudieran hacerla zozobrar a ella —que debía mantenerse constantemente entera y constantemente en equilibrio—, y, por fin, procuraba poner en práctica un buen remedio, una solución eficaz que sacara a la superficie al pobre cuerpo medio ahogado del que estaba ocupándose. Debía sacarlo de la tormenta y debía lograr que comenzara a respirar de manera autónoma y, sobre todo, voluntaria. Olivia no sabía con certeza si Sara era consciente de lo mucho que la necesitaba. No iba a preguntarle jamás si estaba al tanto de lo que había ido a hacer allí, a su casa de tres pisos más sótano y jardín, porque hablar de ello supondría hacerlo real. Dolorosa e inútilmente real. Y la irrealidad siempre propiciaba un ancho y venturoso espacio por el que moverse con cierto optimismo para lograr un objetivo tan primordial y tan intangible, tan lleno de obstáculos y de dudas, tan silencioso y afable, como el suyo.
Las dos pasaban horas sentadas en alguno de los rincones más oscuros del salón de lectura, entregadas a una seria indolencia propia de dos damas muy ricas o de dos damas muy ausentes y muy apartadas del devenir de los acontecimientos sociales o políticos que estuvieran sucediendo más allá de los gruesos muros protectores de su aislado salón.
Podían hablar de Salinger y de Emily Dickinson.
—Me gusta que me cuenten historias —decía Sara.
—Cualquiera puede contar historias.
—Eso no es cierto.
O podían clasificar las tonalidades del verde que veían desde sus ventanas, hasta llegar a elaborar una fácil teoría sobre la evolución del color a lo largo de un día en relación con el proceso vital del ser humano: el verde de la mañana era un verde ingenuo y tranquilo. Un color anhelante, de un tono despejado y transparente. Tan transparente que tendía al ámbar… Pero la mañana concluía y el tiempo avanzaba hacia la tarde y, cuando eso sucedía, el verde empezaba a transformarse. El día se hacía maduro y el verde se hacía maduro de igual forma, adquiriendo entonces un tono más oscuro, más reflexivo. Más sombrío. Finalmente, la noche, como era de esperar, mostraba un verde mortecino. Un verde sabio pero también apagado. Un verde un tanto trágico.
Podían hablar de Scott, de las exploraciones al Polo, de la resistencia humana al frío extremo y al hambre a lo largo de todo un invierno polar, de los caminos trazados por los barcos hacia el sur, de la obsesión por la conquista, de lo atractivo que resultaba el fracaso de los demás. O podían hablar de temperaturas de treinta y cinco grados bajo cero, de las focas, de la corriente del noroeste, de los perros con sus lombrices intestinales, de la importancia de habituarse a ciertas rutinas en medio del desastre. Y, mientras, percibían los evidentes cambios en la intensidad de la luz del sol, y los consiguientes, y también evidentes, cambios en la consistencia del aire.
—La rutina siempre tranquiliza.
Hablarían de las estrellas brillando con un fulgor prodigioso en la oscuridad absoluta de la noche y de los hombres del Endurance jugando al fútbol sobre el hielo mientras el barco seguía atascado, sin remedio, formando parte ya del espectral paisaje blanco.
Fue a lo largo de una de esas sesiones de moroso sopor, cuando Olivia comprendió que Sara, en realidad, no había llegado a ver la caída o el suicidio o el accidente que más tarde le causaría la enfermedad de la que ella ahora debía rescatarla. Había estado allí, ante el abrupto acantilado, y había imaginado lo que iba a ocurrir. Luego, al día siguiente, había leído en los periódicos la noticia que iba a confirmar todos sus miedos, e inmediatamente después llegaron las opiniones, los comentarios, los pareceres. Los rumores ofensivos junto a los rumores algo más benévolos. Sara oyó, cada vez más alarmada, conjeturas y versiones que ella, con un desasosiego creciente, acogía como verídicas a pesar de ser consciente de que no poseían base alguna sobre la que sustentarse. Ella había estado allí. Cierto era que no había visto nada, pero había estado allí. Y empezó a considerar que aquellas conversaciones acerca del ahogado tenían como único f...