Las muchachas de
Sanfrediano
Vasco Pratolini
Traducción del italiano a cargo de
Amelia Pérez de Villar
El barrio de los cazurros modelo
El barrio de Sanfrediano está «al otro lado del Arno». Es ese enorme montón de casas que se alzan entre la orilla izquierda del río, la iglesia del Carmine y las laderas de Bellosguardo. Desde lo alto, como si fueran contrafuertes, lo circundan el Palazzo Pitti y los bastiones mediceos. El Arno discurre en ese tramo más tranquilo en su lecho, y es allí donde encuentra su curvatura más dulce, más amplia y maravillosa, mientras lame el parque de Le Cascine. Cuánta perfección se intuye en Sanfrediano, en una civilización convertida en naturaleza, la inmovilidad terrible y fascinante de la sonrisa de Dios la rodea y enaltece. Pero no es oro todo lo que reluce. Sanfrediano es el barrio más malsano de la ciudad, pues en el corazón de sus calles, populosas como hormigueros, se encuentran el Depósito Central de Basuras, el Hospicio, los cuarteles. Una gran parte de sus almacenes alberga a los chatarreros y a los que cuecen los entresijos de las reses para comerciar con ellos y con el caldo de la cocción. Y ¡mira que está bueno!: los sanfredianinos lo desprecian, pero se alimentan de él, y lo compran por garrafas.
Las casas son antiguas por sus piedras, pero lo son más por su desolación; forman, unas al resguardo de las otras, una manzana inmensa que de pronto se interrumpe con la abertura de una calle, con el aliento imprevisto e increíble de la orilla del río y de las plazas, abiertas y aireadas como plazas de armas, amplios remansos de armonía. Las anima el clamor alegre y pendenciero de su gente: del halconero al chatarrero y a los operarios que trabajan en los talleres de la zona, los oficinistas, los artesanos marmolistas, los plateros o los guarnicioneros, cuyas mujeres desempeñan también, casi todas, su propio oficio. Sanfrediano es la pequeña república de las trabajadoras a domicilio: silleras, pantaloneras, planchadoras y cesteras que con su esfuerzo, que han robado al cuidado de la casa, consiguen eso que ellas llaman «lo mínimo superfluo que necesita una familia», casi siempre numerosa, a la que el trabajo del padre —cuando lo hay— aporta solo el pan y el companaje.
Esta gente de Sanfrediano, que constituye la parte más tosca y vivaracha de los florentinos, es la única que conserva intacto el espíritu de un pueblo que hasta de la propia chabacanería ha sabido sacar hermosura, y de su ingenio una impertinencia sin límite, la verdad sea dicha. Los sanfredianinos son sentimentales y despiadados al mismo tiempo: su idea de la justicia la representan los trofeos del enemigo colgados en un farol, y su imagen del Paraíso, puesta en un proverbio, es poética y vulgar, un lugar de utopía donde hay abundancia de mijo y escasez de pájaros. Creen en Dios, como ellos dicen, porque creen «en los ojos y en las manos que este les ha dado» y, lógicamente, la realidad les termina pareciendo el mejor de los sueños posibles. Su esperanza está puesta en lo que día a día pueden conquistar, y que no les basta. Son tercos e inquietos, precisamente porque el fondo de su alma está pavimentado de incredulidad. Su participación en los acontecimientos de la historia ha sido iluminada y constante, a veces incluso profética, si bien carente de compostura. Lo único que han hecho ha sido revestir de ideales más modernos sus mitos y banderas, pero su intransigencia, su animosidad y su despreocupación han permanecido invariables. Y si entre la Piazza della Signoria y las tumbas de la Santa Croce se agolpan, inagotables, las sombras de los Grandes para encender con fuego sagrado los gélidos espíritus de la modernidad, el pueblo que fue contemporáneo de aquellos Padres deambula en carne y hueso por las callejas de Sanfrediano, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los pocos de los suyos que merecen una gloria humilde y maligna existen todavía: Buffalmacco y el Burchiello, están vivos entre los habitantes de Sanfrediano. Y también las mismas mujeres y muchachas que pueblan las novelas y las crónicas antiguas; bellas, amables, audaces, descaradas… aquellas en cuyo rostro, en cuyas palabras y en cuyos gestos la castidad misma toma el significado de un misterioso e irresistible embeleco, y la promiscuidad su sentido explícito, lejos de un candor del que está exenta: aquí uno da un paso y se las encuentra. Y entre las chicas hay una, una que se dedica a enrejar sillas, que por su juventud, belleza y tosquedad hace de abanderada. Ella fue la que devanó y después soltó la madeja que ligaba a Bob y a sus amigas. Y esta es una aventura de nuestro tiempo, y merece ser contada.
Tosca Toschina
Se llama Tosca. Tiene dieciocho años y en sus manos las tiras de paja desde que nació: se entretenía con ellas en el cesto que le servía de cuna y que su madre colocaba a su lado, si hacía buen día, mientras empajaba sillas en la acera. Para amamantarla se guiaba por la campana de Cestello, que suena a las horas en punto con precisión de reloj. Ahora ella es más ágil que su madre y termina más piezas a lo largo de la jornada; y aunque la madre está siempre a su lado, le pesan ya en los brazos los cincuenta años. Pero más que el cansancio le pesa el luto, vivo todavía, por el hijo muerto en África diez años hace ya. Es un dolor que Tosca apenas ha notado: estaba en segundo de primaria cuando se marchó su hermano, y en estos años le han sucedido tantas cosas… Todo lo que acontece en la adolescencia al descubrirse, por primera vez, muchacha de Sanfrediano.
Tosca creció en los años de la guerra. Vio vencer a la facción que, en susurros, todo el mundo decía que triunfaría. No le fue impuesta ninguna renuncia particular, al menos ninguna más de aquellas a las que estaba acostumbrada: su padre nunca dejó de ir al taller y tampoco faltaron sillas que empajar. Como su cuerpo, que había florecido con belleza y salud, tampoco su alma había sufrido fracturas dignas de mención. Cuando recibió los primeros golpes su instinto supo mantenerla a salvo. Con ella, la vida deberá emplearse a fondo para humillarla, y aun así, tal vez no lo logre nunca: nadie lo hará. Y Bob, que se las daba de castigador con ella, se acordará de su carita durante mucho tiempo, y no precisamente de aquella de rosa y nata que se le apareció en el verano del 44.
Tenía ella dieciséis años cuando la guerra llegó a Sanfrediano y estallaron los fusilazos al pie de su casa. Fueron los días de los bombardeos, y después, vinieron los de la insurrección. Tosca llevaba el agua a los partisanos de un lado a otro por aquellas calles que parecían haber mudado el rostro, igual que la gente: aquel era el mandato que se le había dado, y constituía un entretenimiento. No llevaba nada debajo de la blusa y los partisanos bajaban la vista cuando ella se agachaba a dejar los recipientes antes de que, apenas un segundo después, se llevara la mano al escote instintivamente.
—¿Tosca es tu verdadero nombre? —le preguntaban.
—Pues claro, ¿por qué? ¿Te enteras ahora de que existo?
La verdad era que los jóvenes que debían haberse enterado de su existencia se habían ido todos a las montañas: «Hace un año apenas no eras más que una niña y en el tiempo que ha pasado has florecido», le decían. Se había convertido «en otra cosa», en una mujer; silbaban, buscaban un adjetivo, y a pesar de la audacia y la falta de prejuicios que les otorgaban las circunstancias, ella los intimidaba. No lograban olvidar del todo cómo era cuando se habían marchado y los cumplidos que le dedicaban eran infantiles, como la imagen que conservaban de ella.
—Te has vuelto… mundial —le decían.
Y su respuesta, siempre pronta, les desarmaba.
—¿Como la guerra?
—Lo decía por entrarte —respondían ellos.
—Pues yo me salgo —espetaba Tosca—. Anda, refréscate el gañote.
Dos días después de que bajaran de las montañas, Sanfrediano estaba en plena insurrección. Había llegado una avanzadilla de los ejércitos aliados. Habían volado los puentes y esta parte del Arno sufría el asedio, con los fascistas disparando desde los tejados; los partisanos pusieron a tres negros contra el muro de Piazza del Carmine. Tosca estaba allí delante, mirando entre la gente que se pegaba a las casas callada o que marchaba por las calles adyacentes. Las ventanas estaban cerradas y un fraile iba y venía desde el grupillo de condenados al de cadáveres: eran seis, entre los vivos y los muertos, y el fraile los confortaba y los bendecía. Reinaba un silencio histórico, como el de Cristo cuando se detuvo a escuchar. Las voces ásperas de los mandos sonaban con la nitidez y la resonancia de la fusilería y con el fragmentarse de la luz, un sofocante mediodía de agosto. El muro, que lucía maravilloso mientras el verde de los árboles caía desde el interior del convento, hacía de trasfondo y el cielo, tan azul que cegaba, le daba perspectiva, lo elevaba.
El pelotón de pañuelos rojos se alineó, abrió fuego, y tres de los que estaban de espaldas al muro gritaron: «¡Viva!». No se supo viva qué: no tuvieron tiempo de acabarlo.
—Han caído como marionetas —dijo Tosca.
Una mujer junto a ellos, quizás la esposa de alguno, se ...