Felix estaba desherbando el jardín. Había estado haciendo lo mismo desde la hora del desayuno hasta las cinco de la tarde durante seis semanas. Al principio, Laura había pensado que, en tamaña perseverancia (aunque era una virtud), había algo que rozaba la anormalidad, pero ya lo había aceptado.
—Voy a hacer la compra, Felix. ¿Te traigo algo? —Se inclinó sobre la barandilla de la terraza delantera. Hubo una pausa. Esperó. Al cabo de un rato, él alzó la cara inexpresivamente hasta que sus ojos quedaron a la altura de los zapatos de ella, los miró con desdén y volvió a encorvarse como un esclavo.
Laura se fue.
Al igual que Jack Roberts había desaparecido y, de acuerdo con los rumores, prosperado muchísimo, también Peter Trotter había desaparecido y prosperado. Ahora, sin ocupación ni ingresos, Felix estaba demasiado malhumorado como para ir más lejos que al jardín de su casa. Pese a que era algo por lo que ya había pasado varias veces, le asombraba y hería que, habiendo vendido su negocio y complacido a Peter, él no tuviera aún otro negocio ni le viera con la misma frecuencia que antes. Había optado por actuar con coraje, sin contar con las consecuencias claramente desagradables para él.
Tenía una habilidad prodigiosa para recordar hechos sin ninguna relación entre sí. Era capaz de sumar largas columnas de cantidades —en libras, chelines y peniques— tan rápido como una calculadora. Poseía la perseverancia de una máquina a la hora de desenraizar hierbajos, o de rastrear una discrepancia en la contabilidad de la compañía, o de empaquetar cajas de cartón. Su poder de concentración superaba lo que los psicólogos laborales calificarían como excepcional. De haber disfrutado de formación específica, habría destacado en un abanico de carreras de naturaleza científica, y los enigmas y las trampas que podría haber resuelto habrían atraído la maravillada atención de todos. No obstante, lo que le resultaba evidente, ahora que se veía rebajado a desherbar su extenso jardín, un día tras otro, era que alguien había tramado para que se quedara en la estacada. Mientras él no estaba mirando. Mientras dormía. La gente… De entre todas las cosas, la gente era lo más extraño y lo más peligroso. Con ánimo vengativo, desherbaba.
Laura se apresuró a regresar tras terminar las compras, bolsas de malla colgadas de cada dedo, y arremetió contra las tareas de la casa, suspirando a menudo, como hacía siempre que estaba a solas. Mirando a escondidas desde detrás de las cortinas veía la silueta encorvada de su marido. ¡Pobre Felix!
Su desgracia era contagiosa. ¡No era que él se quejara! De hecho, estaba muy callado. Apenas miraba a nadie. Nunca nunca sonreía. Se diría que no se percataba de la presencia de los demás. Se limitaba a entrar lentamente en la casa con un aire sombrío, lastimero y amargado que a Laura le inspiraba, cuando él pasaba a su lado, temor y sentimiento de culpa. Clare lo vigilaba afligida.
—¿Dónde está el Herald?
(¡Oh! ¡Estaba hablando!)
Felix se puso a estudiar la columna de «Negocios en venta» durante el desayuno, y así comenzó un largo romance. Los dedos pringosos de mantequilla manchaban el borde de las páginas.
—Ven un momento. Quiero dictarte unas cartas.
(Era algo que decía a veces.)
Después de la cena y de los fines de semana, llevaba a su familia en coche a inspeccionar toda una variedad de negocios singulares de los que sus propietarios anhelaban deshacerse (con el mayor de los pesares), en general de un modo diametralmente opuesto a como Felix se había deshecho del suyo, dejando todos los beneficios a la otra parte. Cuanto más frágil, complejo y excéntrico fuera el invento del que dependiera la fortuna del comprador, más fascinado se sentía Felix.
—Me intriga —le dijo a un vendedor incrédulo—. Es un artilugio fascinante. Me tiene cautivado. ¿Por qué no lo vende como galletas recién hechas? —(El inventor no acertó a explicárselo.)—. Dada la demanda potencial, yo calculo que…
Laura contemplaba los precarios artefactos elaborados con corcho, hojalata y alambre —juguetes, sonajeros de viento, secadores para guantes— presa de la congoja. Se descubrió varias canas entre las hondas del cabello.
—¿Ya? —dijo Clare, mirándolas sorprendida, recordando la época en que Laura había tenido su misma edad, no hacía tanto tiempo.
«Después de los veinticinco», rezaban los anuncios, «nutre tu piel cada noche o los signos de la edad arruinarán tu belleza.» ¡Veinticinco! Eso siempre la había hecho reír. Dirían cualquier cosa con tal de vender. Veinticinco era una edad muy joven. ¡Signos de la edad! Pero mira: Laura ya tenía canas.
En el cuarto de baño, se sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y se enjugó los ojos. Las navidades siempre le afectaban. Mientras desenvolvía un regalo de Laura, había tenido que simular un ataque de tos y salir de la habitación, haciendo aspavientos con un brazo para impedir que nadie lo siguiera.
—¿Para qué está el dinero? —había dicho, y llenó fundas de almohada con ropa interior, trajes de baño, bombones y libros.
A cambio había recibido una camisa, una cartera, una pluma, una pipa, unas nueces y una brújula que quería desde hacía años. Para ahorrar dinero, Laura había escatimado en el presupuesto doméstico durante meses. Clare había hecho algunos encargos de mecanografía para los clientes de la señora Robertson después de las clases, y habían retirado todo el saldo de las cuentas bancarias que mantenían en secreto. ¡Pero había merecido la pena!
Dar y recibir, gastar dinero y obtener bienes adquiridos con dinero de verdad era algo simbólico e importante, doloroso y más gratificante de lo normal para Felix. Cuando daba, expiaba defectos y adquiría nuevas virtudes; al recibir, se sabía admirado, querido y respetado.
—Después de desayunar bajaremos a la playa, y luego volveremos a casa para disfrutar de la comida de Navidad. ¿Qué os parece el programa? —Les dijo alegremente mientras marchaba con brío hacia su habitación.
Como si la sonrisa de Felix hubiera abierto las puertas de Utopía, Laura lo miró desde la cama, donde ella volvía a sentirse rodeada de un afecto invisible, envuelta en papel de regalo rojo y azul. ¡Aquí estaba por fin el Felix de verdad! No el que hacía regalos (no se refería a eso), sino el hombre bondadoso que se conmovía ante una escena tradicional, el que las miraba, a ella y a Clare, suplicante, necesitado de la buena voluntad que ellas estaban encantadas de dedicarle. Sacos, sacos de buena voluntad podría recibir él. A los ojos de ambas, y también para sus esperanzas y su espíritu, fue evidente que, a partir de ese día, Felix siempre sería así. Gracias a Dios, era como cualquier otro, deseoso, nada más, de que las cosas fueran bien. Laura comprendió que Felix creía por fin que ella no albergaba planes ocultos, que no escondía ahorros ni era orgullosa, que solo quería lo mismo que él: que todo le fuera bien. Alisó nerviosa el borde de un pliego de papel de regalo azul con estampado de estrellas.
Al otro lado de las alambradas tendidas para frenar el avance de los invasores japoneses, la arena relucía y crujía bajo sus pies. Las olas rompían con ímpetu y estruendos, la playa estaba concurrida. Clare entró sola en el agua, dejando a los otros tendidos bajo la sombrilla a rayas. Laura había dejado las piernas expuestas al sol; Felix, la espalda. El oleaje la elevaba y la bajaba suavemente. Sus brazos y sus piernas se mecían como algas. El agua era de un verde cristalino. Cuando se tendió boca abajo, el agua la sujetaba y ella ronroneaba de gusto. ¡Qué día tan luminoso! Arriba, arriba y abajo despacio, se mecía el océano. Yació en él, moviendo apenas piernas y dedos, soñando, como si estuviera sobre el más fiable de los colchones.
* * *
—El otro día compré la fábrica de flores artificiales de Reg Carroll —se le ocurrió a Felix decir el día después de Navidad.
Laura se llevó una mano a la fr...