Impedimenta
  1. 384 páginas
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Información del libro

La señorita Mapp (a la que ya conocimos en la soberbia "Mapp y Lucía") es una de las más excéntricas damas villanas de la comedia British. Reina y señora del pueblecito costero de Tilling, a cuyos habitantes maneja con mano de hierro en guante de terciopelo, la señorita Mapp es avara, intrigante y rencorosa, además de una cotilla de cuidado. Una mujer, en suma, tan fascinante y letal como una cobra. En Tilling someterá a padecimientos sin cuento a su círculo social: el mayor Benjamin Flint, obsesionado con el whisky y el golf, y con quien la señorita Mapp lleva años intentando casarse sin éxito; su secuaz, el capitán Puffin, un don nadie que se ahoga en un vaso de agua; el discreto señor Wyse, que mantendrá una relación no tan discreta con la pretenciosa Susan Poppit, miembro de la Orden del Imperio Británico y as del bridge; la desgraciada Godiva Plaistow o el "Padre", un sacerdote que está convencido de que habla en escocés.Una comedia chispeante y antológica que nos recuerda al mejor Wodehouse. Un clásico que constituye una de las cumbres de su autor.

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Información

Año
2013
ISBN
9788415979074
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

La señorita Mapp



adorno



E. F. Benson


Traducción del inglés a cargo de
José C. Vales



impedimentaebook

Prefacio


Me detuve junto a la ventana del cenador de piedra, desde la que tantas veces —y tan maliciosamente— la señorita Mapp había mirado a la calle. A la izquierda, podía contemplarse la fachada de su casa; justo enfrente, la empinada calle empedrada y apenas un resquicio de High Street al fondo; a la derecha, la iglesia y las ruinas de lo que aún conservaba el aspecto de una chimenea.
La calle estaba abarrotada y, aunque me afané en identificar alguno de aquellos paseantes rostros, no pude encontrar a nadie que se pareciera ni por lo más remoto a aquellas personas a las que ella solía espiar.

E. F. Benson
Lamb House, Rye



1


La señorita Elizabeth Mapp aparentaba unos cuarenta años, y había aprovechado esa circunstancia para restarse un par de ellos. Su rostro lucía un saludable color rosado y en él habían dejado huella la curiosidad crónica y la iracundia; pero estas emociones tan vivificantes también le habían permitido desarrollar una asombrosa actividad mental y corporal. Semejantes características explicaban aquella relativa inmadurez que se le habría achacado en cualquier sitio, salvo en el encantador pueblecito en el que vivía desde hacía mucho tiempo. Ese fastidio casi permanente, y las más ominosas sospechas respecto a todo el mundo, habían logrado conservarla joven y activa en extremo.
Aquella calurosa mañana de julio, la señorita Mapp permanecía sentada, como una gran ave de presa, junto a la espléndida ventana de su cenador de piedra; el amplio arco que la conformaba le ofrecía un estratégico ángulo de visión que le resultaba extraordinariamente útil para sus propósitos. Aquella pequeña edificación de su jardín, diáfana y espaciosa, se había construido en ángulo recto respecto a la fachada de la casa principal, y estaba orientada directamente a la interesantísima calle que desembocaba, en su extremo inferior, en High Street, la calle principal de Tilling. Frente a la puerta de la casa, la calle giraba bruscamente de tal modo que, cuando la señorita Mapp se encontraba en aquel mirador, su propia casa quedaba justo a la izquierda. La calle descendía al frente, mientras que a la derecha podía dominar una amplia perspectiva de esa misma calle, que terminaba en el cementerio abandonado que rodeaba la monumental iglesia normanda de Tilling, que tenía poco de monumental para la señorita Mapp, pues no estaba especialmente interesada en los viejos y poco apasionantes edificios antiguos, aunque alguien que sí estuviera interesado en la iglesia podría obtener abundante información en cualquier guía turística.
Mucho más apasionante para su espíritu resultaba el hecho de que entre la iglesia y su estratégica ventana se encontrara el cottage en el que vivía su jardinero. De esta manera, cuando otros asuntos no requerían su atención, su escrutadora mirada podía interceptar si el susodicho jardinero acudía a arreglar su jardín antes de las doce o volvía a retrasarse hasta la una. Aquel hombre no tenía escapatoria, no podría escabullirse, pues debía cruzar, forzosamente, la calle por delante de las mismísimas narices de la rapaz señorita Mapp. Del mismo modo, la señorita Mapp podía observar si algún miembro de aquella familia de desharrapados salía alguna vez por la puerta de su jardín cargado con alguna cesta sospechosa, que bien podía contener frutas y hortalizas «de contrabando». El día anterior, sin ir más lejos, había tenido que salir corriendo, con una amenazadora sonrisa en los labios, para detener a un golfillo, cargado hasta arriba de hortalizas, e interrogarle sobre el contenido de «su preciosa cestita». La realidad es que al final resultó que la preciosa cestita tan solo contenía una de las redes que cubría los fresales y que el muchacho se la llevaba para que la mujer del jardinero la arreglara; así que, esta vez, no había riesgo de robo y bastaba con que la señorita Mapp controlara que la red regresaba a su jardín a su debido tiempo. Todos estos procesos los ejecutaba la señorita Mapp desde una ventana lateral del cenador, desde la que dominaba los lechos de fresas; podía observarlo todo de cerca sin peligro, porque la ocultaban las grandes ramas y las hojas de una higuera, y así podía espiar sin que nadie pudiera espiarla a ella.
Por otro lado, hacia la derecha, la calle que subía hacia la iglesia no tenía nada de particular que reseñar (salvo los domingos por la mañana, cuando la señorita Mapp tenía la oportunidad de elaborar un listado prácticamente completo de los que acudían a los servicios religiosos), porque en las humildes moradas que se alineaban en esa parte de la calle no residía nadie que tuviera un verdadero interés para ella. A la izquierda, queda ya descrito, descansaba la fachada de la casa principal, en ángulo recto desde la estratégica ventana, y era desde esa atalaya desde donde podían hacerse —y vaya si se hacían— la mayor parte de las observaciones útiles.
Y desde la ventana que daba al interior de la casa, oculta tras una cortina medio descorrida como por descuido, la vigilante mirada de la señorita Mapp tenía acceso al trabajo de la criada. De un solo vistazo, podía saber si esta se asomaba por la ventana, si se dedicaba a hablar con alguna conocida que pasara por la calle o si saludaba a alguien agitando el plumero. Rápida y veloz, en cuanto descubría alguno de esos gestos, la señorita Mapp efectuaba un avance por el flanco, por sorpresa, ascendía los pocos peldaños del jardín y entraba, sigilosa, en la casa. Entonces, subía sin hacer ruido las escaleras, y sorprendía con las manos en la masa a la transgresora en sus escarceos domésticos. Pero todo aquel espionaje, a derecha e izquierda, carecía en realidad de emoción e interés, y eran minucias en comparación con los tremendísimos hallazgos que diariamente, y a cada hora, aquella avezada observadora interceptaba en la calle que transcurría, ajena, ante su mirador.
Pocas cosas había que guardaran relación con los avatares sociales de Tilling que no se hubieran comprobado fehacientemente, o al menos se hubieran sospechado con cierto fundamento, desde la percha de la señorita Mapp, propia de un águila vigilante. Un poco más abajo de su casa, a la izquierda, se encontraba la residencia del mayor Flint, con su ladrillo rojo georgiano —idéntico al que cubría la residencia de la propia Elizabeth Mapp—; y enfrente se erigía la del capitán Puffin. Ambos permanecían solteros, aunque todo el mundo daba por hecho que el mayor Flint había protagonizado algunas aventuras amorosas en su juventud que cualquiera calificaría de asombrosas. De hecho, siempre cambiaba precipitadamente de conversación cuando se mencionaba cualquier asunto relacionado con duelos y desafíos de honor. Así pues, no era del todo descabellado deducir que había intervenido en algún lance en el que se habría derramado sangre. A estas conjeturas románticas se añadía el hecho de que, cuando venía el tiempo húmedo y reumático, se le embotaba mucho el brazo izquierdo, y se le había oído decir que «la herida» le estaba empezando a molestar. ¿Qué tipo de herida era aquella? Eso nadie lo sabía con certeza: podía haberse tratado de la marca de una vacuna o del tajo de un sable, pues después de decir que la herida le molestaba, invariablemente añadía: «¡Bah, es lo menos que se puede esperar en un veterano!»; y, aunque a continuación podía hablar sin cesar de los militares veteranos, corría un tupido velo sobre sus antiguas campañas. Que había prestado servicio en la India, en realidad, era bastante probable, porque se refería a la comida como «almuerzo matutino», que era una expresión militar de las colonias, y llamaba a su criada con la exclamación «¡Qui-hi!».[1] Teniendo en cuenta que la criada en realidad se llamaba Sarah, era evidente que aquello era una reminiscencia de su etapa en los barracones. Cuando no estaba furioso, su conducta hacia sus congéneres varones era campechana y efusiva; y estuviera furioso o no, se dirigía hacia la damiselas o las mujeres hermosas siempre galante y pomposo en extremo. Desde luego, era de dominio público que llevaba un rizo de cabello femenino en un pequeño guardapelo de oro, atado a la cadena de su reloj, y lo habían visto besándolo cuando —haciendo gala de una llamativa negligencia— pensaba que nadie lo estaba observando.
Cuando tomó asiento junto a la ventana aquella soleada mañana de julio, la mirada de la señorita Mapp se detuvo un instante en la casa del mayor (no sin antes lanzar una mirada de asco a la fotografía de la contracubierta de su periódico ilustrado matutino, que generalmente mostraba a jóvenes muchachas bailando en corro, jugueteando en las revoltosas olas, o tumbadas en la playa en actitudes que la señorita Mapp prefería no definir). Ni el mayor ni el capitán Puffin eran muy madrugadores. De hecho, en ese momento pudo oír un nítido gruñido amortiguado que su avezado tímpano interpretó claramente como la llamada del mayor a la criada: «Qui-hi!».
—Vaya, así que el mayor acaba de bajar a desayunar —dedujo automáticamente la señorita Mapp—, y ya son casi las diez. A ver… martes, jueves, sábado… hoy tocan gachas matutinas.
Su inquieta mirada viró entonces hacia la casa que estaba justo frente a aquella en la que se desayunaban gachas. Justo entonces, una mano se asomaba por una de las ventanas del piso de arriba y depositaba una esponja en el alféizar. De inmediato, la que parecía la misma mano surgía de nuevo del interior y aseguraba la esponja, como para impedir que saliera volando y cayera a la calle. Por consiguiente, era evidente que el capitán Puffin se había levantado un poco más tarde que el mayor Flint aquella mañana, aunque siempre se afeitaba y se cepillaba los dientes antes del baño, así que apenas había unos minutos de diferencia entre ambos.
La agitación general y el ajetreo diario en Tilling —como ocurre con los paulatinos estallidos de vida palpitante de las crisálidas nocturnas, con los apresuramientos de las señoras del pueblo con sus cestas de mimbre en la mano para las compras, con el éxodo de los hombres para coger el tranvía de las 11.20 de la mañana en dirección al campo de golf, y con otras obligaciones y devociones del día— no entraban en su apogeo hasta las diez y media al menos; así que la señorita Mapp tenía tiempo de sobra para echarle una ojeada a los titulares del periódico y entretenerse en necesarias y castas meditaciones respecto a los ocupantes de aquellas dos casas antes de tener que volver a ocupar su lugar junto a la ventana para no perderse ningún detalle.
De los dos, el mayor Flint era, sin ninguna duda, el más atractivo para las féminas. Durante años, la señorita Mapp había intentado engatusarlo para que se casara con ella, y, desde luego, aún no se había dado por vencida. Con su historial aventurero, con el tufillo a India (y a alcanfor) en las alfombras de piel de tigre que cubrían el suelo de su vestíbulo y se elevaban sobre los rodapiés de las paredes como las olas que trae la pleamar, con sus modales altaneros y galantes, con sus contundentes y despectivos «¡buah!» y sus desdeñosos comentarios ante las «bobadas y tonterías que suelta la gente», con sus golpetazos en la mesa para hacer hincapié en alguna argumentación, con su herida de misterioso origen y sus prodigiosos golpes en el campo de golf, con su intolerancia ante cualquiera que creyera en los fantasmas, en los microbios o en la dieta vegetariana, el mayor Flint se presentaba ante las damas dotado de cierta apostura y cierto aire aventurero. En su presencia, las damas sentían que estaban frente a un pedazo de carbón ardiente que se hubiera transportado ante ellas directamente desde los hornos de la Creación.
El capitán Puffin, por otro lado, era de una pasta tan diferente que apenas se podría decir que fuera de ninguna pasta en absoluto. De muy baja estatura, hacía avanzar su escuálida constitución a base de trompicones causados por una cojera que no hubiera podido disimular. Lo que sí podía ocultar era su hombría, a base de los abalorios y trajes de nativos de Papúa que guardaba en el vestíbulo y que contrastaban forzosamente con las tradicionales pieles de tigre que adornaban la casa del ...

Índice

  1. La señorita Mapp
  2. La vizcondesa del music hall
  3. Notas
  4. Créditos
  5. Índice