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En la Broadcasting House, al departamento de Programas Grabados se lo llamaba a veces el Serrallo, porque a su director le parecía que trabajaba mejor rodeado de jovencitas. Era un hábito comprensible y bastante inocuo, aunque, a decir verdad, el DPG nunca se había planteado si era inocuo o no. Para que hubiera llegado a ocurrírsele algo así, tendrían que haberlo obligado. Mientras tanto, las chicas asumían que, en los tres turnos en que se dividían las veinticuatro horas de aquellos tiempos de guerra, podía ocurrir que le sobreviniera la irresistible necesidad de confiarle sus problemas a alguna de ellas, o quizá a todas, pero nunca a dos al mismo tiempo. Lo cual recordaba asimismo la disciplina de un serrallo, pero habría sido injusto deducir, como hacían en ocasiones algunos veteranos del Ente, que aquella era la única ocupación de las ayudantes temporales junior de Programas Grabados. Muy al contrario, les incumbía la angustiosa tarea de encargarse de las cinco mil grabaciones que se utilizaban cada semana. Las procesadas por el departamento iban al Archivo Sonoro de la guerra, mientras que los recortes se abandonaban a un silencio definitivo.
—No se me ocurre de qué serviría que el señor Brooks hablara conmigo —dijo Lise, que llevaba reclutada solo tres días—. Yo no sé nada.
Vi replicó que los puestos de responsabilidad, como el de DGP, eran duros para quienes los desempeñaban si no bebían ni se confesaban.
—¿Así que eres católica?
—No, pero se lo he oído decir a la gente.
Vi solo llevaba seis meses en la Broadcasting House, pero, como pronto cumpliría diecinueve, a menudo le pedían que les explicara las cosas a los que aún sabían menos.
—Diría que lo has malinterpretado —añadió, mostrando paciencia con Lise, que contaba con cierta gracia, pero no tenía formas, se arreglaba poco y parecía triste—. No te saltará encima. Solo hay que escuchar.
—¿No tiene secretaria?
—Sí, la señora Milne, pero es una veterana.
Esto sí lo entendía Lise, aunque solo llevara tres días.
—¿Y mujer? ¿No está casado?
—Por supuesto que está casado. Vive en Streatham; tiene una casa preciosa en Streatham Common, aunque va poco por allí. Ninguno de los jefazos va mucho a casa. Hacen jornada continua, al parecer.
—¿Has visto alguna vez a la señora Brooks?
—No.
—¿Cómo sabes entonces que tiene una casa preciosa?
Vi no contestó, y Lise empezó a darle vueltas a la información que le había proporcionado.
—Pues me parece un egoísta de mierda.
—Ya te he dicho cómo es. Cree que la gente de menos de veinte años es más receptiva. No sé por qué piensa así. Simplemente, vuelca sus preocupaciones en nosotras, por turnos.
—¿Lo ha hecho con Della?
—Bueno, con Della quizá no.
—¿Y qué pasa si no se te da bien escuchar? ¿Se libra de ti?
Vi explicó que algunas chicas habían pedido el traslado, porque preferían ser técnicas junior de programación y colaborar en Transmisiones. Pero eso no había sido de ningún modo culpa del DPG. Como no deseaba tener que explicar cosas que solo la experiencia, si acaso, podía esclarecer, Vi miró la hora primero en su reloj y luego en el de pared. Había que entregar un extracto del primer ministro para el noticiario del mediodía, de 1 min 42 s, con la entrada La humanidad, antes que la legalidad, ha de ser nuestra guía.
—Por cierto, te dirá que tu cara (de una belleza elusiva, muy elusiva, de hecho) le recuerda a otra que ha visto en alguna parte: en un cuadro contemplado aquí o allá, en una fotografía, en algún personaje histórico; algo, en cualquier caso, que no sabe precisar.
Lise pareció animarse un poco.
—¿Y no se acuerda nunca?
—A veces recurre a la señora Milne, pero ella tampoco lo sabe. No, su memoria no lo ayuda. Pero probablemente te ponga en la Lista del Personal Indispensable para Emergencias del departamento. Ahí está la gente que quiere tener cerca en caso de invasión. Si eso ocurriera, nos sitiarían, ¿te das cuenta? Pondrían barricadas en ambos extremos de Langham Place. Si te metiera en la lista, te trasladarían a las Oficinas de Defensa, en el subsótano, donde te proporcionarían un juego de toalla, jabón y ropa de cama para lo que durase la invasión. Luego recibirías la circular sobre bombas de mano.
Lise abrió mucho los ojos y soltó unas lágrimas, sin que ello le restara belleza. Vi, en cambio, era amplia de miras: aquello no le preocupaba.
—Mi novio está en la marina mercante —dijo, dándose cuenta de la verdadera naturaleza del problema—. ¿Y el tuyo?
—En Francia, con el ejército francés. Es francés.
—Eso no es bueno.
El pensamiento se les fue a las dos adonde no debía írseles: olas inermes de carne batiendo contra el metal y el agua salada. Vi imaginó la silenciosa caída de un telegrama en el buzón. Su madre diría que era como la última vez, pero peor, porque en aquellos días la gente parecía más humana, y el cartero era un amigo de verdad y conocía a todos los vecinos de su ronda.
—¿Y cómo se llama?
—Frédé. Yo misma soy medio francesa. ¿No te lo han dicho?
—Bueno, eso ahora ya no tiene remedio. —Vi buscaba un consuelo adecuado—. No te preocupes si te ponen en la Lista del Personal Indispensable para Emergencias. No te quedarás mucho. Siempre hay cambios.
La señora Milne llamó por teléfono.
—¿Está la señorita Bernard? ¿Se llama así, por cierto? Esto parece ya la Sociedad de las Naciones. Como es nueva en el departamento, al DPG le gustaría verla un momento cuando acabe el turno.
—Ni siquiera lo habíamos comenzado todavía.
La señora Milne estaba acostumbrada a relajarse un poco con Vi.
—Está siendo un día agotador con tantas directrices. ¿Por qué no dejarán que nos ocupemos tranquilamente de nuestros asuntos, que conocemos como la palma de la mano? Dile a la señorita Bernard que no se preocupe por la cena. Me han pedido que me encargue de que traigan sándwiches.
Lise no estaba escuchando, pero volvió con Vi al punto que había entendido mejor.
—Si el señor Brooks dice que le parezco guapa, ¿será en serio?
—Todo lo que dice, lo dice en serio en ese momento.
Siempre había tiempo para conversaciones de este tipo, y de todo tipo, en la Broadcasting House. La idea misma de Continuidad, palabras y música que se sucedían sin interrupción, salvo por una tos, unos pies que se arrastraban o algún error recibido con delectación por un público indulgente, parecía afectar a todos, hasta a los más humildes empleados, los que archivaban los guiones de las emisiones y los que llenaban los vasos de agua, de forma que siempre estaban formando corros, en el comedor, en los pasillos de las siete plantas, junto a las teleimpresoras del sótano, en los lavabos, en los estudios, y hablaban, hablaban unos con otros, por lo general unos de otros, hasta el último momento, cuando lo prohibía la señal SILENCIO: EN EL AIRE.
La charla de aquellas siete cubiertas aumentaba el parecido del enorme edificio con un transatlántico, como habían pretendido sus diseñadores. La Broadcasting House se mantenía invariablemente rumbo al sur. Con los mejores técnicos del mundo, y una tripulación que comprendía desde los muy respetables hasta los apenas cuerdos, parecía despreciar todo desastre de una escala inferior a la del Titanic. Desde el estalli...