1
El foso
La lluvia tibia caía por el canalón en uno de esos típicos chaparrones de mediados de verano mientras cruzaba a toda prisa el jardín trasero de mi casa de Suffolk para cobijarme en el foso. Empecé a nadar lentamente, recorriendo a braza los casi treinta metros de agua verde y clara, con los ojos al nivel de la superficie. Era magnífico ver la lluvia cayendo sobre el foso desde el punto de vista de una rana. La lluvia calma el agua, la refresca, hundiendo el polen, los abejorros muertos y demás partículas flotantes. Cada gota creaba una fuente efímera al caer, una fuente que se convertía en una burbuja y estallaba. Pero lo mejor era cuando la lluvia arreciaba, ahogando el canto de los pájaros, y se levantaba una especie de neblina desde el agua, como si el propio foso se elevara para unirse al cielo encapotado. Luego amainaba, y el reflejo del cielo quedaba repleto de bailarines minúsculos: espíritus del agua, como alfileres brillantes, de puntillas sobre la superficie. Llovían espíritus del agua.
Fue en el punto álgido de aquel aguacero de verano de 1996 cuando empezó a tomar forma la idea de recorrer Gran Bretaña en un largo viaje a nado. Quería seguir el sinuoso itinerario que realizaba la lluvia por nuestra tierra hasta reunirse con el mar, para evadirme de la frustración de haber pasado toda mi vida haciendo largos, volviendo infinitamente sobre mis brazadas como un tigre en su jaula. Empecé a soñar con pozas secretas, con hacer un viaje de descubrimiento por lo que William Morris, en el título de una de sus novelas, llamaba «las aguas de las islas encantadas». Me había inspirado en El nadador, el clásico relato de John Cheever, donde el protagonista, Ned Merrill, decide recorrer los trece kilómetros que separan una fiesta en Long Island de su casa nadando por las piscinas de sus vecinos. Se me había quedado grabada una frase del relato que estimulaba mi imaginación: «Parecía ver, con ojos de cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que atravesaba el condado».
Yo vivía solo, y triste, pues acababa de salir de una larga relación, y, como era escritor y director autónomo, tenía cierta libertad para emprender un viaje si me apetecía. Mi hijo, Rufus, también estaba de aventura por Australia, trabajando de camarero y surfeando en Byron Bay, y lo añoraba. Al menos, en el agua podría unirme espiritualmente a él. Al igual que el ciclo infinito de la lluvia, empezaría y acabaría el viaje en mi foso, partiendo en primavera y nadando durante todas las estaciones del año, y escribiría un diario con mis impresiones y peripecias.
Mi primer recuerdo de natación seria es de cuando me despertaba a primerísima hora de la mañana en vacaciones, en casa de mis abuelos en Kenilworth, con una lluvia repentina de piedrecitas que lanzaba contra la ventana de mi habitación el tío Laddie; era una estrella de natación de la zona y tenía la llave de la piscina descubierta municipal. A mis primos y a mí nos habían contado desde pequeños relatos míticos de sus hazañas —en carreras, trampolines o travesías en mar abierto—, por lo que era un honor nadar con él. Mucho antes de que llegaran los socorristas, abríamos el candado de la puerta de madera y, al zambullirnos, hacíamos vibrar las líneas rectas y negras refractadas en el fondo de la piscina verde. Casi siempre estaba helada, pero lo que mejor recuerdo es la magia de estar allí los primeros. «La teníamos toda para nosotros», decíamos luego, satisfechos, mientras desayunábamos. Nuestra comunión con el agua, por ser gratis, resultaba aún más deliciosa si cabe. Fue mi primera experiencia de natación extraoficial.
Varios años después, desesperado por el calor de una sofocante noche de verano, salté con un grupo de amigos la valla baja de la vieja piscina descubierta de Diss, en Norfolk. Otros bañistas sigilosos, que también se habían colado, saltando los torniquetes dormidos, pasaron nadando a nuestro lado y desaparecieron en la oscuridad como los personajes de Bajo el bosque lácteo. Esos baños indelebles son como sueños, y tienen ese mismo y profundo efecto en la mente y el alma. En el mar nocturno de Walberswick he visto cuerpos en llamas de plancton fosforescente, atravesando como dragones las olas de neón.
Cuanto más lo pensaba, más me obsesionaba la idea del viaje acuático. El agua empezó a acaparar, de manera aún más exclusiva, mis sueños. Nadar y soñar se estaban convirtiendo en algo indistinguible. Me fui convenciendo de que seguir el agua, fluir con ella, sería una buena forma de trascender la superficie y comprender mejor las cosas, de aprender algo nuevo. Puede que hasta aprendiese algo sobre mí. En el agua, todas las posibilidades parecían extenderse infinitamente. Liberado de la tiranía de la gravedad y del peso de la atmósfera, me encontraba en ese estado de atención máxima que describió el poeta australiano Les Murray cuando dijo: «Solo me interesa todo». La empresa empezó a parecerme una suerte de cruzada medieval. Cuando Merlín convierte al futuro rey Arturo en un pez como parte de su formación en La espada en la piedra, T. H. White escribe: «Podía hacer lo que los hombres siempre habían anhelado: volar. Apenas hay diferencia entre volar en el agua y volar en el aire […]. Era como lo soñaba la gente».
Cuando nadas, sientes tu cuerpo como lo que principalmente es, agua, y esta se empieza a mover con el agua que te rodea. No es de extrañar que las ballenas varadas nos den tanta lástima: también nosotros quedamos varados al nacer. Nadar equivale a experimentar lo que sentíamos antes de nuestro nacimiento. Al entrar en el agua, nos sumergimos en un mundo profundamente privado, como si estuviésemos en el útero. Esas aguas amnióticas son seguras y a la vez aterradoras, porque todo puede torcerse en el parto, y te encuentras a merced de fuerzas ignotas sobre las que no ejerces ningún control. Esto podría explicar la ansiedad que cualquier nadador ha sentido alguna vez en alta mar. Lanzarse de cabeza al vacío desde un trampolín es una imagen que aúna todas las contradicciones del nacimiento. El nadador experimenta el terror y la felicidad de nacer.
Así pues, nadar es un rito de iniciación, el cruce de una frontera: la orilla del mar, el margen del río, el borde de la piscina, la propia superficie del agua. Cuando te zambulles se produce una especie de metamorfosis. Al atravesar el espejo acuático, dejas atrás la tierra y entras en un mundo nuevo, donde la supervivencia, y no la ambición o el deseo, es el objetivo principal. Los socorristas de la piscina o de la playa nos recuerdan la fina línea que existe entre chapotear alegremente y ahogarse. Al nadar, lo vemos y lo percibimos todo de un modo que no se parece en nada a ningún otro. Estás en la naturaleza, formas parte integral de ella, de una forma mucho más plena e intensa que en tierra firme, y la percepción del presente resulta abrumadora. En las aguas salvajes te encuentras en igualdad de condiciones respecto al mundo animal que te rodea: al mismo nivel, en todos los sentidos. Mientras nado, puedo toparme con una rana en el agua, y mostrará más curiosidad que miedo. Los caballitos del diablo y las libélulas que pululan por la superficie de mi foso pasan olímpicamente de mí: se limitan a elevarse un momento para no estorbar y vuelven a posarse en mi estela.
El agua natural siempre ha tenido un poder sanador mágico; y, quién sabe cómo, transmite su capacidad autorregeneradora al nadador. Puedo zambullirme con la cara larga y un aparente cuadro de depresión terminal y salir silbando como un idiota. La liberación pura de la desnudez y la ingravidez en el agua nos hace sentir una libertad absoluta, y nos lleva a establecer un profundo vínculo con el sitio en el que nos estamos bañando.
Casi todos vivimos en un mundo donde hay cada vez más cosas y lugares señalados, etiquetados e «interpretados» oficialmente. Eso convierte la realidad de las cosas en una realidad virtual, como quien dice; y por eso caminar, montar en bici y nadar siempre serán actividades subversivas: nos permiten volver a sentir la esencia antigua y salvaje de estas islas, porque nos sacan de las rutas establecidas y nos liberan de la versión oficial de las cosas. Un viaje a nado me daría acceso a esa parte de nuestro mundo que, como la oscuridad, la neblina, los bosques o las montañas más altas, aún conserva casi todo su misterio. Me daría un punto de vista diferente desde el que observar al resto de la humanidad, encerrada en la tierra.
Mi foso, el sitio donde el viaje se me insinuó por primera vez, y donde luego empezó, está alimentado por un potente manantial, a casi tres metros y medio de profundidad, y purificado por un sistema de filtración completamente natural, muchísimo mejor que la tecnología más avanzada de las piscinas. Conserva la vida animal y vegetal que encontraríamos en cualquier estanque de agua dulce no contaminada, sin intervención humana y con muchas horas de sol. Al parecer, hubo una época, de finales de la Edad Media al siglo XVII, en que los fosos estaban tan de moda en Suffolk como las piscinas particulares lo están hoy. Hay más de treinta en un radio de seis kilómetros y medio desde la iglesia del cercano pueblo de Cotton. Muchos historiadores actuales, como Oliver Rackham, sostienen que los fosos constituían, entre otras cosas, un símbolo de estatus para los propietarios rurales que los creaban. El mío probablemente se excavara cuando se construyó la casa, en el siglo XVI, y se extiende por la parte delantera y trasera, pero no por los lados: no tenía más función defensiva que la de ser una barrera para el ganado. Constituiría una útil fuente de barro para las construcciones y una reserva de agua considerable, pero sin duda no se concibió para nadar. Las orillas se hunden de golpe y no hay ninguna zona que cubra poco. Un extremo, por donde se entra y se sale gracias a una escalerilla de madera sumergida que fijé a la tierra, está presidido por un enorme sauce, cuyas raíces pálidas y fibrosas ondean en el agua como anémonas.
Llevo años nadando en el foso, casi siempre a braza, mi estilo preferido. No soy un as, solo un nadador competente con bastante resistencia. Una de mis intenciones al emprender el viaje no era realizar hazañas espectaculares, sino intentar aprender algo del misterio al que se refiere D. H. Lawrence en su poema El tercer elemento:
El agua es H2O, dos partes de hidrógeno, una de oxígeno, pero también hay un tercer elemento, que la convierte en agua, y nadie sabe cuál es.
Cheever escribe que, a Ned Merrill, estar en el agua «no le parecía tanto un placer cuanto un regreso a un estado natural». Mi intención era volver a un estado salvaje similar. Durante buena parte de un año, el agua sería mi hábitat natural. A veces las nutrias atraviesan el campo en busca de nuevos territorios de agua dulce, y llegan a desplazarse hasta veinte kilómetros en una noche. Me imagino que, quien más, quien menos, todos envidiamos a la nutria, al delfín y a la ballena, nuestros parientes mamíferos que están mucho más adaptados al agua, y que también parecen disfrutar de la vida mucho más que nosotros. Si lograba aprender la mitad de la mitad de lo que ellos sabían, el viaje me habría compensado con creces.
Mientras preparaba la maleta, la noche antes de emprender el viaje, creí sentir el mismo temor y la misma euforia que imagino sentirá la nutria cuando se lanza a lo desconocido. Pero, como le ocurre a Ned Merrill en El nadador, el impulso de ponerme en marcha estaba demasiado arraigado: «Hacía un día precioso y le pareció que un buen baño podría aumentar y celebrar su belleza».
2
Busca y encuentra en la playa
Islas Sorlingas, 23 de abril
Saint Mary’s Road y Tresco Flats podrían estar perfectamente en el East End de Londres, pero son los nombres de algunas de las aguas traidoras que tantos barcos han hundido en las islas y rocas de las Sorlingas. Había llegado al puerto de Saint Mary’s desde Penzance a bordo del Scillonian, y ahora iba rumbo a la plácida isla de Bryher en una barca cuyo motor recordaba a un timbal giratorio. Cruzamos jadeando las tranquilas aguas de Appletree Bay bajo el sol de primavera, dejamos atrás las islas de Samson y Tresco y atracamos en un muelle de tablones improvisado, bautizado como el «embarcadero de Anneka» en honor de Anneka Rice, quien lo construyó (con alguna ayuda del Regimiento de Paracaidistas) en uno de esos programas de televisión en los que llevaba a cabo una gesta imposible antes de desayunar. Media docena de personas desembarcamos en la pasarela arenosa que llegaba al paseo marítimo, donde vi a la cartera con su bicicleta roja, esperando para repartir el correo. Me indicó el camino a un bed and breakfast y, en menos de veinte minutos, tenía una habitación con vistas a la bahía y ya iba de camino a la playa.
Después de cruzar la isla dando un paseo de un cuarto de hora, bajé por un tramo de piedras redondeadas hasta llegar a la arena blanca de Great Popplestones Bay. A excepción de un solitario amante del sol tumbado en la otra punta de la playa, que ahora quedaba fuera de mi vista, estaba solo. Aún era abril, y no podía decirse que la temporada de baño hubiese empezado; de ahí mi migración a esas islas, famosas por su presunto clima templado, «bañadas por la cálida corriente del golfo», como decía el folleto. Hasta ahí, todo bien. Era mi primer baño en el mar, y decidí que lo mejor sería armarme de valor y empezar con un bautizo desnudo. Me quité la ropa y entré corriendo al agua, gritando para mis adentros al sentir su punzada intensa. Estaba helada, tan fría que quemaba, y siguió infligiéndome dolor hasta que empecé a moverme y di unas cuantas brazadas frenéticas, como los niños la primera vez que no hacen pie. Luego salí atropelladamente, incapaz de respirar por el frío; había sido un delirante momento de masoquismo. Ya había conocido la mítica caricia de la agradable corriente del golfo, pero tampoco quería abusar, así que me puse el traje de neopreno ipso facto y volví a meterme, ya cómodo, en el agua cristalina y tranquila como una balsa de ...