VII
Acababa de terminar el octavo breakfast que me tomaba en mi habitación del hotel Adlon. Varichkin nos había prevenido la noche antes de que en las cuarenta y ocho horas siguientes la parte inferior del acta de concesión sería estampada con la firma necesaria. Los tres estábamos impacientes. Lady Diana se aburría en Berlín. A mí el tiempo empezaba a hacérseme largo y Varichkin no escondía su ardiente deseo de acelerar la marcha de los acontecimientos.
A las diez, el camarero de planta me trajo un mensaje urgente. La escritura fina y apretada me inquietó:
Caballero, lo espero esta tarde, a las tres, en el número 44 de la Belle Alliance Platz, segunda planta, a la izquierda. Desearía entrevistarme con usted en privado. Por su propio interés, no hable de esto con nadie. Salud y Fraternidad, Irina Muravieva.
El resto de la mañana me enfrasqué en un juego de construcción de hipótesis. ¿Debía pretextar un impedimento? ¿Sería mejor postergar aquella reunión? ¿Debía fingir que no conocía a la señora Muravieva? ¿No sería más prudente prevenir a Varichkin, a pesar de la advertencia? Concluí que lo mejor era aceptar el encuentro privado para que aquella mujer no pensara que tenía miedo.
En el 44 de la Belle Alliance Platz se erguía una casa burguesa abotargada de boínders de ladrillo pintado, de las que abundan en Berlín. En la primera planta, a la izquierda, había una placa de esmalte blanco en la que se leía: «Dr. Otto Kupfer — Zahnarzt», y, a la derecha, en otra placa: «Dr. Jr. Spuckenheim — Rechtsanwalt». Me dije que un edificio que albergaba a un odontólogo y a un abogado no tenía nada de misterioso y subí a la segunda planta. A la derecha, en una placa de cobre, estaban grabadas las siguientes palabras: «Fraulein Erna Dickerhoff — Gesangunterricht». La verdad era que la señora Muravieva vivía rodeada de vecinos pacíficos; desde luego, las lecciones de canto de la señorita Dickerhoff no habían sido pensadas para espantar a los visitantes recelosos.
Llamé a la puerta de la izquierda. Un hombre mal afeitado y vestido con una chaqueta sucia me recibió con un pronunciado acento eslavo y escrutándome bajo unas tupidas cejas negras. Jamás se me habría ocurrido confiarle mi chequera.
—Tengo cita a las tres con la señora Muravieva —le anuncié con cortesía.
—¿Tiene cita con la camarada Muravieva? —rectificó él.
—Sí, camarada —respondí, sacando partido de su lección de savoir-vivre.
Me miró de arriba abajo, desde la punta de mis zapatos de charol hasta la perla de mi corbata, y murmuró:
—Yo no soy su camarada.
Le rogué que me excusara, pero ya había desaparecido detrás de la puerta. Aproveché para examinar el decorado. El vasto recibidor estaba amueblado con algunas sillas desparejadas y una mesa en la que se amontonaban revistas rusas y gacetas alemanas. Desde el fondo de una habitación llegaba un ruido como de metralleta de juguete. Una dactilógrafa trabajando, sin duda.
—Por aquí —dijo de repente el hombre sensible a la etiqueta de la camaradería.
Lo seguí hasta hallarme en presencia de la señora Muravieva. Su despacho privado carecía de cualquier lujo. Una gran mesa de roble sembrada de papeles. Un sillón gastado por las visitas. Una biblioteca de madera blanca, llena de impresos importantes. Y eso era todo.
La señora Muravieva se encontraba de pie, delante de la chimenea. Llevaba el mismo trajecito gris, pero la cabeza desnuda. Sus cabellos cortos, espesos, coronaban con un ancho trazo negro la palidez de su frente, y sus pupilas azules me examinaban sin hostilidad ni benevolencia. Me sentí como un lepidóptero sometido a la curiosidad de una entomóloga.
Hice una venia. Me respondió con un gesto de la cabeza. Creí conveniente empezar la conversación en tono frívolo y, como la rusa hablaba francés admirablemente bien, di paso a las hostilidades en esta lengua.
—Me ha convocado, señora, así que he venido corriendo. Rusia no tiene tiempo que perder.
Mi hilaridad iba para largo. En ese punto todavía ignoraba que con las valkirias de Moscú no se puede bromear. La señora Muravieva dio un par de pasos al frente con las manos en los bolsillos de la chaqueta y me observó de cerca. Me sentí más lepidóptero que nunca. Tuve la impresión de que me haría cosquillas en las orejas con la punta de un portaplumas para ver si reaccionaba. Empezaba a estar harto de ser estudiado en silencio por aquella extraña mujercita.
—Sí, señora —remarqué—. Respiro por los pulmones, como los mamíferos, y me afeito cada mañana, como los seres civilizados. ¿Quiere más detalles?
La señora Muravieva sacó una pitillera de su bolsillo, me ofreció un cigarro, me dio fuego y me hizo una señal para que me sentara en el sillón ajado. Sin embargo, como ella permanecía de pie, decliné su invitación sonriendo.
—No, señora, no me sentaré hasta que no predique con el ejemplo.
—¿Por qué?
—Porque, si permanece de pie, significa que le corre prisa que me vaya y no sería de buena educación. Y si, por el contrario, yo me quedara de pie mientras usted está sentada, sería como comparecer ante usted en calidad de inculpado.
La señora Muravieva se encogió discretamente de hombros y se sentó por fin. La imité. Echó la ceniza de su cigarrillo en un platillo de cobre y me miró de nuevo.
—Me pregunto si es usted un hombre honrado —dijo.
—Eso depende del sentido que le dé a tal calificativo. ¿En el sentido del siglo XVIII? ¿En el del siglo XX? Hasta ahora no he robado nunca y siempre cumplo mi palabra.
—He estado reflexionando sobre su caso, príncipe Séliman…
—Es un gran honor el que me rinde, teniendo en cuenta la trascendencia de sus ocupaciones.
—… y me he dicho que, para ser un hombre honesto, ejerce usted una profesión singular.
—¿Cuál?
—Secretario de una hermosa mujer.
—¿Es incompatible con la honestidad?
—En general, sí… porque a ella le falta transparencia. Hablemos claro: ¿se le paga para que redacte las cartas de lady Wynham o para que duerma en su cama?
—Ni una cosa ni la otra. No se me paga y no soy su amante.
La señora Muravieva hizo una mueca de sorpresa y aplastó la colilla de su cigarro contra el fondo del platillo.
—¿Secretario por amor al arte? —observó.
—Digamos, más bien, amigo por afinidad. Pero ¿me permite una sencilla pregunta? ¿Me ha convocado con el único propósito de exponerme sus ideas sobre el valor moral de las profesiones?
—No. Lo he hecho llamar porque me gusta conocer a los adversarios que se me llama a combatir.
—¿Yo? ¿Un adversario? —protesté fingiendo sorpresa.
—Nada de teatro, se lo ruego. Sabe muy bien que nos separa una barricada.
—Política, quizá…
—...