DIECIOCHO
Lo primero que hice después fue tomarme una buena copa. Mi corazón latía como un ejército avanzando. Nunca serviría para una conspiración. Luego volví al piso a buscar a Mars. Lo llevé en el autobús hasta Barnes, tomé cerveza y unos bocadillos en el Red Lion, y luego paseé con él por el Common hasta que oscureció. Cuando volvimos a Goldhawk Road era casi de noche. Dejé a Mars en el piso; no había rastro de Dave. Habría ido a alguna reunión. Luego comencé a andar al azar hacia Hammersmith. Quería que pasaran las horas lo más rápido posible. Los pubs estaban a punto de cerrar y me bebí todo el whisky que pude en los últimos diez minutos. Caminé hasta casi llegar al río. No pensaba en nada en concreto, pero mi mente estaba dominaba por Hugo. Era como si desde su cama del hospital sujetara el extremo de una cuerda a la cual estaba yo atado, y de vez en cuando sentía cómo daba tirones. O, también, era como si Hugo se cerniera sobre mí como un gran pájaro; y no sentía ningún placer ante la perspectiva de nuestro inminente encuentro, salvo una especie de ciega satisfacción ante la proximidad de lo inevitable.
Miré el reloj. Era más de medianoche y estaba en el puente de Hammersmith, no lejos del lugar donde habíamos soltado a Mars de su jaula. Miré río arriba e intenté localizar el teatro de mimo dentro de aquella masa de edificios de la orilla norte. Pero estaba demasiado oscuro para ver. Luego se apoderó de mí el pánico, por si llegaba al hospital demasiado tarde. Me puse a caminar rápidamente y paré un taxi en Hammersmith Broadway, que me devolvió a Goldhawk Road. Pero aún era demasiado temprano. Di varios paseos arriba y abajo por la calle, pasando ante el hospital. Todavía no había dado la una y había decidido no entrar antes de las dos. Seguí alejándome del hospital, pero había algo que me arrastraba otra vez hacia él. Decidí imponerme pequeñas tareas: esta vez caminaría hasta el Seven Stars antes de volver; la siguiente vez me quedaría debajo de un puente del ferrocarril mientras fumaba un cigarrillo. Me sentía angustiado.
A la una y veinte no pude resistir más. Decidí entrar. Pero esta vez, mientras me acercaba, toda la escena me pareció terriblemente expuesta. Las farolas resplandecían y todo el edificio parecía cubierto de luz. A medida que me acercaba veía que había gente en la entrada y luces en las ventanas de todas las escaleras, y en algunas de las salas. No había previsto tal grado de iluminación nocturna. Es cierto que los jardines del transepto estaban oscuros y por lo que veía no había luces en Corelli, salvo una lucecita que sin duda procedía de la habitación de la hermana del turno de noche. Sin embargo, para llegar a los jardines del transepto tenía que cruzar un ancho paseo de grava y césped que se extendía a lo largo de todo el hospital y por cada lado del patio, y la zona entera estaba iluminada por infatigables farolas. Postes bajos con cadenas oscilantes separaban el paseo de grava de la calle. La oscuridad parecía muy lejana.
Escogí un punto lo más alejado posible de la entrada principal y miré cautelosamente en las dos direcciones de la calle. No había nadie. Luego eché una carrera y salté por encima de las cadenas, atravesando la grava como una flecha, y seguí diagonalmente por el césped. Corrí a toda velocidad, mis dedos apenas tocaban el suelo; y en un momento llegué a la oscuridad del jardín del transepto. Dejé de correr y me quedé quieto en el césped para recobrar el aliento. Miré hacia atrás. No había nadie. Me rodeaba un gran silencio. Levanté la mirada hacia Corelli. Únicamente estaba la lucecita de la primera planta. Comencé a caminar por el césped, tocando los cerezos uno por uno al pasar. Ahora que estaba lejos del resplandor de las farolas se me ocurrió que era una noche muy clara. Desde la calle el jardín parecía negro como el azabache, pero en el propio jardín la oscuridad no era densa, sino difusa, y mientras caminaba sentía que podían verme claramente desde las ventanas, y esperaba oír en cualquier momento una voz preguntándome qué hacía. Pero no había nadie.
Desde fuera todo parecía muy diferente y me costó cierto tiempo identificar la ventana del almacén. Cuando lo hice me sorprendió comprobar lo alta que quedaba desde el suelo. Me alivió ver que se abría sin ninguna resistencia y sin hacer ruido. Miré a mi alrededor. El jardín estaba vacío y quieto, los cerezos se volvían hacia mí como bailarines inmóviles en un cuadro. Todavía no había aparecido nadie en el camino. Abrí la bisagra y luego enganché mis dedos con fuerza al marco de acero de la abertura, por los dos lados. Pero la base de la ventana estaba demasiado alta como para poder alcanzarla con mi rodilla y no había alféizar en la parte exterior. Me alejé. Dudé ante la idea de dar un salto, por temor a hacer ruido. Luego creí oír pasos acercándose por el camino. Rápido como una centella, metí una mano en la abertura y me lancé. El borde de acero del marco se me clavó a la altura de la cadera y al instante me incliné suavemente sobre el alféizar de la parte interior y tiré de mis piernas. Me quedé como muerto en el suelo del almacén. Había un silencio dentro del cual me parecía haber provocado una enorme cantidad de ruido. Pero el silencio continuó.
Bajé la ventana, dejándola entornada como antes. Luego fui caminando por el medio de la habitación, sintiendo, en lugar de viendo, los oscuros bultos de las armaduras de hierro de las camas a ambos lados. Aquello sí que estaba negro como el azabache, con una densa oscuridad que parecía anegar los ojos. Busqué a tientas el picaporte, escuché un momento y luego salí al corredor. Las fuertes luces y las blancas paredes penetraron por la puerta y me deslumbraron. Mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, parpadearon ante la embestida de luz, y me los tapé. Luego me volví en dirección a Corelli, con mis pies haciendo un ruido sordo sobre el suelo engomado. Allí era imposible esconderme. Simplemente tenía que esperar a que alguna bondadosa deidad se encargara de que no me encontrara con nadie.
El hospital estaba desierto, pero...