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La rata almizclera, Ondatra zibethicus, es una especie de rata que vive en zonas pantanosas. Es más pequeña que un castor y más grande que una rata corriente: incluida la cola, alcanza una longitud de setenta centímetros y un peso de hasta dos kilogramos. Se llama así por el olor con el que marca su territorio. Se reproduce con una rapidez inusual; las hembras tienen a veces hasta cuatro camadas al año, de seis a ocho crías cada una. Los indios norteamericanos respetan a la rata almizclera: en sus mitos sobre la creación del mundo, la rata almizclera trae el barro del fondo del mar primordial. De este barro nació la Tierra.
La rata almizclera apareció en Europa a principios del siglo pasado, cuando se instaló en Chequia el primer criadero. A saber, en los años veinte los abrigos de piel de rata almizclera fueron el último grito de la moda. La rata, sin embargo, se zafó del control, alcanzó la libertad y colonizó Europa, en particular las zonas húmedas. Por su terreno pantanoso, los Países Bajos eran su elección más natural. Para los holandeses, la muskusrat es un peligro constante, porque se instala en los pólderes y amenaza el complejo sistema de protección contra las inundaciones. En Holanda, la profesión de exterminador de ratas está muy bien pagada y considerada. Los belgas se las han ingeniado para preparar un plato muy sabroso con rata almizclera, que se puede encontrar en restaurantes (ciertamente, no en muchos): después de marinarla en sal y cebolla, la cuecen en cerveza. Mientras que en Nueva Zelanda la rata almizclera es una especie terminantemente prohibida, en Canadá los sombreros de piel de rata almizclera completan tradicionalmente el uniforme de invierno de la Real Policía Montada.
Estos detalles sobre la rata almizclera son en realidad una introducción innecesariamente larga para exponer una anécdota muy breve que me había contado una amiga holandesa, de profesión escritora. Trabajaba en una novela cuando le hizo falta la descripción precisa de una rata almizclera. Para ello, mi amiga consiguió el cadáver reciente de una rata almizclera, la despellejó y, recordando las disecciones en las clases de Biología en el colegio, la abrió en canal con un escalpelo. A continuación, estudió con esmero su interior, la asó en el horno y se la comió. Separó los huesos y huesecitos, depositó los restos en una caja de latón y los enterró en su jardín.
Mi amiga es una cincuentona serena y sobria, satisfecha con su vida. Cada vez que nos vemos para tomar café, yo recuerdo esa historia y siento respeto por ella. Porque delante de mí está sentada una mujer que se ha enfrentado a su rata, que ha diseccionado su problema, se lo ha comido y lo ha digerido, y ha enterrado los restos incomestibles. Y siempre me pregunto: ¿cuándo me enfrentaré yo a la mía?
A juzgar por las apariencias, el motivo de mi dilación no estriba tanto en la cobardía como en la sensación de la futilidad de mi tarea, y luego también en la sensación de la «ilegalidad» de la voz literaria y de la forma literaria. La voz femenina, naturalmente, no es ilegal, pero las mujeres, al parecer, todavía no han conquistado ni adoptado todas las formas de escritura literaria. Esta adopción ni siquiera ha podido efectuarse por culpa de la «dislexia» específica que muestran en la lectura de textos literarios tanto los lectores como las lectoras, cada uno por sus propios motivos. En resumen, la mayoría de las «niñas» todavía escribe novelas de amor y las memorias del subsuelo todavía están reservadas para los «niños»; la confesión rebelde es narrativa literaria masculina, porque también el rebelde es siempre un varón, él es nuestro héroe trágico. A causa de la «dislexia» ya mencionada, la historia de una heroína trágica se lee como la historia de una «loca». Con «locas» semejantes nos encontramos en la calle, mujeres que parecen reñir con interlocutores invisibles. Los encuentros con ellas causan más incomodidad que compasión, los transeúntes por lo general se apartan de su camino, bajan la vista, a pesar de que las «locas» no miran a nadie. Y es que han aprendido a no contar con otras personas. Ellas riñen solas sus batallas.
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Las cosas, supongo, bulleron durante mucho tiempo en mi cabeza, y por eso no puedo decir cuándo en concreto este pensamiento empezó a pulular por mi cerebro, ni cuánto necesitó aquel impulso, al principio tibio, para cuajar en una decisión firme. Quizá mi frenética orientación hacia delante —daba igual dónde se hallara este delante— me había dejado exhausta, por lo que simplemente, sin apenas resistencia, fui resbalando hacia atrás sin ninguna voluntad de levantarme y ponerme de nuevo en marcha. Tal vez las ciudades por las que había transitado durante años, en vez de avivar la aceleración de la que era presa hasta hace poco, habían ralentizado mi paso y empezado a suscitar dentro de mí una ansiedad imprecisa, completamente injustificada. Quizá el carácter «espejeante» de los espacios urbanos me había arrancado a golpes el aire de los pulmones, y es que yo me miraba en las ciudades como si fueran espejos; leía en ellas mi estado de ánimo como si fueran contadores de luz; cotejaba en ellas mi mapa interior con el mapa de la ciudad; midiendo el pulso de la ciudad, medía mi propio pulso; comparaba los planos de las líneas de metro con mi propia circulación sanguínea. Otros tenían psicoterapeutas, yo tenía las ciudades.
¿Quizá había sido mi breve estancia en Calcuta de pocos meses atrás la que había suscitado el efecto resbaladizo? Los kilómetros y kilómetros de pilares de hormigón de los que asomaban barras de hierro —que se veían en el trayecto del aeropuerto al hotel entre la bruma solar matutina— despertaron en mí la sensación de una ansiedad apocalíptica. No estaba claro si era una obra empezada o temporalmente abandonada, o tal vez un trabajo que nunca se terminaría porque no estaba pensado para ser concluido, o si se trataba de una ruina moderna de algo que había existido hasta hacía muy poco; igual que no quedaba claro si la ciudad era una imagen del pasado, del presente o de nuestro futuro común. La urbe producía la impresión de un caos bien rodado, aunque el caos podría haber sido también un sinónimo de supraorganización. Los habitantes parasitaban la ciudad, se la comían como hormigas, la estiraban como un pellejo vacío, la llenaban con su propia saliva, sus heces y su sudor, la demolían, perforaban, renovaban y adaptaban a sus necesidades. Los sin techo de esta urbe se comportaban como lianas tropicales, conquistaban la ciudad, la socavaban, pero también la fortalecían; en las aceras creaban corredores oscuros llenos de humo de los cuales se evaporaban olores de comida; el hogar se montaba y desmontaba en la calle como cajas de cartón; con frecuencia, el hogar consistía precisamente en una caja de cartón, un trozo de plástico desechado, un viejo toldo de lona, un agujero en la pared de una casa abandonada, un alero junto a un puente, junto a las vías del ferrocarril, junto a una fachada… La descomposición, como una suerte de principio superior, se percibía por doquier: en el polvo pesado que se depositaba en la ciudad, en los árboles, en los arbustos, en la hierba, y a causa de este polvo el verdor no solo adquiría un color arcilloso, sino también una textura arcillosa; en las manchas de moho que aparecían en las paredes recién pintadas del baño de mi hotel; en el olor a azufre que llegaba de todas partes. En la calle, la gente extendía trapos, sábanas, colchas, y las colgaban en las vallas junto a la carretera; parecía que no hacían otra cosa que ventilar sus agujeros de ratón, lavarse, cortarse el pelo, afeitarse, copular, nacer, morir, rezar a sus dioses, hacer sus necesidades, preparar la comida, criar a los hijos, alimentar a los animales domésticos…, todo en la calle. En aquel proceso de vida, dolorosamente abierto, existían lugares de control, «lugares limpios», como el club de golf donde estaba mi hotel, y donde los indios, descolonizados hacía tiempo, imitaban a los antiguos colonizadores y paseaban con el palo de golf por unos campos divinamente sosegados. Me percaté de que mi mirada a las cuidadas superficies de césped y a las figuras humanas que se movían por ellas carecía de sonido e iba a cámara lenta, probablemente también porque solo unos pasos más allá, detrás de la valla, detrás de los guardias uniformados y el puesto de control en la entrada, empezaba un caos humano inabarcable, ruidoso.
Allí en Calcuta, atacada por enjambres de ruidos, imágenes, olores y colores, rompí a llorar. Empezó como un sollozo fuerte, que parecía haberse acumulado durante años en mi interior y que, habiendo encontrado una brecha, salía a borbotones. Regresé al hotel. Por primera vez en mi vida percibí una simple habitación de hotel como mi hogar. El aire de la habitación estaba perfumado con una dulce sensación de derrota.
¿Quizá el último episodio, el de Londres, había sido una suerte de aviso? Había llegado a Londres después de convencer a la persona con la que debía encontrarme de ...