Westwood
  1. 460 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Ambientada en el turbulento y bombardeado Londres de la Segunda Guerra Mundial, "Westwood" narra la historia de Margaret Streggles, una joven de aires janeaustenianos, con un talento innato para pasarse el día en las nubes, un temperamento romántico y todo tipo de aspiraciones culturales. Su madre insiste en que "no es el tipo de muchacha que atrae a los hombres", justo lo opuesto a su amiga Hilda, una cabecita loca capaz de sonreír y flirtear sin tregua en una ciudad marcada por las tribulaciones y penurias de la guerra. Pero la existencia de Margaret cambia por completo cuando encuentra por casualidad una cartilla de racionamiento en Hampstead Heath y, con ella, todo un mundo de intelectuales, artistas y aristócratas, encarnados en la figura del pintor Alex Niland y de su suegro, el famoso e insolente dramaturgo Gerard Challis.Stella Gibbons, autora de la inolvidable "La hija de Robert Poste", vuelve a ofrecernos una novela deliciosa, plena de ingenio y energía, acerca del amor y la nostalgia.

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Información

Año
2012
ISBN
9788415130284
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics

Westwood





Stella Gibbons


Traducción del inglés a cargo de
Laura Naranjo y Carmen Torres García











Capítulo 1

Londres estaba precioso aquel verano. En los barrios pobres, la gente hacía vida al aire libre bajo el cielo azul, como si viviera en un clima más cálido. Los ancianos se sentaban en los muros derruidos, fumaban en pipa y hablaban de la Guerra, mientras las mujeres guardaban cola pacientemente en las tiendas o iban por los puestos que vendían verduras frescas sin poder parar de hablar.
Las ruinas de las casas pequeñas pero proporcionadas de las zonas más antiguas de la ciudad eran amarillas, como las casas de Génova bañadas por el sol. Amarillas de todos los tonos: oscuros, claros o dotados de una extraña transparencia al contacto con la luz. Los bomberos habían formado hondos charcos rodeados de paredes en muchas de las calles y los patos venían a vivir a estos lagos, que reflejaban las altas ruinas amarillas y el cielo azul, allí, en pleno corazón de Londres. La rosa maleza de los fuegos crecía por todo el suelo blanco desnivelado donde antes se habían levantado viviendas y había acres enteros de terreno cubierto de casas abandonadas y destruidas, cuyas ventanas estaban llenas de rasgones de papel negro. En las afueras de la ciudad, en dirección a Edmonton y Tottenham al norte, y Sydenham al sur, flotaba una extraña sensación en el aire, pesada, sombría y emocionante, como si la Historia se estuviera fraguando visiblemente ante los ojos de la gente. Y el campo estaba empezando a apropiarse de Londres, de aquellos mugrientos barrios conectados por carreteras monótonas que componían la ciudad más grande del mundo y de los que nunca había desaparecido del todo. La maleza crecía hasta en la City; se había visto un halcón sobrevolando las ruinas del Temple y los zorros asaltaban los gallineros construidos en los jardines de las casas cercanas a Hampstead Heath. La desgastada quietud propia de los barrios viejos y decadentes se cernía sobre las calles y era algo maravilloso e impresionante, digno de ver y de sentir. Mientras el verano duró, la belleza pudo más que la tristeza, porque el sol lo bendecía todo: las ruinas, las caras cansadas de la gente, las altas flores silvestres y las oscuras aguas estancadas, y, durante aquellos meses de calma, Londres en ruinas fue tan bello como una ciudad en sueños.
Pero entonces, el otoño llegó con sus neblinas. Era primeros de septiembre y su belleza se prolongó mientras hubo hojas cayendo despacio a través del aire calmo. En Hampstead Heath, los sauces jóvenes que crecían a ambos lados de la larga y accidentada carretera no cambiaron de color hasta finales de octubre y aún conservaban sus largas hojas un atardecer en que una joven cruzó la carretera solitaria de camino a los campos abiertos del Heath.
Echó un vistazo a todo lo largo de la carretera y contuvo la respiración mientras contemplaba los sauces. La escena que se mostraba ante sus ojos era espectacular, con todos aquellos intensos colores suavizados por la niebla. Cada sauce parecía una fuente veteada de amarillo, verde y fuego cayendo en medio de una bruma azul, y a su izquierda, bajo algunos árboles grandes e inmóviles de color amarillo y verde oscuro, se extendía un lago ancho y luminoso de aguas doradas que brillaba, no en la superficie, sino en las mismas profundidades. El cielo, de un azul apagado, estaba jaspeado de neblina gris y escarlata, y la hierba empapada era azul en las zonas de sombra.
El aire olía a niebla. Había algunas personas más apresurándose en la distancia de camino a sus casas, pero en medio de aquel espectáculo fastuoso no eran más que figuras oscuras y anónimas.
Miró el reloj. Eran casi las cinco en punto. Se apresuró y cruzó rápidamente el Heath en dirección a Highgate. La aguja de la iglesia observaba, vigilante, la del templo de Hampstead, a través de los pequeños valles y colinas intermedios. En seguida notó que se le calaban los zapatos al caminar por medio del alto césped, salpicado de montones de hojas negruzcas y amarillas. El aire se hizo más frío si cabe, pero estaba tan absorta en la belleza de aquella escena, coloreada tan vivamente como si se tratara de un esplendoroso jardín brasileño, que no reparó en nada más. Era una joven de veintipocos años, delgada y de mediana estatura, de tez oscura y marcadas facciones y una desordenada melena rizada que le llegaba a la altura de los hombros. Tenía una boca demasiado prominente y sus ojos castaños delataban una mirada entusiasta.
Poco después salió al camino que pasa justo por debajo de Kenwood y conduce directamente a Highgate. A un lado y a otro había parcelas sembradas de coles gigantescas de un fuerte verde azulado. De algún modo habían logrado capturar el color de la niebla, el azul apagado del cielo y el verde de la hierba, tonos que replicaban una y otra vez hasta casi tan lejos como le alcanzaba la vista. Sus hojas eran enormes y estaban salpicadas de agua, pues había llovido aquella tarde. Aceleró el paso, con las manos metidas en los bolsillos, sin dejar de mirar a su alrededor, pero poco a poco se dio cuenta de que los colores se estaban desvaneciendo y que el gris de la noche iba cubriendo gradualmente los campos hasta borrarlos.
Antes de abandonar el Heath, entre dos amplios lagos que reflejaban los últimos colores del cielo y las oscuras mimbreras rosadas, divisó a dos hombres de gran estatura que avanzaban hacia ella entre la niebla. El mayor iba enfundado en un abrigo ceñido de color oscuro; llevaba sombrero diplomático negro y un maletín de piel. Sus ojos eran de un azul tan intenso que se apreciaban incluso en el inminente anochecer. El más joven vestía ropas más holgadas y un jersey negro de cuello cisne. No llevaba sombrero.
—Pero Henry Moore no es… —iba diciendo el más joven cuando los dos pasaron por su lado. Entonces, se sacó un pañuelo del bolsillo y el resto de sus palabras se las llevó el viento.
Caminaban deprisa y, en apenas unos segundos, dejó de oírlos.
Sin embargo, se dio la vuelta para seguir sus pasos con la mirada, atraída por su distinguida apariencia e inusual altura y, cuando lo hizo, reparó en algo que había caído en el suelo, apenas a unas pocas yardas: se trataba de un objeto pequeño, cuadrado y de color crema, que destacaba en el oscuro sendero. Se acercó y, al detenerse para cogerlo, se percató de que era una cartilla de racionamiento.
¡Oh, no! —dijo en voz alta, mirando primero la cartilla y luego a los dos hombres, que, para entonces, ya casi habían desaparecido de su vista tras internarse en la niebla. Su voz estaba teñida de una nota de determinación.
Correr tras ellos no iba a servir de nada, pensó; además, ya llegaba tarde. Echó un vistazo al nombre que figuraba impreso en la cartilla. Era tan raro que, por un momento, creyó que era extranjero:

Hebe Niland,
Lamb Cottage,
Romney Square,
Hampstead, N.W. 3.

«Bueno, siempre puedo bajar mañana y ponerla en el correo», y, pensando esto, se metió la cartilla en el bolsillo y aceleró el paso.
Cuando por fin llegó a Highgate Village, ya casi había anochecido. Una figura con boina e impermeable salió a toda prisa de la penumbra que ofrecía la puerta de una tienda y le gritó en tono de reproche:
¡Muy bonito! ¡Llevo casi un siglo aquí esperándote! ¿Qué diantres te ha pasado? Estoy congelada, y ya se ha hecho demasiado tarde para ir. Sabes tan bien como yo que a mi madre no le gusta que esté en la calle durante el apagón. ¡Eres el colmo!
—No sabes cuánto lo siento, Hilda. He cruzado el Heath a pie y estaba tan a gusto que se me ha ido el santo al cielo. Pero tenemos que ir; apúrate; si nos damos prisa, llegaremos justo antes de que comience el apagón. —Enganchó a Hilda del brazo y se la llevó dando grandes zancadas por la calle que conducía a Southwood Lane.
—Bueno, tal vez lo consigamos y espero que a mamá no le importe. Como vamos las dos… ¿Tienes las llaves? —dijo Hilda, apaciguada.
La morena asintió y las hizo tintinear en su bolsillo.
¿Qué has estado haciendo toda la tarde? —continuó preguntándole Hilda.
—Fui a un concierto en la National Gallery y luego estuve paseando.
¿Paseando? Mira que eres boba, Margaret. ¿Te has parado a pensar que las ventanas no estarán tapadas y que no podremos encender las linternas?
—Veremos todo lo que merezca la pena ver: si tiene sitio para el carbón y ese tipo de cosas.
¡Por supuesto que tendrá sitio para el carbón! Esas casas apenas llevan diez años en pie. Tenéis mucha suerte de haber encontrado una…
—Sé que somos afortunadas, aunque no creo que esté muy bien que se diga —dijo Margaret en tono grave.
¿Y por qué no?
—Hay millones de personas en todo el mundo que han perdido sus hogares. ¿Por qué íbamos nosotros a merecernos uno nuevo?
¡Yo no lo veo así! No por ello sus vidas iban a mejorar demasiado.
—La gente en Inglaterra no tiene ni idea de lo que es sufrir.
¡Si vas a empezar con lo de Rusia, me voy derechita a casa! —gritó Hilda, parándose en mitad de la calle.
—No iba a decir nada de Rusia precisamente.
—Pues sería un milagro. ¿Es esta? —Y apuntó con su linterna la cancela de una casa que formaba...

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