Impedimenta
  1. 224 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
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Información del libro

¿Fue antes la escritora o el jardín?Penelope Lively se embarca en un fascinante viaje a través de los jardines que han marcado su vida.Desde el gran jardín de la casa en la que se crio, en El Cairo, hasta el que tenía su abuela en los inclinados campos de Somerset, pasando por la exuberante floresta de "El paraíso perdido" de Milton y los coloridos laberintos de "Alicia en el País de las Maravillas", así como los jardines de escritores, como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Philip Larkin. Literatura, mujer y naturaleza.Un embriagador recorrido que nos lleva de vuelta al hogar primigenio de la humanidad.A medio camino entre autobiografía, reflexión filosófica y cadena de digresiones, esta maravillosa recopilación de jardines eleva a Penelope Lively a la cumbre de la narrativa contemporánea.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417553166
Edición
1
Categoría
Literatura

Tiempo, orden y jardín

Practicar la jardinería es elidir pasado, presente y futuro; es desafiar al tiempo. Cultivas hoy para el mañana; el jardín se transforma de una estación a otra, siempre igual, pero siempre diferente. En los días en que tenía un huerto, mientras cavaba un surco para las patatas me acordaba de las Majestic que había cultivado el año anterior y me preguntaba cómo se darían, en comparación, las Maris Piper que estaba sembrando en ese momento. En otoño planto una maceta de narcisos enanos «Tête-à-Tête» y, entretanto, ya me estoy imaginando el aspecto que tendrán en febrero, comparándolos con los «Hawera» que, el año pasado, me parecieron demasiado altos. Siempre que trabajamos en el jardín, lo hacemos con vistas al futuro; estamos imaginando, dando por hecho un futuro. Yo lo hago, y tengo ochenta y tres años; es casi seguro que la hortensia Hydrangea paniculata «Limelight» que acabo de plantar me sobrevivirá, pero seguiré esperando de ella lo mejor mientras pueda disfrutarla.
El gran desafío del paso del tiempo es nuestra capacidad de recordar, el poder de la memoria. El tiempo se va escurriendo a nuestra espalda, alejándose más y más, pero la memoria individual esculpe, para cada uno de nosotros, un territorio conocido. Somos dueños de una porción concreta de tiempo; yo estuve allí, entonces, hice esto, vi eso, sentí aquello. Y la jardinería, a su modesta manera, ejecuta una proeza memorística: acorrala al tiempo prendiéndolo con alfileres a las estaciones, al calendario anual del jardín, evocando el jardín del pasado, el jardín que está por venir. Un jardín nunca es solo ahora, sugiere el ayer y el mañana; no permite que el tiempo siga su curso inexorable.
El jardín, cualquier jardín, se encuentra en un estado de cambio imparable. Cada día, cada semana, cada hoja, cada capullo, cada flor avanzan inexorables hacia su siguiente encarnación: el brote primaveral queda olvidado para cuando se despliega la floración estival, al igual que esta última se desvanece antes de que se instale el abrasivo otoño. Después llega el crudo invierno, pero una rosa decidida exhibe una flor en Navidad.
No me puedo imaginar viviendo —practicando la jardinería— en un lugar de clima invariable. Bueno, supongo que sí que he vivido en un sitio así, la verdad: en Egipto, la temperatura en invierno ronda los veinte grados; bastaba con echarse una rebeca encima de los hombros, como mucho. En verano, cómo no, subía hasta pasar los treinta y más; la principal preocupación del jardinero era el agua, agua y más agua. Así que, aunque no fuera un clima invariable —mediterráneo, diría yo—, carecía de estaciones claramente diferenciadas, salvo por un verano muy caluroso y un invierno algo más fresco. Soy consciente de lo mucho que me impresionó el invierno inglés cuando, a los doce años, me vine a vivir a Inglaterra: no podía entender cómo la gente soportaba semejante frío. Hasta entonces nunca me había cruzado con las prendas requeridas: jerséis de lana, camisetas interiores Chilprufe, un abrigo bien gordo. Según mi experiencia, todo lo que una necesitaba tener en su armario era un vestidito de algodón, fuera la época que fuera. Y ¿dónde estaba el sol? Cuando hacía acto de presencia, lo hacía con tibieza, nada parecido a aquella bola de fuego de Egipto.
Me aclimaté lentamente, y ya hace tiempo que aprendí a disfrutar de un clima con estaciones debidamente delimitadas: esa mudanza progresiva y predecible que consigue que las lilas broten en la tierra baldía, y muchas otras cosas más. Un clima pergeñado para el jardinero, templado; que intensifica la apreciación y eleva el disfrute porque sabes que los tulipanes no estarán contigo por mucho tiempo, los aprovechas al máximo, aunque, lo mismo da, ya que luego llega el verano y con él las rosas, rosas de principio a fin. Nuestro clima alimenta la expectación del jardinero: es como el flujo incesante del arroyo, secuencial, cíclico, lo que significa que uno no tiene tiempo de cansarse de nada en el jardín porque siempre es un placer temporal; ¿acaso sentiríamos la misma pasión por las rosas si refulgieran día sí día también, implacablemente en flor, todas vadeando con fiereza el invierno, en lugar de contar con esa única y desafiante floración fuera de temporada? La sucesión de varios inviernos suaves y el clima prácticamente libre de heladas de mi jardín de Londres han conseguido que los geranios de un céntrico macetón hayan sobrevivido a tres inviernos y se hayan vuelto perennes. Ya van por su cuarto verano, y empiezo a cansarme de ellos.
Diré que, para mí, parte del atractivo de la jardinería reside en esta relación ambivalente con el tiempo; el jardín actúa en ciclos, refleja las estaciones, pero también recuerda y se anticipa, y al hacerlo arrastra al jardinero consigo.
El tiempo presente y el tiempo pasado
acaso estén presentes en el tiempo futuro
y tal vez al futuro lo contenga el pasado.[10]
¿Practicaba Eliot la jardinería? El poema tiene girasol, clemátide, loto y «el momento en el jardín de rosas». En realidad, no importa demasiado si lo hacía o no; trate de lo que trate «Burnt Norton», yo siento que habla sobre el tiempo del jardín.
Y, cuando se habla del tiempo del jardín, la anticipación es esencial. La anticipación en jardinería es una manifestación exagerada de ese elemento ansiado que todos buscamos, al que nos aferramos, ese hito en algún punto del camino que tenemos por delante, el día prometido, ese amigo, amante, niño, padre al que aguardamos. Hasta que llega, solo queda saborear la expectación, el anticipo, la sombra de nuestro deseo, que también tiene su propio y tentador encanto.
Eso es lo que son los tulipanes para mí ahora, en agosto. Los tulipanes que vislumbro tendré en el jardín en los próximos meses de abril y mayo. Me he vuelto loca, he perdido la cabeza y he encargado setenta bulbos de tulipán, espoleada por la astuta ocurrencia que descubrí en un jardín que hemos visitado este año, donde los cultivaban en tupidos macizos en grandes macetas que, a su vez, estaban agrupadas muy juntas, consiguiendo un efecto espectacular. Así que el disfrute es doble: ahora, y entonces, cuando se materialicen los tulipanes: el tiempo del jardín. Ah, y además está la satisfacción que me produce todo el proceso de plantar los bulbos; tres por el precio de uno.
El jardín reordena el tiempo. Y practicar la jardinería es imponer orden. Es lo que hacen todos los jardineros, sea donde sea: imponer que sean las plantas de su elección las que medren en lugar de las gramas, las campanillas, los dientes de león y el mastuerzo amargo que crecerían de forma natural; la jardinería es una manipulación de la naturaleza, la imposición del orden allí donde la naturaleza se empeñaría en que reinase el desorden. Es la conquista de la naturaleza, el enjaezamiento de la naturaleza con un propósito que al principio era práctico, y más tarde se convirtió en estético.
En la novela Mi Ántonia de Willa Cather, las familias de pioneros de Nebraska crean huertos en medio de la ondulante hierba roja de la pradera, pequeños islotes de orden en medio del vasto e indómito paisaje: grandes calabazas amarillas, hileras de patatas y, en poco menos de una década, ya han plantado campos de árboles frutales, cerezos con groselleros y uvas espina entre las hileras y un cenador emparrado con un banco. La imagen es extraordinaria; una puede imaginarse los huertos, visualizarlos, tan elocuentes en lo que transmiten sobre la vida de los pioneros.
De las doce novelas de Willa Cather, Mi Ántonia siempre me ha parecido la más potente, y su fuerza reside en esa evocación de imágenes de la vida de los pioneros en el siglo XIX. En ella, Cather bebe de su propia experiencia: ella había nacido en Virginia en 1873 y cuando todavía era una niña se mudó con su familia a Nebraska, a un lugar donde, tal y como cuenta en Mi Ántonia, «No había más que tierra: no era un país, sino el material del que están hechos los países».[11] Allí conoció a algunos de los primeros pioneros, como los Shimerda, la familia de Ántonia, que vivían en chozas de tierra cubiertas de tepe; al escribir sobre hombres y mujeres como ellos, Cather conjura toda la historia del volcado del Viejo Mundo en el Nuevo, de las sociedades campesinas de Europa que, junto con emigrantes de la propia Norteamérica, abrieron las puertas del Oeste. Ellos araron la pradera, y ese arar simbólico ilumina uno de los pasajes más fascinantes del libro: «El sol se ocultaba detrás de él. Agrandado en la distancia por la luz horizontal, se recortaba a contraluz, dentro del disco solar; los estevones, el dental, la reja… todo negro sobre rojo líquido. Allí, en tamaño heroico, teníamos una ilustración impresa en el sol». La familia Cather abandonó muy pronto su primer asentamiento para mudarse a Red Cloud, el pequeño pueblo de las praderas donde Willa pasó la adolescencia y que luego convirtió en el pueblo de las praderas ficticio de Mi Ántonia, el lugar donde hoy se ubica la Fundación Willa Cather, santuario dedicado a una de las más insignes escritoras de Estados Unidos.
Surge una imagen muy similar a esta en los libros infantiles que Laura Ingalls Wilder escribiera sobre una familia de pioneros, la saga de La casa de la pradera. «Todos los días contemplaban juntos aquel jardín. Era un jardín asilvestrado y cubierto de hierba porque estaba plantado en el tepe de la pradera, pero todas las diminutas plantas crecían. Surgían hojitas arrugadas de guisantes, y pequeños y afilados brotes de cebolla. Las habichuelas afloraban solas a la superficie. Pero era un pequeño tallo amarillo de habichuela, enroscado como un muelle, el que las empujaba desde abajo. Y, entonces, dos tiernas hojas reventaban la habichuela, partiéndola en dos, y se desplegaban, planas, bajo el sol.»
Recuerdo que leí este pasaje a mis hijos en una habitación de hotel de algún lugar de Francia, durante unas vacaciones, y que aquello nos transportó a otra época y a otro lugar. Al igual que Willa Cather, Laura Ingalls Wilder contaba con una experiencia personal en la que basarse. Nació en 1867 en la zona de los grandes bosques de Wisconsin, y, desde allí, la familia se mudó a Kansas, a Minnesota después y finalmente a Dakota. En todos estos lugares vivieron como pioneros, y tiempo después, ya de casada, Laura se hizo granjera en Missouri y empezó a escribir la saga de libros infantiles que finalmente se convertiría en un producto de marketing masivo multimillonario. En la actualidad hay museos Laura Ingalls Wilder en Missouri, Wisconsin, Minnesota, Dakota del Sur, Iowa y Kansas, con festivales, tienda de regalos, memorabilia. Toda una industria, es verdad, pero no por ello desmerece la vitalidad de su obra, una narrativa que evoca con suma belleza lugares de otra época y a las gentes que los habitaron, libros que no deberían negársele a ningún niño. O adulto; yo los sigo leyendo.
El jardín del pionero era práctico, esencial, formaba parte del arduo proceso de domesticación de un territorio virgen para tornarlo útil y habitable para el ser humano. En Europa, ese mismo proceso se llevó a cabo durante la que los arqueólogos denominan la revolución neolítica, el paso de la caza y la recolección a la agricultura, la plantación deliberada de cultivos para su cosecha que permitiría a las personas asentarse en un lugar. Las referencias a la jardinería neolítica como tal son difíciles de encontrar (sí, lo he intentado), pero tuvo que haber momentos en los que la agricultura se difuminase en una suerte de jardinería, en la creación de pequeños parterres cerca de la choza, del asentamiento, esas hierbas y legumbres tan útiles, que a su vez pasarían difusamente de ser meramente utilitarios a ser decorativos. El dueño de alguna de aquellas moradas neolíticas pudo fijarse en una planta con una bonita flor y decirse: arranquémosla y plantémosla donde podamos verla. De acuerdo, es pura fantasía, pero la cerámica neolítica está decorada con motivos geométricos, a menudo elegantes, y está también la joyería neolítica, creada sin lugar a dudas para el acicalamiento personal, así que todo apunta a la existencia de un sentido estético, a un deseo de trascender lo meramente necesario. Quiero imaginarme a los primeros jardineros, allá por la Edad de Piedra, imponiendo orden donde no lo había, creando un lugar que resultase agradable a la vista.
Sumamos así más poderes al jardín: la capacidad de rebatir el tiempo, y de imponer orden. Esta afirmación puede resultar un tanto grandilocuente porque lo cierto es que la existencia en sí de cualquier jardín pende siempre de un hilo, puesto que depende completamen...

Índice

  1. Portada
  2. Vida en el jardín
  3. Introducción
  4. Realidad y metáfora
  5. El jardín escrito
  6. El jardín a la moda
  7. Tiempo, orden y jardín
  8. Estilo y jardín
  9. Campo y ciudad
  10. Sobre este libro
  11. Sobre Penelope Lively
  12. Créditos
  13. Índice