Impedimenta
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Impedimenta

  1. 440 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Emmeline Lucas, conocida universalmente por sus amigos como Lucía, reina de Riseholme, es una archiesnob del más alto nivel. Cuando en sus vacaciones alquila una casita junto al mar, cree que ya nadie podrá hacerle sombra, hasta que se cruza en su camino Miss Elizabeth Mapp, figura central de la vida social del pequeño villorrio de Tilling.De cara al mundo, Lucía y Mapp son las mejores y más mundanas anfitrionas, pero en secreto no cejarán en su empeño, por muy bajo que puedan caer, por ganar la feroz batalla por la supremacía. "Mapp y Lucía", continuación de las aventuras de la inefable Emmeline Lucas en "Reina Lucía", nos presenta toda una panoplia de memorables secundarios: el vicario de Birmingham que habla con acento medieval escocés; la muy riquísima Susan, que no sale de casa sin su Rolls-Royce; Diva, aficionada al cotilleo despiadado; o el ya conocido Georgie Pillson y su tupé, devotos servidores ambos de la reina, que sufre la amenaza de ser destronada.La gran novela sobre el Beau Monde rural inglés.

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Información

Año
2012
ISBN
9788415979050
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Mapp y Lucía



adorno



E. F. Benson


Traducción del inglés e introducción a cargo de
José C. Vales


impedimentaebook

Introducción


adorno-intro



por José C. Vales


Nostalgias eduardianas


¿Cómo es posible construir una novela en la que todo gire alrededor de pequeñas envidias, vanidades y rencillas? Más aún: ¿cómo es posible que una serie de novelas donde no parece haber más que cotilleos, rencores, sarcasmos y malicias haya alcanzado semejante nivel de estimación y valoración crítica, y goce hoy del aprecio de millones de lectores? ¿Cómo es posible, en fin, el éxito de novelas en las que nada de lo que ocurre se ajusta a lo que nuestra sociedad considera importante o trascendente?
Y sin embargo, eso es lo que sucede con la serie de novelas de «Mapp y Lucía».
Edward Frederic Benson (1867–1940), benjamín de una acomodada y culta familia de la clerecía británica, fue en su momento celebrado por sus cuentos de terror (ghost stories), que publicaba en distintos periódicos y semanarios, y que luego agrupaba en libros y colecciones. Se asegura que en su casa se narraba con frecuencia la historia de una institutriz que soportó todas las angustias imaginables cuando los espectros de los muertos la acosaron. También se da por seguro que el padre de nuestro autor le contó aquella historia a un joven americano llamado Henry James, que más adelante la reelaboró y la publicó con el título de The Turn of the Screw (traducida habitualmente en español como Otra vuelta de tuerca).
La herencia victoriana y muy inglesa de los cuentos de terror fue languideciendo en las últimas décadas del siglo xix (el broche de oro a la gran literatura gótica es el Drácula de Bram Stoker, que se publica en 1897), y el cambio de siglo sugiere unas fórmulas literarias que ya no parecían encajar en un mundo que paulatinamente se va alejando de las oscuridades victorianas. En 1901, cuando fallece la reina que dio nombre a todo un período de la cultura británica, algunos escritores (T. S. Eliot, Thomas Hardy, W. B. Yeats y Henry James, explícitamente) dan a entender que el final de siglo representa también un final de ciclo. El adelantado es, naturalmente, Oscar Wilde (1854–1900), que se presenta ante los rigoristas como el gran provocador que era: esnob, lánguido, modernista, dandy, esteticista y crítico.
A pesar de los malos presagios, el primer decenio del xx inglés fue uno de los períodos más brillantes y prósperos de Gran Bretaña. Eduardo VII (1841–1910), que ostentaba orgulloso los títulos de rey de la Gran Bretaña e Irlanda, y emperador de la India, ocupará el trono durante una época tan peculiar, tan encantadora y alegre que acabará conociéndose como época eduardiana. El modern style, el art nouveau y el jugendstil, con su esteticismo elegante, representan bien el optimismo de unos años que en Francia recibieron el nombre de Belle Époque. En medio de una paz política aparentemente consolidada (y que solo presagiaba el drama de la inminente guerra mundial), los ingleses asistían a una época de prosperidad económica, grandes invenciones y descubrimientos, novísimos medios de transporte, renovaciones vanguardistas en el arte y la literatura, asombrosas revoluciones en la indumentaria y unas libertades insospechadas en otros ámbitos íntimos y personales. Fue, por ejemplo, muy relevante la importancia que se le concedió a la moda (que por entonces comenzó su tradición de ciclos anuales) y al deporte (en 1908 se celebran unos Juegos Olímpicos en Londres). Seguramente este despertar deportivo y calisténico (tan grato a Emmeline Lucas y a otros personajes bensonianos) guarda relación con el abandono del corsé, los nuevos peinados a lo garçon y otras modas procedentes de París. Los nuevos automóviles (la casa Rolls-Royce, tan importante para los Wyse, se funda en 1906), cada vez mejores y más accesibles, los descubrimientos médicos que revelaron la importancia de los microorganismos en las infecciones (que tanto aterran a la señorita Mapp), la invención de las grabaciones sonoras y el cine, la popularización de la música (y de las artes en general) y los espectáculos de varietés, las fiestas privadas en los jardines y el esteticismo en todas las facetas de la vida son elementos que caracterizan esta época de esnobismos, elegancias y frivolidades.
Aunque la mayoría de los especialistas alargan el período de la felicidad eduardiana hasta el comienzo de la guerra mundial, otros historiadores consideran que el brillo y el esplendor de esta época se cerró dramáticamente el 15 de abril de 1912, con el hundimiento del Titanic, y que aquella tragedia bien podría entenderse como un símbolo de ese tiempo: el lujo, la alegría, la despreocupación, el ambiente chic y desinhibido, las vajillas y el mobiliario elegantísimo, las joyas, y los pasajeros de primera clase disfrutaban de la vida mientras en los camarotes inferiores se hacinaban obreros y criadas dispuestos a viajar miles de kilómetros en pos del anhelado Dorado americano.
En cualquier caso, los escasos restos de alegría que quedaran tras el hundimiento del Titanic se hicieron pedazos el verano de 1914, cuando dio comienzo un conflicto sucio y escasamente heroico que acabó con la vida de diez millones de personas.
No es que los literatos fueran tan ingenuos que no conocieran de antemano las terribles consecuencias de un enfrentamiento bélico, pero una guerra como la de 1914 seguramente barrió de un plumazo las pocas alegrías, fantasías y trivialidades a las que pudieran desear entregarse. Cuando se disipó el olor a pólvora y a gas en las trincheras, la literatura ya había cambiado para siempre y Virginia Woolf, D. H. Lawrence y James Joyce saltaron a la palestra y publicaron sus obras maestras en este período de entreguerras (La señora Dalloway, 1925; Las olas, 1931; Mujeres enamoradas, 1920; El amante de lady Chatterley, 1928; Ulises, 1922).
Y en medio del caos político y social, en medio del desastre humano y de la obligada búsqueda de nuevos modos literarios para el nuevo mundo del siglo xx, E. F. Benson comienza a escribir una serie de novelas en las que no se aprecia, en absoluto, ninguna de las preocupaciones que laten en Woolf, Lawrence o Joyce. En Benson no existe la angustia por el paso del tiempo, ni el caos del mundo o la contingencia humana le preocupan lo más mínimo, ni hay ningún interés por la política, la economía, la sociedad o la tecnología, ni sus personajes prestan atención ninguna a las pasiones y el sexo… En definitiva, a ojos del lector moderno, en las novelas de Benson no pasa absolutamente nada. O, peor aún, pasan cosas que avergonzarían a cualquiera, y todo ello cargado de frivolidad, trivialidad, superficialidad y vacuidad. Y aquí, de nuevo es necesario repetir la pregunta: ¿cómo es posible que, en el ambiente político y cultural del período de entreguerras, un autor se dedicara —en serio— a narrar las aventuras vacacionales de unos esnobs relamidos de provincias?
Las penurias de la posguerra generaron en Inglaterra lo que se denominó la «nostalgia eduardiana», basada en la creencia de que aquel período de esplendor había sido una especie de Edad de Oro a la que, por desgracia, ya no se podría volver. La aventura literaria del escritor E. M. Forster (1879–1970) resulta muy ilustrativa en este sentido. Publicó sus novelas más importantes en la gloriosa década eduardiana: Where Angels Fear to Tread (Donde los ángeles no se aventuran, 1905), A Room with a View (Una habitación con vistas, 1908) y Howard’s End (1910). Después de la guerra, como en un coletazo imperial, publicó A Passage to India (Pasaje a la India, 1924), y prácticamente ahí concluyó su carrera literaria. Comprendió a la perfección que el mundo (conservador, clasista, brillante y esteticista) en el que sus novelas adquirían fuerza y solidez se había desvanecido sin remedio, y aunque siguió colaborando en algunos medios, abandonó para siempre su tarea como narrador. Curiosamente, su obra goza hoy de una extraordinaria vitalidad.
E. F. Benson es uno de los grandes exponentes de esa nostalgia eduardiana: con un lenguaje conscientemente decimonónico, el autor nos devuelve a ese mundo brillante y encantador de fiestas en el jardín, veranos en la costa, deliciosos picnics, conversaciones agradables y engorrosas obligaciones, como la de «vestirse para cenar». Solo algunos detalles indican al lector que las novelas están teniendo lugar muchos años después de que el mundo eduardiano se haya esfumado para siempre: que un personaje bebe whisky «de antes de la guerra», que una joven estrafalaria toma el sol y viaja en motocicleta, que a Lucía le hicieron un cuadro cubista en Londres… Aun así, ni al autor ni a los personajes les interesa ir más allá: «Querida Irene, no seas tan moderna», le dice Lucía a la joven artista que simplemente sugiere la posibilidad de que una pareja vaya a convivir sin casarse. El estado de ingenua frivolidad de los personajes de Benson es tal que la única referencia concreta al desgarrador conflicto bélico europeo corresponde a Georgie Pillson: cuando Elizabeth Mapp le rompe la cadena de la puerta a Lucía, Georgie presiente que eso es el principio de un espantoso conflicto, y dice: «Me siento como el 4 de agosto de 1914», que fue precisamente el día en que Inglaterra le declaró la guerra a Alemania y sus aliados. Desde nuestra perspectiva, esta declaración es asombrosa, pero para los ingleses de los años treinta, tras la Primera Guerra Mundial, esa frase debía de entenderse casi como una frivolidad intolerable… a no ser que se considerara como una formulación crítica.


E. F. Benson comienza a escribir la primera novela de la serie de «Mapp y Lucía» cuando aún no se habían apagado del todo los rescoldos de la guerra: Reina Lucía (Queen Lucia) se publicó en 1920 y los restantes títulos fueron apareciendo a lo largo de casi veinte años (Miss Mapp, 1922; Lucia in London, 1927; Mapp and Lucia, 1931; Lucia’s Progress, 1935; y Trouble for Lucia, 1939). La serie narra la historia de las élites sociales de dos pueblos imaginarios, Riseholme y Tilling, donde dos mujeres sobresalen por encima de sus iguales (e incluso por encima de sus superiores): la señorita Elizabeth Mapp y Emmeline Lucas, conocida universally entre sus amigos como Lucía. La señorita Mapp y Lucía ejercen sobre sus respectivas poblaciones un férreo control, y ostentan la primacía social y cultural sin que nadie se atreva a disputársela. Elizabeth Mapp en Tilling y Lucía en Riseholme ocupan sus respectivos tronos gracias a una inteligencia social y emocional indiscutible, una implacable benevolencia, una condescendencia irritante, un refinado maquiavelismo y una fortaleza anímica sin parangón. Ninguna de las dos —salvo en contadas y ridículas ocasiones— ha visto peligrar su cetro, y los bolcheviques revolucionarios (la señora Quantock, Diva Plaistow y otros elementos peligrosos) en ningún mo...

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