Flores de verano
Preludio a la aniquilación
Nevaba. Delicados copos de nieve en polvo caían desde la mañana. El viajero, que había pasado la noche en la ciudad, fue caminando hasta el río, cautivado por la nieve. El puente de Honkawa se hallaba muy cerca de donde se hospedaba. Hacía mucho tiempo que aquel nombre, Honkawa, no acudía a su mente. Parecía como si los recuerdos de sus años de estudiante de secundaria siguieran impregnando aquel lugar. La nieve en polvo hacía que su vista, ya de por sí fina, se aguzase. Se detuvo en mitad del puente y miró hacia la orilla, en la que avistó un cartel anticuado en el que se podía leer: «Honkawa Manjū». De repente tuvo la impresión de que volvía a sumergirse en el fascinante y apacible paisaje de antaño. Mas, de pronto, afloró en su interior un escalofrío que fue incapaz de controlar. En aquel momento de paz perfecta, bajo la nieve, una visión del más espeluznante apocalipsis cristalizó en su mente. Lo consignó todo por escrito en una carta y se la envió a un amigo que vivía en la zona. Después abandonó la ciudad y emprendió un viaje que lo llevó a tierras lejanas.
El destinatario de la carta se hallaba sumido en sus ensoñaciones. Miraba a través de la ventana de su cuarto, situada en un primer piso. Frente a él alcanzaba a vislumbrar las blancas paredes de un pequeño almacén hecho de adobe. De la parte superior, cerca de las tejas, se había desprendido un trozo de pintura, y la visión de aquel vulgar pedazo de barro rojo le sumió en una profunda melancolía. Pequeños detalles como aquel traían el pasado de vuelta a su memoria. Había estado fuera mucho tiempo y hacía poco que se había instalado de nuevo en la ciudad. Para alguien ausente durante tantos años, todo resultaba ajeno. ¿Qué habría ocurrido con las montañas y los ríos que alimentaban sus sueños de infancia? Día tras día, dejaba que sus pies lo condujeran a su antojo, y contemplaba las escenas de la vida cotidiana que su ciudad natal le ofrecía. Coronada por la nieve tardía de la primavera, la cordillera de Chūgoku y los ríos que fluían a sus pies ofrecían una estampa sutil, más aún teniendo en cuenta el ajetreo que reinaba en la ciudad, militarizada en esos tiempos de guerra. La gente con la que se topaba por la calle lo trataba con frialdad pero, incluso en medio de aquella crispación, todavía le era posible encontrar reductos de una vetusta languidez, recuerdos de un mundo que se desvanecía…
Sin darse cuenta, se encontró rememorando la estremecedora descripción contenida en la carta de su amigo: hablaba de un cataclismo infernal, inimaginable, que sobrevendría de improviso. ¿Llegaría a suceder de verdad? ¿Perecería él mismo junto con la ciudad entera? ¿O habría vuelto solamente para contemplar con sus propios ojos las horas finales del lugar que lo vio nacer? Ambas opciones parecían igualmente probables. ¿Lograría sobrevivir de algún modo la ciudad, quedar indemne? Estos eran los pensamientos, vacuos o egoístas, que le rondaban por la cabeza en aquel instante.
Con su elegante chaqueta de lana negra anudada a la cintura con un fajín y el mentón reluciente, recién afeitado, Seiji se plantó en la puerta de la habitación de Shōzō:
—¡Venga, mueve ese trasero!
La mirada amable de Seiji contradecía la dureza de sus palabras. Acuclillándose junto a la mesa, donde Shōzō estaba ensimismado tratando de escribir una carta, hojeó distraídamente las ilustraciones del ejemplar de las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura de Winckelmann. Shōzō dejó la pluma y miró en silencio a su hermano mayor. Cuando era joven, Seiji había sentido verdadera pasión por la historia del arte. ¿Podía ser que continuara atrayéndole? Pero Seiji cerró el libro de golpe. La brusquedad de aquel gesto fue para Shōzō una continuación del «mueve el trasero» anterior. Aunque ya había transcurrido más de un mes desde que regresara a casa de su hermano, aún no había encontrado trabajo y se dedicaba a acostarse tarde cada noche y a levantarse más tarde aún cada mañana.
Comparado con Shōzō, daba la impresión de que su hermano se pasaba los días encorsetado por una estricta disciplina, gobernado por la tensión. Incluso después de que se echara el cierre a la fábrica cada noche, las luces de su oficina continuaban encendidas a menudo hasta bien entrada la madrugada. En una ocasión, al pasar por la callejuela que lindaba con su ventana, Shōzō se había asomado a su despacho: Seiji escribía a solas, sentado frente a su mesa. La satisfacción y el deleite que sentía a la hora de manipular toda aquella burocracia —estampar su sello en las nóminas mensuales de los empleados, rematar los documentos que debía enviar a la oficina de movilización— se hacía evidente hasta en su letra: por las paredes de la oficina colgaban notas caligrafiadas con tal pulcritud que parecían escritas a máquina… Mientras Shōzō se recreaba observando todos aquellos signos, Seiji giró la silla hacia la estufa de carbón, todavía encendida y preguntó:
—¿Te hace un cigarro?
Sacó un arrugado paquete de tabaco de uno de los cajones de la mesa y encendió la radio que había en una de las baldas. La radio alertaba sobre la situación crítica en Iwo Jima. No pudieron evitar terminar hablando sobre los derroteros que iba tomando la guerra. Seiji se limitó a manifestar sus dudas; Shōzō musitó unas pocas palabras que hicieron patente su desesperación…
Cada vez que la alarma antiaérea suena en plena noche, Seiji se dirige a toda prisa a la oficina. Cinco minutos después, el timbre de alerta de la fábrica aúlla con estrépito. Entonces, con cara somnolienta, Shōzō abre las contraventanas y ve en el exterior a dos chicas jóvenes. Son las trabajadoras de guardia de la fábrica. Una de ellas lo saluda:
—Buenas noches.
Su diligencia le hace sentirse incómodo, y piensa con vergüenza que debería tener un aspecto más despejado. Se dirige a la oficina y busca a tientas en la oscuridad para sintonizar la radio, encendiendo el pequeño piloto del aparato. Para entonces, reaparece Seiji inquieto, con un boku-zukin en la cabeza:
—¿Hay alguien ahí? —pregunta Seiji en dirección a la luz, dejándose caer pesadamente sobre una silla. Pero inmediatamente se incorpora y se va a echar un vistazo a la fábrica. Ocurra lo que ocurra durante la noche, a la mañana siguiente, a primera hora, Seiji va al trabajo en bicicleta, despejado y presto. Y es él, precisamente, el que sube a la primera planta, donde Shōzō aún dormita, para reprenderlo:
—¿Todavía estás durmiendo, perezoso?
También ahora fue capaz Shōzō de leer el acostumbrado reproche en el aire atareado que irradiaba Seiji. Tras colocar de nuevo las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura en su sitio, preguntó de pronto:
—¿Dónde se ha metido Jun’ichi?
—Lo llamaron por teléfono esta mañana. Probablemente se haya ido a Takasu.
Con una sonrisilla bailándole en los ojos, Seiji se tumbó con un suspiro y dijo en un murmullo:
—¿Otra vez se ha ido? ¡Qué pesado!
Parecía esperar que Shōzō tuviera ganas de cotillear sobre los enredos del hermano mayor de ambos, Jun’ichi. Pero en realidad Shōzō aún no había acabado de enterarse siquiera de en qué consistían los problemas que recientemente había tenido con su mujer. Aunque, en cualquier caso, Jun’ichi no soltaba prenda más allá de lo estrictamente indispensable.
Desde el día en que Shōzō volvió a casa, se respiraba en la atmósfera que algo marchaba mal. No tenía nada que ver con las telas negras que tamizaban las luces, ni con las cortinas oscuras que colgaban por doquier para impedir que los aviones americanos divisaran el resplandor de las ventanas. Ni siquiera fue el modo descortés con que recibieron al hermano menor de la familia, cuya esposa había muerto no hacía mucho y que, en aquellos tiempos aciagos, no había tenido más remedio que regresar a casa con su familia. No. Había algo más que acechaba en la casa, algo siniestro. En ocasiones, la expresión de Jun’ichi se tornaba sombría, y en la cara de su cuñada, Takako, se adivinaba una angustia creciente, algo así como una rabia ciega. Incluso sus dos sobrinos, todavía en edad escolar y movilizados para trabajar en la fábrica de Mitsubishi, permanecían extrañamente callados, con expresión lúgubre.
Un día, Takako desapareció sin más de la casa. Fue entonces cuando comenzaron las salidas en solitario de Jun’ichi y cuando se dejó la organización de la casa en manos de Yasuko, la hermana menor de la familia, una mujer joven, en la treintena, viuda reciente, que vivía también en el barrio. Aunque se hubiera hecho ya tarde, Yasuko solía visitar a Shōzō en su habitación, y hablaba sin parar acerca de todo tipo de cuestiones. Así se enteró de que no era la primera vez que su cuñada desaparecía, y que Yasuko ya había tenido que hacerse cargo de la casa en otras dos ocasiones. Era ella la que se encargaba de describirle la atmósfera de la casa a su hermano, en relatos salpicados de conjeturas y distorsiones. Quizás precisamente por eso parte de las cosas que le decía se terminaban quedando firmemente ancladas en su mente, y no había forma de sacárselas…
En el cuarto de estar, cubierto de cortinas negras, junto al kotatsu recubierto con un lujoso y resplandeciente edredón rojo adamascado y bañado por la luz de la habitación, era donde más fácilmente se podía encontrar al descorazonado Jun’ichi. Su aspecto inspiraba a Shōzō un profundo desconsuelo. Pero, sin importar cuál fuera su ánimo, cada mañana Jun’ichi se ponía su ropa de trabajo y, diligente, se disponía a empaquetarlo todo para la evacuación que, indudablemente, había de llegar en algún momento. En su semblante no había sino arrogancia y desdén… De vez en cuando, recibía conferencias de otras ciudades y entonces se marchaba con aire de estar muy ocupado. En Takasu, al parecer, había encontrado a un mediador que quizás le ayudara a arreglar las cosas con su mujer, pero Shōzō no tenía muchas más noticias sobre el tema…
Yasuko atribuía los últimos cambios de humor de su cuñada a ciertas privaciones a las que se había visto sometida como consecuencia del desarrollo de la guerra. Una guerra que, al fin y al cabo, para Yasuko había supuesto muchos padecimientos, más aún si se comparaban con el bienestar que había representado para Takako. Así que hablaba de su cuñada con cierto temor, como si aquella última y desconcertante desaparición fuese el resultado de algún tipo de fenómeno psicológico derivado de la menopausia… En una ocasión, Seiji entró en la habitación mientras ella disertaba sobre Takako y se quedó escuchando en silencio. De pronto, la interrumpió:
—En resumen, según tú, Takako carece de espíritu de sacrificio y ni siquiera se le pasa por la cabeza arrimar el hombro y ponerse a tr...