Impedimenta
  1. 304 páginas
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Obra maestra de la literatura japonesa del XX, y tercera parte de la trilogía inaugurada con "Sanshiro" y "Daisuke", "La puerta" narra la historia de Sosuke, un humilde oficinista tokiota de mediana edad que comparte su vida con su esposa Oyone, en el banal anonimato de una casa situada en la base de un barranco. La pareja, cuyo temprano matrimonio fue celebrado casi de modo clandestino, se ve abocada a aceptar bajo su techo a Koroku, el hermano menor de Sosuke, que se convierte en una fuente de conflictos. A la vez, la salud de Oyone se resiente y llega la noticia de la inesperada visita de un fantasma del pasado. Sobre la pareja se cierne entonces un periodo de crisis, y Sosuke se ve obligado a abandonar de manera temporal la tranquilidad de su vida doméstica para retirarse a un monasterio zen y allí meditar sobre su destino.Dotada de un profundo simbolismo, "La puerta" se ha ganado el privilegio de ser considerada por la crítica una de las obras literarias más profundas de la edad moderna en Japón.

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Información

Año
2012
ISBN
9788415578239
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos



La puerta






Natsume Sōseki



Tradución del japonés a cargo de
Fernando Cordobés & Yoko Ogihara



Postfacio de
Kayoko Takagi






I




Sōsuke sacó un cojín al engawa[1] para disfrutar del sol de mediodía y se dejó caer encima con las piernas cruzadas. Al cabo de un rato, apartó la revista que hojeaba y se tumbó de costado. Era un precioso día del veranillo de San Martín. El rítmico golpear de las geta[2] contra el suelo de la silenciosa calle, alcanzaba sus oídos y le producía un placer añadido. Se apoyó sobre el codo para contemplar el hermoso cielo azul que se abría más allá del alero del tejado. Parecía infinito visto desde el diminuto engawa. Pensó que sería muy afortunado si pudiera contemplar un cielo así algún domingo que otro. Miró con los ojos entornados directamente al sol. Su luz era tan cegadora, que acabó por darse la vuelta hacia los shoji[3] donde su esposa, Oyone, cosía.
—¡Qué día tan maravilloso!
—Sí… —contestó ella lacónica.
Sōsuke tampoco parecía dispuesto a iniciar una conversación, así que se volvieron a quedar en silencio. Fue Oyone quien habló al cabo de un rato.
—¿Por qué no sales a dar un paseo?
Sōsuke rezongó; no se movió del sitio. Un poco más tarde, Oyone cayó en la cuenta de que se había dormido. Tenía las rodillas encogidas contra el cuerpo, como una gamba; su negra cabellera quedaba oculta por los brazos. Los tenía doblados de tal manera que impedían ver su rostro.
—Si te duermes ahí seguro que te resfrías —le previno.
Hablaba con un acento similar al de la gente de Tokio, pero con ciertos matices. Lo hacía con las inflexiones propias de las jóvenes japonesas que habían estudiado. Sōsuke abrió los ojos, pero no se levantó.
—Está bien —respondió en voz baja—, no me dormiré.
El silencio volvió a llenarlo todo. No muy lejos de allí pasó un rickshaw.[4] Hizo sonar el timbre dos o tres veces. Un gallo cantó a lo lejos. Los sonidos llegaban a oídos de Sōsuke aunque no los escuchaba. Disfrutaba calentando sus huesos al sol. Los rayos penetraban a través de las fibras de su quimono recién confeccionado. De pronto, recordó algo y llamó a su mujer.
—Oyone, ¿cómo se escribe el ideograma kin en la palabra kinrai?
A Oyone no le sorprendía que su marido se olvidase de cómo escribir un ideograma simple. No se rio de su descuido, con esa risa tan peculiar que tenían algunas mujeres jóvenes.
—Es el mismo que para oo en oomi.[5]
—Eso es precisamente de lo que no me acuerdo.
Oyone descorrió el shoji hasta la mitad y lo dibujó en el suelo del engawa con su regla de costura.
—Así —dijo. El extremo de la regla se quedó inmóvil en el lugar donde había realizado el último trazo. Oyone alzó la vista hacia el cielo transparente.
—Eso es. Por supuesto —dijo Sōsuke sin mirarla. Su laguna pasajera no pareció divertirle, ni siquiera sonrió. Su mujer no le dio mayor importancia al asunto.
—Hace un tiempo magnífico —dijo ella como si hablase para sí misma. Volvió a su labor y dejó abiertas las puertas que daban al engawa. Sōsuke levantó despacio la cabeza.
—Es curioso lo que sucede con los ideogramas, ¿no te parece? —Miró a su mujer a los ojos por primera vez.
—¿Por qué?
—Si dudas cómo escribir aunque sea el más simple, ya no sabes cómo seguir. El otro día sin ir más lejos, estuve un buen rato dándole vueltas al ideograma de kon en konnichi.[6] Lo escribí en un papel y lo miré. Había algo que no funcionaba. Cuanto más lo miraba más me convencía de que no estaba bien escrito. ¿No te ha pasado nunca?
—No, la verdad es que no.
—Será que solo me pasa a mí… —admitió Sōsuke dándose un golpe en la cabeza.
—Me parece que hay algo dentro de ti que no marcha bien.
—Supongo que estoy bastante alterado.
—Sí —asintió ella mirándole a la cara.
Al fin se levantó. Pasó por encima de la labor de su mujer, atravesó el chanoma[7] donde ella cosía y abrió las puertas del salón contiguo. Como el zaguán situado al sur impedía el paso de la luz, fue incapaz de distinguir con sus ojos, aún cegados por el sol, las puertas situadas al fondo de la habitación. Al llegar allí las abrió de par en par. Salió a la parte más oriental del engawa, donde se alzaba un gran desnivel que parecía oprimir el alero del tejado de tal manera, que hasta al sol de la mañana le costaba un enorme esfuerzo dispersar las sombras. En la ladera había crecido la hierba. No había piedras de contención, por lo que siempre existía el temor a que se produjese un deslizamiento de tierras. Por extraño que pudiera parecer, nunca había ocurrido. Quizás por eso el propietario lo había dejado así tanto tiempo. El dueño de la frutería, que llevaba unos veinte años en el barrio, le dijo, un día que llevó un encargo a la casa, que hubo una época en que la pendiente estuvo cubierta por un bosquecillo de bambú, pero que cuando los cortaron no llegaron a arrancarlos de raíz. Esa era la razón de que la tierra estuviera más firme y sujeta de lo que cabía esperar. De ser cierta aquella historia, a Sōsuke le extrañaba que no hubiera vuelto a brotar el bambú. El hombre le explicó que una vez cortados, ya no brotan con tanta facilidad. En cualquier caso, podía estar tranquilo, estaba convencido de que la tierra no se desplomaría sobre ellos. Lo dijo con mucha seguridad, como si la ladera fuese responsabilidad suya. Después se marchó.
El muro de contención no lucía el esplendor de los colores del otoño. El único indicio de que estaban en esa época era la ausencia de fragancia en la hierba, el aspecto desaliñado de la ladera. No había ni rastro de gramíneas, ni de hiedras u otras delicadas hierbas propias de la estación. En lugar de eso, surgían por aquí y por allá como recuerdo de otra época unos ásperos retoños de bambú. Estaban ligeramente teñidos de tonos dorados. Daba la impresión de que si uno se tumbaba encima de ellos cuando los acariciaba el dulce tacto del sol, el calor del otoño que subía por la pendiente terminaría por alcanzarle. Como Sōsuke salía siempre de casa al rayar el alba, y no regresaba al menos hasta pasadas las cuatro de la tarde, en raras ocasiones tenía la oportunidad de deleitarse en la contemplación de la cumbre a esa hora del día, cuando el sol alcanzaba su cénit.
Salió del oscuro cuarto de baño y se lavó las manos. El agua se escurría entre sus dedos. Miró distraído más allá del límite de su casa hacia donde crecía el bambú. De la punta de algunos brotes, nacían las hojas como si fueran los pelos de la cabeza tonsurada de un monje. Se enrollaban unas sobre otras, hacia abajo, sin dejarse rozar por el viento.
Sōsuke cerró las puertas, volvió al salón y se puso de cuclillas frente a la mesa. Si llamaban salón a aquella estancia, era solo porque allí recibían a sus invitados. En realidad no era más que un estudio, un pequeño cuarto de estar a lo sumo. En la parte orientada al norte, estaba el tokonoma[8] de donde colgaba una extraña pintura en rollo frente a un florero de color rojo pardo de dudoso gusto. No había cuadros en las paredes, tan solo dos clavos torcidos de latón brillante. También había una librería con las puertas de cristal cerradas. Nada en su interior despertaba suficiente interés como para atraer su mirada. Abrió los cajones de la mesa. Estaban rematados en oro y plata. Lo revolvió todo buscando algo. Al no encontrarlo, cerró con un golpe seco. Destapó el tintero y empezó a escribir una carta. Cuando terminó, la metió en un sobre y se quedó pensativo unos instantes. Se volvió hacia su mujer que seguía en la habitación de al lado.
—¿Cuál es el número de la casa de los Saeki? —le preguntó.
—¿No era el número veinticinco? —contestó ella—. Una carta no basta —añadió cuando Sōsuke escribía el número en el sobre—. Deberías ir a verla personalmente.
—De todos modos, déjame que lo intente primero por carta, aunque sea inútil… Si no consigo nada, iré a verla. —Sōsuke ponía mucho énfasis en lo que decía. Como no obtuvo respuesta de su mujer, añadió—: Eso será suficiente, ¿no crees?
Oyone no tenía una opinión tan formada como para contradecir a su marido en este asunto, por eso no quiso apremiarlo. Sōsuke salió del salón con la carta en la mano. Se dirigió al recibidor y de allí a la calle. Oyone se levantó cuando su marido se disponía a salir de casa. Fue hasta la entrada para despedirle.
—Voy a dar un paseíto solamente.
—Buena idea —le respondió ella con una sonrisa.
Media hora más tarde, Oyone escuchó el ruido de la puerta principal. Dejó a un lado su labor y se dirigió al recibidor por el engawa. Pensó que su marido ya había regresado, pero en realidad era Koroku, su hermano pequeño. Aún llevaba puesta la gorra del uniforme del colegio y un abrigo de lana negro que casi le tapaba los pies.
—Hace calor —dijo él mientras se desabrochaba el abrigo.
—Vas demasiado abrigado… ¿No te parece una prenda demasiado gruesa para este tiempo?
—Pensé que haría frío después ...

Índice

  1. La puerta
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