CAPÍTULO 1
Nadie abrió la puerta.
Proska volvió a llamar, esta vez con mayor fuerza y determinación, conteniendo el aliento. Esperó, inclinó la cabeza y miró la carta que llevaba en la mano. En la puerta había puesta una llave, así que debía de haber alguien en la casa. Pero nadie abrió.
Se apartó lentamente de la entrada y se aventuró a echar una ojeada a través de la ventana medio empañada. El sol le caía de plano sobre la nuca, pero no le importaba. De repente, las rodillas de Proska —las rodillas de un asistente fornido, de treinta y cinco años— empezaron a temblar. Despegó los labios con tanta violencia que un hilillo de saliva quedó atrapado entre ellos.
Frente a él, a unos dos metros por detrás del vidrio, distinguió a un hombre mayor sentado en una silla. El anciano se había descubierto por completo el brazo izquierdo —una rama reseca, amarillenta y ya medio marchita de su cuerpo— y estaba llenando una jeringa con una insoportable meticulosidad. Ausente, dejó caer al suelo la ampolla vacía, ya usada. Desde donde se encontraba, Proska creyó percibir el ruido del cristal al resquebrajarse, pero se equivocaba, pues la luna de la ventana no habría dejado pasar ese sonido casi imperceptible.
Con cuidado, el anciano dejó la jeringa sobre una mesita baja. Tomó entonces entre sus descarnados y temblorosos dedos un pellizquito de algodón de una torunda y le dio unas cuantas vueltas hasta formar una especie de tapón que colocó después en el gollete de una botella. Luego, sin prisa, alzó el recipiente y lo puso boca abajo. El líquido empapó la bolita de algodón, que parecía insaciable y que enseguida cambió de color.
Proska no dejó que se le pasara por alto ni un solo movimiento, ni un solo paso del procedimiento, por nimio que este fuera. Se habría cruzado con el anciano cuatro o cinco veces a lo largo de su vida, a lo sumo. Proska no sabía nada sobre él, salvo que era farmacéutico y que en el cartel que había colgado en su puerta ponía «Adomeit». Aparte de eso, nada en absoluto.
El anciano se frotó un punto del antebrazo con la bolita de algodón y permaneció a la espera unos instantes. Mientras tanto, miraba de soslayo la aguja de la jeringa por encima de la montura metálica de sus gafas, que reflejaba los rayos del sol lanzando inofensivos guiños.
«¿Qué irá a hacer? ¿Se pinchará en el brazo? ¿En una vena? ¿Qué pretenderá el viejo con eso?»
Las comisuras de los labios de Proska se contrajeron.
Adomeit apresó la jeringa entre dos dedos y se la acercó a los cristales de las gafas. Y entonces ejerció una presión fugaz sobre el émbolo que provocó que un chorrito delgado de un líquido marrón saliera despedido de la aguja. El instrumento era fiable, funcionaba a la perfección. A continuación, el anciano se lo clavó súbitamente en el brazo. Proska permanecía muy quieto frente a la ventana, casi paralizado. Era consciente de que no podía gritar ni levantar la mano ni salir corriendo. Mientras contemplaba cómo el anciano maniobraba con su cuerpo, creyó sentir en carne propia un dolor agudo, tan profundo como la raíz de un pelo, tan hondo como la cuenca de un ojo humano. Inflexible y sin interrupciones, el dedo índice del anciano siguió presionando el émbolo hasta que todo el contenido de la jeringa se hubo mezclado con el torrente sanguíneo.
Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se retiró la aguja del brazo. Solo en ese instante se sintió Proska capaz de moverse de nuevo. Regresó a la puerta a la carrera, golpeó la madera y esperó. Pero nadie le abrió. Con cautela, presionó hacia abajo el picaporte. Chirriante y reticente, la puerta se abrió, permitiéndole el paso.
—Buenos días —saludó Proska. Su voz sonó ronca.
El anciano no respondió. Saltaba a la vista que no había advertido la presencia del otro hombre en su habitación.
—Me gustaría preguntarle… —dijo Proska elevando la voz.
Pero dejó la frase inconclusa cuando descubrió que Adomeit estaba concentrado en la tarea de restregarse el punto del brazo del que acababa de retirar la aguja de la jeringuilla con el algodón. Entonces, el anciano se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Sumergió el amarillento brazo en la claridad del sol y murmuró:
—¡Ahí está! ¡Lámelo, rápido, sécalo!
Proska advirtió la presencia de una motita roja sobre una de sus venas: el mordisco de la aguja.
—¡Señor Adomeit!
El anciano continuó mirando por la ventana mientras se bajaba la manga de la camisa. Proska gritó:
—¡¡¡Le deseo que tenga usted un buen día!!!
Solo entonces el farmacéutico se dio la vuelta con suma lentitud, percatándose de que tenía visita, y contempló a Proska con unos ojuelos grises, afables y llenos de asombro.
—Buenos días… Usted debe de ser el señor Proska…
—Así es. Me gustaría saber si podría prestarme un sello.
Proska alzó el sobre que llevaba en la mano.
—¿Una carta para mí? —preguntó Adomeit—. ¿Quién me la habrá mandado?
—No, no es para usted… —dijo Proska—. En realidad, yo solo quería preguntarle…
—Tiene que hablar usted más alto —lo interrumpió el farmacéutico—. Me falla el oído.
Y se sentó en la silla, sin preocuparse por que su visitante siguiera de pie.
—¡Le estoy diciendo que si no tendría usted por casualidad un sello de sobra, señor Adomeit!
—Deme usted esa carta, aunque sigo sin tener ni idea de quién me habrá escrito…
—¡Le repito que la carta no es para usted! —gritó Proska—. ¡Yo solo quería saber si me podía usted prestar un sello! En principio, se lo devolvería mañana mismo.
—¿Quiere usted un sello?
—¡Sí! Mañana se lo devolveré.
—¡Tengo muchísimos! —dijo el viejo con amabilidad—. Le puedo dar hasta más de uno. A mi edad, uno ya no necesita sellos para nada. ¿A quién iba a escribirle yo? Bueno, me queda un amigo que vive en Braunschweig… Nos conocemos desde hace sesenta años. Antes éramos vecinos, igual que usted y yo ahora. Vecinos… De modo que todo lo que dos personas se pueden contar una a la otra, nosotros nos lo hemos contado ya. Dese cuenta de que han pasado sesenta años… ¿Cuántos sellos dice que necesita?
—¡Dos!
—¿Cuántos ha dicho? Debería hablar más alto, no oigo bien.
—¡Dos sellos! —gritó Proska—. Solo hasta mañana.
—Eso está hecho —murmuró Adomeit, a la vez que se levantaba de la silla. Y entonces abrió la cómoda, sacó de ella un cuaderno y se encaminó hacia su visitante, deprisa pero con pasitos muy cortos—. Mire, escoja usted mismo los que prefiera.
El asistente abrió el cuaderno, lo hojeó por encima y encontró una tira de diez unidades.
—¡Ahí están! —exclamó el anciano—. Coja todos los que le hagan falta.
El hombre despedía un desagradable olor a hospital. Proska sintió un ligero pinchazo en la sien izquierda y se dio cuenta de que necesitaba respirar algo de aire fresco.
—Tómelos, tómelos usted mismo —lo animó el farmacéutico, al notar que vacilaba.
—Estos sellos son antiguos, ya no valen.
—Puede coger más de dos si quiere —dijo el anciano sin quitarles ojo a los labios de su visitante.
—¡Le digo que estos sellos ya no tienen validez! —gritó Proska—. ¡Sus sellos están obsoletos! ¡Son tan viejos que ya no tienen valor alguno!
—Pero todavía pegan muy bien, ¿ve?
—Como comprenderá, eso no le importa a nadie. Los sellos no solo tienen que pegarse, sino que además han de ser válidos…
—No importa, puede usted llevarse los que quiera —dijo el anciano, servicial.
—No me serían de ninguna utilidad.
—¿Cuántos le doy?
—¡Por muchos que me lleve, no me servirían para nada! —gritó Proska.
Adomeit metió la tira de diez unidades ...