Hombres enfadados
o
sobre el insólito destino de los supervivientes de la expedición Drummond
A las treinta personas ansiosas por cumplir con la ordenanza del bautismo no les importaba que el río bajara crecido y cenagoso. Aguardaban con los ojos cerrados, las manos entrelazadas, el agua por la cintura, los pies separados para conservar el equilibrio. A lo sumo daban un respingo cuando un trozo de broza arrastrado por la corriente chocaba contra ellos y se alejaba, girando despacio, río abajo. En la orilla, hombres, mujeres y niños. En total, más de ciento cincuenta, y ni un arma entre todos. El pastor de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días interrumpió el rezo bautismal en mitad de una frase.
Sobre la loma, medio centenar de figuras a caballo. Permanecieron allí alineadas un momento y comenzaron a descender la ladera al paso. Algunos montaban a pelo, otros con silla, un par a mujeriegas ponis indios, renuentes caballos de tiro con la marca de la Wells Fargo y los flancos en carne viva, bajas y recias monturas del Ejército. Los animales, más reconocibles que sus jinetes. A estos los harapos, las greñas bullendo de piojos y la cara embadurnada con bermellón y carbón de leña los volvían indistinguibles. Eran tan inexpresivos y ceñidos a su fin como virus y bacterias. Mejor sería que imagináramos sacos gelatinosos en equilibrio sobre los caballos, cubiertos de fimbrias vibrátiles con las que leían el ambiente seco y caluroso, y de cilios, más largos, enroscados a riendas y empuñaduras de armas, de fuego y blancas, cortas y largas. Al asomar el sol sobre la cresta de la loma y refractarse a través de ellos, iluminaría cápsides, helicoidales o icosaédricas, suspendidas en su interior acuoso, emisoras de ansiosos destellos eléctricos.
A mitad de la ladera aguijaron a los caballos.
Los restos de la expedición Drummond se habían detenido a pasar la noche: el capitán Drummond del Ejército Británico, John Dunbar, Patrick Clement, cuatro de los seis excavadores originales y Morrison, el cocinero. Se dirigían al norte, al encuentro de la vía del ferrocarril. Esperaban detener un convoy y, mediante alguna de las cartas de presentación de Drummond, conseguir que los dejaran subir a bordo. Si no era así, seguirían el trazado hacia el oeste, hasta la estación de Ogden.
Dunbar los había guiado a un cañón donde pudieron encender fuego sin que los descubrieran. Él daba las órdenes. Desde la muerte de su hermano, Drummond estaba silencioso y distante. Cabalgaba encerrado en reflexiones privadas y, cada vez que hacían un alto, se enfrascaba en la lectura de los cuadernos del hermano.
Dunbar les dijo a los excavadores que se adentraran en el cañón en busca de agua. Seguían teniendo miedo. Había que mantenerlos ocupados. En cuanto disponían de un momento libre empezaban a cuchichear y a lamentarse. Dunbar les asignaba tareas y los obligaba a cumplir sus turnos en la guardia nocturna. Antes, cada noche había alguno que se proponía eludirla pagando a otro para que la hiciera en su lugar; a veces lo conseguía y a veces no, pero siempre al cabo de regateos interminables.
¿Cómo sabes que hay agua?
La pregunta provenía de la sorpresa y la curiosidad. John Dunbar les asustaba, no replicaban sus órdenes.
Dunbar señaló un álamo. Morrison estaba encendiendo la hoguera debajo, para que las ramas dispersaran el humo. A Morrison no hacía falta decirle nada. Ya había desplegado los enseres para la cena.
Hay agua. Antes manead a los caballos. Y traedles hierba. Es mejor reservar el heno.
¿Montamos las tiendas?, preguntó Clement.
Dunbar respondió que sí. Era un buen sitio para descansar. Podrían cazar algo. No les vendría mal reponer fuerzas; al menos durante un día. Lo dijo en voz lo bastante alta como para que Drummond lo oyera. El capitán no respondió. Repasaba las páginas escritas por su hermano y copiaba fragmentos en su propio cuaderno.
Después de cenar, Drummond los sorprendió sacando una botella de whisky de su alforja. La hizo circular. El resto de la expedición lo miró expectante. Los animó a beber. Después, se situó en el centro del grupo, sosteniendo uno de los cuadernos de su hermano. Grandes murciélagos de ojos dorados revoloteaban por el cañón.
Amigos, hemos vivido días duros, de los que, a nuestro pesar, conservaremos un triste e imborrable recuerdo, pero hoy tengo una buena noticia que compartir con vosotros. Siempre sospeché que mi hermano era un genio en su profesión, muy superior al resto de sus colegas. Superior incluso a mí. Y ahora he dado con la confirmación definitiva. Solo lamento que me haya sido revelada después de su trágica muerte. Pero, aun así, no es demasiado tarde.
Los demás guardaban silencio. Clement estaba sentado en el suelo, recostado contra su silla de montar. Dibujaba apoyado sobre un tablero. No parecía prestar atención.
Como algunos bien sabéis, continuó el capitán, mi hermano Randolph y yo fuimos compañeros de armas en la guerra contra la herejía del darwinismo. En consecuencia, compartimos también el entusiasmo por la gran teoría del catastrofismo y por hallar las pruebas que la demuestren más allá de toda duda y zanjen de una vez y para siempre la falacia evolucionista. Compartimos afanes y objetivos, aunque no siempre las ideas sobre cómo lograrlos. Disentimos en numerosas ocasiones. Discutimos. Pecamos de soberbia y nos encerramos en sendas fortalezas tenebrosas e inexpugnables, levantadas con bloques de enojo y una argamasa de obsesiones particulares. Es más, nos callamos hallazgos, dijo dando un manotazo al cuaderno. Hermano, descubro ahora que me ocultabas mucho más que yo a ti. Tan brillante eras como orgulloso y urdidor. Recoge mi hermano en estas páginas las palabras de un trampero al que tuvo la buena providencia de interrogar en Fort Laramie. Aquel hombre, sin duda experimentado y juicioso, buen discriminador de cuantas maravillas naturales sus ojos presenciaron, le habló de ciertos cañones de arenisca en la confluencia de los ríos Green y Yampa. En la pared de uno de tales cañones creyó ver, o, mejor dicho, vio durante un atardecer, facilitado por los rayos oblicuos y suavizados del sol, grandes huesos que asomaban entre la roca. Y no solo eso, añadió alzando el cuaderno en señal de advertencia, como si alguno tuviera intención de replicarle. También fue testigo el trampero de una amplia exhibición de petroglifos, entre los que claramente distinguió figuras de cabras, de hombres fornidos con cabeza cuadrada y coronada por cuernos y de lagartos, siendo el tamaño de estos, en proporción, mucho mayor que el de las cabras y los hombres. Según él, y tal como mi hermano dejó rigurosamente apuntado, los navajos aseguran que esos dibujos fueron grabados en la roca por gentes que habitaron esta tierra antes del Diluvio.
El capitán guardó silencio mientras sus palabras calaban en los demás. En pie a la espalda de Clement, Dunbar veía lo que este dibujaba. El cañón. Las paredes convergentes, los taludes de rocalla, los álamos y los arbustos de creosota. Todo ello entrevisto. El cañón tal como Clement lo presenciaba en ese momento, caída la noche. La luz era la de la hoguera, aunque en el dibujo no aparecía hoguera alguna. Tampoco figuraba ningún miembro de la expedición.
Os propongo, dijo el capitán Drummond, que, al cabo de un merecido descanso, abandonemos nuestro rumbo actual y partamos en dirección sureste, hacia el Territorio de Colorado. Allí reiniciaremos nuestras excavaciones en la confluencia del Green y el Yampa, donde encontraremos las evidencias que el mundo tanto necesita. Os aseguro que esta expedición volverá triunfante a Filadelfia. Seremos causa de orgullo para nuestras familias y de reverencia y envidia para nuestros colegas, además de haber honrado del mejor modo posible la memoria y la obra de mi difunto hermano. Sé que os pido un gran sacrificio. Por eso ofrezco una recompensa en consonancia. A ti, Morrison, un aumento de dos dólares diarios. A ti, Dunbar, un aumento de cinco dólares. Y a mis fieles excavadores, renombrados hombres de ciencia en un futuro que ya se encuentra al alcance de la mano, un s...