Impedimenta
  1. 272 páginas
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Información del libro

Black Creek Valley, Virginia, 1856. Sapphira Colbert es una de las pocas propietarias que mantienen esclavos en sus tierras. Una práctica que su marido, Henry, considera cada vez más difícil de defender. Sapphira, matriarca implacable, confinada a una silla de ruedas, maneja con mano de hierro la propiedad con ayuda de su fiel criada negra, Till, y de la hija de esta, la joven y bella Nancy. Henry es dueño de un molino, pero no solo trabaja en él, sino que duerme allí cada vez que puede ya que su matrimonio constituye una mera formalidad. La vida de Sapphira es monótona. Tiene mucho tiempo para pensar, y cuando descubre que su marido desea que solo sea Nancy quien ordene su habitación en el molino, empezará a sospechar de ellos y su ira hará que se desate un enorme poder de resentimiento contra la niña esclava.Publicada en 1940, "Sapphira y la joven esclava" es la última novela que Willa Cather escribió antes de morir. Representa, pues, su testamento literario y un regreso a los escenarios de su infancia, en un retrato retrospectivo del viejo Sur que se desvanece, con el telón de fondo de la esclavitud y su progresiva abolición.

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Información

Año
2014
ISBN
9788415979678
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Sapphira y la joven esclava




adorno


Willa Cather




Traducción de Alicia Frieyro



impedimentaebook

A la mesa del desayuno, 1856.

1

Henry Colbert, el molinero, desayunaba siempre con su esposa; más allá de esto, sus apariciones en la mesa familiar eran irregulares. A la caída de la tarde, cuando llegaba la hora de la cena, solía demorarse en el molino. No obstante, siempre se disponía un servicio para él en la mesa, y él podía acudir o bien mandar a uno de los peones de molino para que le llevase una bandeja de la cocina. Al ama, sin embargo, se la servía puntualmente. Y ella jamás preguntaba por su marido ni por dónde paraba.
En esta mañana de marzo de 1856, a las ocho en punto, Colbert entró en el comedor. Venía del molino, donde ya llevaba dos horas trajinando, si no más. Le dio a su esposa los buenos días, expresó su deseo de que hubiese dormido bien y tomó asiento en el butacón de respaldo alto situado en el extremo opuesto de la mesa, frente a ella. Un anciano de color, con el pelo blanco y una chaqueta de algodón a rayas, le trajo el desayuno. El ama sirvió el café de una cafetera de plata que descansaba sobre cuatro patitas curvadas. La porcelana era de la mejor calidad (como todas las cosas que el ama poseía), sorprendentemente fina para tratarse de la mesa de un molinero rural de los bosques de Virginia. Ni el molinero ni su esposa eran nativos de la zona: procedían de un condado mucho más próspero, al este de Blue Ridge. Constituían una pareja peculiar para Back Creek, si bien hacía ya más de treinta años que vivían aquí.
El molinero era un hombre de porte robusto y poderoso, cuya estatura se correspondía con su peso. Lucía una abundante mata de pelo negro, todavía húmeda de haberse lavado la cara y la cabeza antes de subir a la casa; se había pasado los dedos por el pelo, que se le veía de punta y algo ahuecado. Tenía una cara rellena, cuadrada y ostensiblemente rubicunda; un curtido bronceado le otorgaba un tono marrón rojizo, como el de un oporto añejo. Iba completamente afeitado, algo nada habitual en un hombre de su edad y posición. Como excusa, aducía que la barba de un molinero se cubría de polvo de harina y que cuando el sudor le resbalaba por el rostro, la harina se mojaba y le dejaba la barba grumosa. Su semblante lo definía como un hombre de carácter recto, franco y decidido. Solo sus ojos resultaban inquietantes: oscuros y graves, rehundidos bajo un ceño cuadrado y poblado. Aquellos ojos, reflexivos, casi soñadores, parecían desentonar con el simple vigor de su cara. De haber nacido mujer, las largas pestañas le habrían granjeado más de una conquista.
Colbert dirigía su molino con tesón. Es más, podía decirse que se dejaba la vida en él. Se le conocía por ser justo en los tratos, y se había ganado la confianza de una comunidad en la que ingresó como un forastero. Pero igual que se había ganado la confianza, contaba con escasas simpatías entre sus vecinos. La gente de Back Creek y de Timber Ridge y de Hayfield no olvidaba jamás que Colbert no era uno de los suyos. Era callado y poco comunicativo (un rasgo que les desagradaba en extremo), y la ausencia de acento sureño en él equivalía casi a un acento extranjero. Su abuelo había emigrado desde Flandes. Henry había nacido en el condado de Loudoun y en su vecindario todos eran colonos ingleses. Así que hablaba la misma lengua que ellos. La hablaba con claridad y rotundidad, y en Back Creek esa no era una forma de hablar del todo amable.
Su esposa también hablaba distinto a la gente de Back Creek; pero todos se hacían cargo de que en tanto mujer y heredera estaba en su derecho a hacerlo. Su madre había llegado desde Inglaterra, y aquel era un hecho que ella se cuidaba de tener siempre presente. De qué modo acabaron viviendo estas dos personas en la Granja del Molino es una larga historia; demasiado larga para un cuento de mesa de desayuno.
El molinero bebió su primera taza de café en silencio. El anciano negro permanecía de pie detrás de la silla del ama.
—Puedes retirarte, Washington —dijo ella por fin. Mientras servía otra taza de café de la cafetera con sus tumefactas manos blancas, se dirigió a su marido—: El mayor Grimwood estuvo ayer aquí, iba de camino a Romney. Tendrías que haber subido a saludarle.
—No podía dejar el molino en ese momento. Tenía unos clientes que habían venido desde muy lejos con su grano —replicó él con seriedad.
—Si tuvieras un capataz como todo el mundo, dispondrías de tiempo suficiente para mostrarte cortés con las visitas importantes.
—¿Y descuidar mi negocio? Sí, Sapphira, sé todo lo que hay que saber sobre esos capataces. Así es como se hace en el condado de Loudoun. El jefe manda al capataz, el capataz manda a su negro de confianza y es el negro de confianza quien manda a los demás. No olvides que soy el primer molinero de la zona que consigue ganarse la vida con esto.
—Y bien humildemente que vives, sí, todo hay que decirlo —añadió su esposa con una risita indulgente—. Y hablando de negros, el mayor Grimwood me dice que su esposa anda necesitada de una chica mañosa. Él sabe que mis criados están bien enseñados, y le gustaría quedarse con uno.
—Pues lo primero que necesita saber es que tú enseñas a tus criados para tu uso personal. Nosotros no vendemos a nuestra gente. ¿Puedes llamar y pedir un poco más de beicon? Me muero de hambre esta mañana.
Ella hizo sonar una pequeña campanilla. Washington trajo el beicon y volvió a ocupar su lugar detrás de la enorme y aparatosa silla de su ama. Ella, sin dirigirle la palabra esta vez, estiró la mano en dirección a la puerta. El anciano se escabulló rápidamente con un ruidoso chancleteo.
—Por supuesto que no vendemos a nuestra gente —convino ella con voz melosa—. Desde luego que nunca pondríamos a ninguno en venta. Pero complacer a los amigos es otra cosa. Y tú mismo has dicho más de una vez que no quieres interponerte en el camino de nadie. Vivir en Winchester, en una mansión como la de los Grimwood… Bueno, cualquier negro se lanzaría para atrapar al vuelo una oportunidad como esa.
—No nos sobra ninguno, exceptuando alguno que otro que el mayor Grimwood no querría. Se lo diré.
—Pero está Nancy —prosiguió la señora Colbert con su voz melosa y considerada—. Podría prescindir de ella perfectamente para complacer a la señora Grimwood, y no creo que la chica pudiese encontrar un lugar mejor. Sería una excelente oportunidad para ella.
El rostro del molinero adquirió un tono encarnado que le llegó hasta las raíces de su espesa mata de pelo. Los ojos parecieron hundírsele todavía más bajo su poblado ceño, a la vez que miraba a su esposa de hito en hito. Su mirada parecía decir: «Veo lo que hay detrás de todo esto, lo veo hasta el fondo». Ella no buscó su mirada. Contemplaba absorta y pensativa la cafetera.
Su marido apartó el plato.
—¡Nancy menos que nadie! Su madre está aquí, también la vieja Jezebel. Su gente lleva con tu familia más de cuatro generaciones. No has enseñado a Nancy para que le aproveche a la señora Grimwood. Nancy se queda.
La gelidez, esa cualidad que tan eficaz le resultaba con los criados, inundó la voz de la señora Colbert cuando contestó a su esposo.
—No hace falta ponerse nervioso, Henry. Como bien dices, su madre y su abuela y su bisabuela han sido todas negras de los Dodderidge. Me parece, por tanto, que yo debería poder disponer del futuro de Nancy. Su madre estaría de acuerdo conmigo. Sabe que una criada digna de una señora jamás podrá aprender el oficio en estos parajes sin civilizar.
El ceño del molinero se ensombreció.
—No puedes venderla sin que yo estampe mi nombre en el contrato de venta. Y jamás lo haré. Se diría que no fuiste consciente, cuando llegamos aquí por primera vez, de lo mucho que se nos criticó por la tropa de negros que traías. Este no es un vecindario de esclavistas. Si vendieses a una buena chica como Nancy a Winchester, la gente de por aquí te lo echaría en cara, no lo dudes. Dirían cosas muy feas…
La boca de la señora Colbert se torció. Luego dedicó a su esposo una sonrisa tolerante, llena de malicia.
—Nos han criticado antes, Henry, y hemos sobrevivido. Ya lo hicieron, y de qué manera, cuando la negra Till dio a luz a una criatura de piel amarilla después de que dos de tus hermanos pasaran tanto tiempo en la zona. Unos se la adjudicaron a Jacob, otros a Guy. ¿No será que profesas algún tipo de sentimiento familiar hacia Nancy?
—Sapphira, sabes perfectamente que el responsable fue aquel artista de Baltimore.
—Quizá. Sea como fuere, conseguimos los retratos, y puede que hasta una bonita niña amarilla por el mismo precio. —La señora Colbert se rio discretamente, como si la idea la divirtiese e incluso la agradase bastante—. Till estaba en su derecho, obligada como estaba a vivir con el viejo Jeff. Jamás se lo eché en cara…
El molinero se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Un momento, Henry. —Él había empezado a darse la vuelta, pero ella le invitó a regresar con un gesto—. En serio, no pretenderás impedirme que me deshaga de uno de mis propios sirvientes, ¿verdad? Firmaste cuando Tom y Jake y Ginny y los demás regresaron.
—Sí, pero porque regresaban con los suyos, y al lugar donde nacieron. Jamás firmaré por Nancy.
Los ojos azul pálido de la señora Colbert siguieron a su marido cuando este salía por la puerta. Su pequeña boca se torció en un gesto burlón.
—Entonces, tendremos que buscar otra forma… —se dijo en voz baja.
Pasados unos instantes hizo sonar la campanilla para requerir la presencia de Washington. Cuando este se presentó, ella no dijo nada. Estaba perdida en sus pensamientos. Apoyó las manos en los brazos de la silla cuadrada de alto respaldo en la que estaba sentada, y el anciano se apresuró a abrir las dos hojas de la puerta. Luego apartó de la mesa la silla del ama, recogió el cojín sobre el que habían estado reposando sus pies, se lo encajó bajo el brazo y, con solemnidad, salió del comedor empujando la silla, que resultaba estar montada sobre unas ruedecillas, y la hizo rodar a lo largo del extenso pasillo hasta la alcoba de la señora Colbert.
El ama sufría hidropesía y no podía caminar. Todavía alcanzaba a recibir de pie a las visitas: los vestidos le llegaban hasta el suelo y ocultaban la deformidad de sus pies y de sus tobillos. Era cuatro años mayor que su esposo —y detestaba que así fuera—. Esta afección resultaba tanto o más cruel cuanto que ella había sido una mujer muy activa y había dirigido la granja con el mismo celo con el que su marido dirigía ahora su molino.

2

A la misma hora que Sapphira Dodderidge Colbert abandonaba la mesa del desayuno en su silla de ruedas, una mujer menuda y robusta, tocada con una capota y portando un pesado chal...

Índice

  1. Sapphira y la joven esclava
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