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ECLOSIÓN
Fue una de las veladas más exitosas de Susan. Tras las semanas de sol y calor de finales de junio y julio, el tiempo había refrescado, por lo que algunos invitados —en especial las mujeres— debieron de agradecer las velas de la mesa del comedor. La estancia, que había ordenado redecorar recientemente, parecía luminosa y alegre. El ambiente era placentero y amistoso, y todos contribuían de alguna manera a la conversación. La señora Shillibeer, la asistenta, cocinó el primer plato —sopa fría de aguacate con pedacitos de pimiento rojo— bajo la supervisión de Susan, y tuvo una gran acogida. Como la tuvo el salmón frío con pepinos, mayonesa casera y una salsa de aceitunas molidas que también elaboró ella. El festín fue regado con un excelente borgoña blanco, cuatro botellas entre los ocho comensales, amén de una copita de un vino dulce del Ródano con frambuesas y crema por cabeza. Cuando Susan los llevó al piso de arriba para tomar el café, todos se sentían en plena forma.
La sala de estar de la primera planta tenía el techo bajo y una distribución poco práctica, pero Susan se había esmerado en convertirla en un lugar agradable, adornándola con lámparas cuidadosamente elegidas, además de alfombras y vistosos cojines. Cada uno de los cuadros que colgaban de las paredes tenía, en cierto modo, un significado especial para ella, pues eran obra de artistas a los que conocía o regalos de amigos. En un mueble de madera hecho a medida descansaban los vinilos —música de orquesta, instrumental y de cámara en su mayoría—, junto a parte del equipo de alta fidelidad, un tanto anticuado. Sin embargo, como era de esperar, había libros por todas partes. No de ciencia o de historia, pero sí alguna que otra biografía, unos cuantos ensayos y, por supuesto, una gran cantidad de obras de teatro, poesía, novelas y relatos. Sus dos recopilaciones de artículos se encontraban en medio de los ensayos.
La mayoría eran ejemplares para reseñar que distintas editoriales enviaban a la sección de libros del Sunday Chronicle. Algunos los vendía por lotes cada cierto tiempo para conseguir un provechoso sobresueldo que, en cierto modo, compensaba sus emolumentos como asistente del redactor jefe de las páginas literarias. Aunque jamás conseguiría compensarlo del todo, habida cuenta de que desempeñaba buena parte del trabajo que correspondía a su jefe, además del suyo propio. El viejo Robbie Leishman Jamieson, por supuesto, estaba entre los asistentes a la velada que se celebraba aquella noche; es más, Susan la había organizado pensando en él. Entre los invitados se contaban también un novelista estadounidense, un escritor novel de ciencia ficción o algún otro género por el estilo y sus respectivas esposas. Robbie, arrellanado en el sofá gris pálido de terciopelo con un vaso tallado de whisky de malta en la mano, era el centro de atención. Susan no dejaba de animarle para que les contase las mejores anécdotas de Evelyn Waugh, en particular la referida a Noël Coward y el nuncio papal (tuvieron que explicársela a la mujer del novelista estadounidense).
De Susan se decía que, a estas alturas de la vida y tras haber conseguido superar un duro bache en el pasado, las cosas no le iban demasiado mal. Todavía era joven cuando se casó con un tipo del que nadie parecía saber gran cosa, un pintor o ilustrador de libros fracasado con el que había contraído matrimonio, según ella misma relataba, para fastidiar a sus familiares, y del que se divorció en cuanto descubrió que a estos no les faltaba razón. Después de aquel desatino, convivió durante seis años con un dramaturgo de izquierdas algo más reconocido, pero no llegaron a casarse, puesto que él ya tenía esposa y, pese a ser progresista, era católico y no se encontraba entre los partidarios del divorcio. La relación duró hasta finales del 78, cuando su mujer enfermó y él volvió con ella. El 12 de febrero de 1980 Susan se casó con su segundo, y actual, marido, y ese mismo año nos mudamos a una casona victoriana de ladrillo, cerca del estanque de Hampstead, que fue en tiempos propiedad de un anticuario y poeta menor de la época.
Susan cumplió treinta y ocho años dos semanas antes de la fiesta en honor a Robbie Jamieson. A simple vista, no parecía más que una mujer alta que caminaba algo escorada, con las manos a la altura de los codos y el ceño fruncido. Pestañeaba más de la cuenta y solía morderse el labio superior y envolverlo con el inferior, como en un gesto de duda. Cuando se ponía alguna de sus rebecas grises o uno de sus tristones vestidos oscuros de verano, podría haber pasado por una bibliotecaria o incluso por una secretaria municipal, pero solo durante un segundo, hasta que alguien reparaba en ella. En las distancias cortas, como durante una conversación, uno se daba cuenta de que en realidad era más joven de lo que parecía, de que tenía buen tipo y unos rasgos bastante atractivos: los ojos grandes de color castaño claro, la boca perfilada de una forma muy peculiar y el pelo oscuro y brillante, quizá un poco encanecido, aunque no tanto como para ocultar la intensidad del negro original. Era una mujer inteligente, nerviosa y divertida, hasta se diría que entregada o leal cuando dedicaba a alguien toda su atención. Se podía afirmar que en cierto modo conservaba su inocencia y, también, su belleza. Es verdad que carecía de esa expresión retraída que suele observarse en las mujeres hermosas, pero alguna palabra debía utilizar para definir el conjunto de sus atributos —tan especiales que ni siquiera se veían versiones peores—, y la más corriente, «bella», se me antojaba la más acertada. En cualquier caso, siempre que me pongo a reflexionar sobre el asunto, llego a la misma conclusión, y aquella noche, mientras la ayudaba a llevar las tazas de café y los vasos a la cocina después de que los invitados se hubieran marchado, le dije que estaba muy guapa.
—¡Qué bien! —dijo, besándome—. ¿De verdad te lo parece? ¿Incluso con estas pintas?
—No sé a qué te refieres —repuse.
—¿Cómo que no? ¿Acaso no te has dado cuenta de que llevo algo que se asemeja peligrosamente a un camisón pasado de moda y de que ni siquiera me he pasado un peine por el cabello?
—No he hecho ningún comentario al respecto. ¿O sí lo he hecho?
—¡No hacía falta, hombretón! Cuando la anfitriona, o sea, yo, ha aparecido en la fiesta, irradiabas desaprobación. Cortés, pero desaprobación al fin y al cabo. Te habrá durado unos tres segundos más o menos.
—Pues yo no creo que haya irradiado nada en absoluto. Eres tú la que te has imaginado que me sentía así, que no es lo mismo.
—Bueno, pero tengo razón, ¿o no? Así que lo mismo da que me lo haya imaginado o que en realidad fuera cierto que desapruebas mi atuendo… Y no es que me queje, te lo prometo.
—No creo que sea egoísta ni motivo de chanza ni que me convierta en un judío o en un gánster que me guste ver a mi mujer arreglada y derrochando estilo —repliqué—. Y eso incluiría un vestido bastante más caro que el que llevas. Y mucho más aparente. Además de unos pendientes o algo…
—Claro que no es motivo de chanza, querido… En realidad, me parece adorable por tu parte, pero ya sabes que soy un caso perdido. Me acabaría derramando la sopa encima de unos trapitos tan caros. De hecho, ya me he manchado, mira… —Acercó un extremo de la falda a la luz—. Más bien parece mayonesa. ¡Mierda!
Me las ingenié para cambiar de tema. A pesar de lo que acababa de decir, Susan siempre llevaba el pelo bien cortado y arreglado, aunque su despreocupación por la apariencia no podía ser más firme en todo lo demás. Esta actitud guardaba una estrecha relación con sus ideas sobre el arte y su condición de escritora, el núcleo de su existencia, en el que nunca quiso que me entrometiera. A mí me parecía una pena no sacarle el máximo partido a un cutis tan extraordinario y con tan buen color como el suyo, pero siempre he sido un gran defensor de dejar a la g...