El hospital de la transfiguración
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El hospital de la transfiguración

  1. 336 páginas
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El hospital de la transfiguración

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"El hospital de la transfiguración" es la primera novela de Stanislaw Lem, inédita hasta ahora en castellano, y una obra demoledora sobre la ocupación nazi de Polonia.Terminada en Cracovia en septiembre de 1948, y ambientada en los primeros meses de la invasión de Polonia por los nazis, El hospital de la transfiguración narra la historia de Stefan Trzyniecki, un joven doctor que encuentra empleo en un hospital psiquiátrico enclavado en un bosque remoto, un lugar que parece "fuera del mundo". Pero, poco a poco, la locura del exterior va filtrándose entre los muros del hospital. Una serie de sádicos doctores, compañeros de Trzyniecki, se entregan a atroces experimentos con los enfermos mentales internados en el centro, mientras los nazis, que peinan los bosques en busca de partisanos, deciden convertir el sanatorio en un hospital de las SS.Lem, uno de los más indiscutibles maestros de la narrativa europea del XX, evoca en esta novela todo lo que hay de monstruoso en el espíritu humano.

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Información

Año
2008
ISBN
9788415578468
Edición
1
Categoría
Literatura

El hospital de la transfiguración

adorno




El Funeral


El tren paró en Nieczawy solo un momento. Disimuladamente, Stefan se abrió paso a empujones entre la multitud hasta alcanzar las puertas, saltó justo cuando resopló la locomotora y al instante oyó el estrépito de las ruedas a sus espaldas. Durante una hora había estado tan preocupado por bajarse allí, que se había olvidado del objetivo mismo de su viaje. Y, por fin, respirando un aire tan puro que después de la mala ventilación que había en el tren le resultaba cortante, caminaba con paso inseguro, con los ojos entrecerrados por el sol, liberado e indefenso al mismo tiempo, como si acabara de despertar de un sueño profundo.
Aquel día de finales de febrero el cielo estaba veteado de brillantes nubes de suaves contornos. La nieve, en parte derretida por el deshielo, se había acumulado en las hondonadas y en los barrancos, dejando al descubierto matorrales de broza y arbustos, ennegreciendo el camino de barro y obstruyendo las arcillosas laderas. En la blancura hasta ahora uniforme del paisaje irrumpía el caos, presagio de cambios.
Absorto, Stefan dio un paso en falso y el agua se le coló en el zapato. Se estremeció de asco. El jadeo de la locomotora se fue desvaneciendo detrás de las colinas de Bierzyniec; Stefan pudo oír un sonido escurridizo, semejante al chirrido de los grillos, que parecía llegar de todas partes: el ruido constante de la nieve derretida. Con su gabán de lana, su sombrero de fieltro y sus zapatos bajos, típicos de la ciudad, Stefan era consciente de que ofrecía una imagen absolutamente fuera de lugar ante aquellas ondulantes colinas. Por el camino que subía hacia el pueblo bailaban riachuelos deslumbrantes. Saltando de una piedra a otra, Stefan finalmente llegó al cruce y miró el reloj. Era casi la una. Aunque no habían precisado la hora en que se celebraría el funeral, convenía darse prisa. El ataúd, ya cargado con el cadáver, había salido de Kielce el día anterior, así que estaría ya en la casa del tío Ksawery, aunque igualmente podría encontrarse en la iglesia, puesto que el telegrama mencionaba algo, que no quedaba del todo claro, referente a una misa. ¿O se refería a las exequias? No lograba recordarlo, y el estar meditando sobre tales cuestiones litúrgicas le molestó. La casa de su tío estaba a unos diez minutos andando, tan lejos como el cementerio, pero si el cortejo fúnebre daba un rodeo para entrar en la iglesia… Stefan se dirigió hacia la curva de la carretera, se detuvo, retrocedió unos pasos y volvió a detenerse. Entre los campos vio a un anciano campesino caminando por el sendero cargando al hombro con la cruz que suele encabezar los cortejos fúnebres. Stefan quiso llamarle, pero no se atrevió. Apretando los dientes, se encaminó al cementerio. El campesino alcanzó el muro del camposanto y desapareció. No parecía que se dirigiera hacia el pueblo, de ahí que Stefan, desesperado, se recogiera los faldones del abrigo y, levantándolos como hacen las mujeres, echara a correr, saltando para evitar los charcos. El camino que llevaba al cementerio rodeaba una pequeña colina cubierta de avellanos. Sin achantarse por la nieve que entorpecía sus pasos y apartando las ramas que le golpeaban la cara, corrió hasta la cima. Los matorrales terminaban de manera abrupta. Stefan bajó al camino que había frente al cementerio. No se oía ni se veía a nadie, y no había ni el menor rastro del campesino. Toda la prisa de Stefan se esfumó de inmediato. Examinó con resignación sus pantalones manchados de barro hasta los tobillos y, con dificultades para respirar, se asomó por encima de la puerta. No había nadie en el cementerio. Cuando la empujó, la puerta lanzó un espantoso chillido que fue apagándose, transformado en un quejido de dolor. Sucias, las capas de nieve cubrían las tumbas y, en oleadas, formaban pequeños montículos al pie de las cruces de madera que, dispuestas en filas, llegaban hasta una mata de saúco. Más allá se encontraban las lápidas pertenecientes a los príncipes de Nieczawy, y, al final, aislado y enorme, el sepulcro de la familia Trzyniecki, coronado por una enorme losa de granito negro sobre el que aparecían, grabadas en letras doradas, unas cuantas fechas y nombres junto a tres abedules. En la franja vacía que separaba el mausoleo del resto del cementerio, en aquella tierra de nadie, se abría la fosa recién cavada, una mancha de barro en la blancura. Stefan se paró en seco, sorprendido. Al parecer, el mausoleo estaba completo y había faltado tiempo o medios para ampliarlo, de manera que el viejo Trzyniecki sería enterrado como cualquier otro vecino. Stefan intentó imaginarse cómo se debió de haber sentido su tío Anzelm al ordenar el traslado del cadáver, pero no había alternativa: desde que Nieczawy perteneciera a los Trzyniecki, ese era el lugar donde enterraban a todos sus muertos y, aunque solo quedara en pie la casa del tío Ksawery, se seguía manteniendo la costumbre. Así, cuando algún pariente fallecía, de toda Polonia acudían representantes de cada una de las ramas de la familia para asistir al funeral.
Los carámbanos cristalinos que colgaban de los brazos de las cruces y de las ramas del saúco goteaban silenciosamente horadando la nieve. Stefan se paró un rato ante la tumba vacía. Debería ir a la casa, pero esa idea le resultaba tan poco atractiva que en lugar de ello se dedicó a pasear por entre las cruces del cementerio campesino. Los nombres, grabados sobre las tablas con un alambre candente, se habían convertido en manchas negras; muchos habían desaparecido del todo, y la superficie de la madera lucía totalmente lisa. Abriéndose paso entre la nieve que le helaba los pies, Stefan caminó por el cementerio hasta detenerse repentinamente junto a una tumba señalada por una cruz enorme de abedul con una placa de hojalata sujeta con clavos. La inscripción, escrita con trazos caprichosos, decía:


Hermano que pasas aquí al lado,
dile a Polonia que aquí yacen sus hijos
que le fueron fieles hasta la muerte.


Y debajo aparecía una lista de nombres con sus respectivos grados. Al final, un soldado desconocido. También una fecha: septiembre de 1939.
Solo habían transcurrido seis meses y medio desde entonces, pero la inscripción no habría podido resistir a la intemperie de no haber sido retocada varias veces por una mano cuidadosa. Las ramas de abeto que cubrían la tumba —sorprendentemente pequeña, pues era difícil de creer que pudieran yacer en ella todos sus ocupantes— habían sido también objeto del mismo cuidado. Stefan, emocionado e inquieto, se entretuvo un rato contemplando la tumba, pero no sabía si debía quitarse el sombrero así que, incapaz de decidirse, reanudó su paseo. Sintió cómo penetraba en su cuerpo el frío de la nieve, se sacudió los zapatos y volvió a mirar el reloj. Era la una y veinte. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la casa, pero pensó que si se quedaba esperando el cortejo en el cementerio, podría simplificar bastante su participación formal en las exequias, así que dio la vuelta y volvió a la fosa que acogería el cuerpo del tío Leszek.
Al examinar la fosa, cayó en la cuenta de lo profunda que era. Sabía lo suficiente de la misteriosa técnica de los sepultureros como para comprender que habían cavado a tanta profundidad a fin de que en el futuro cupiera un ataúd más, el de tía Aniela, la viuda del tío Leszek. Ese descubrimiento le dolió como si involuntariamente hubiera sido testigo de algo indecente; se forzó a alejarse y su mirada reparó en las filas torcidas de cruces. La soledad lo había sensibilizado de tal manera que la certeza de que las diferencias de clase social se mantenían invariables entre los muertos se le reveló como algo absurdo y penoso. Respiró profundamente. A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Del pueblo cercano no llegaba ni el menor ruido e, incluso el graznido de los cuervos, que le había acompañado durante todo el camino, había cesado. Las cruces proyectaban sus sombras con escorzo en la nieve y el frío le entraba por los pies y le atravesaba todo el cuerpo hasta atenazarle el pecho. Stefan, encogido, se metió las manos en los bolsillos. En uno de ellos encontró un paquetito con pan. Su madre debía habérselo metido en el bolsillo antes de que se marchara. De repente sintió hambre, sacó el pan del bolsillo y le quitó el fino envoltorio de papel. Entre las rebanadas asomaba un poco de jamón. Se llevó el pan a la boca, pero no pudo siquiera imaginarse a sí mismo comiendo sobre aquella tumba abierta. Intentó convencerse de que solo era un prejuicio. Al fin y al cabo, se trataba de un simple agujero cavado en la tierra, pero con todo decidió marcharse. Caminó por la nieve hacia la puerta del cementerio con el pedazo de pan en la mano. Cuando pasó por delante de las cruces anónimas, intentó en vano buscar en sus torpes formas algún rasgo definitorio que le diera alguna pista sobre sus dueños póstumos. Stefan pensó que la preocupación de los hombres por la durabilidad de las tumbas derivaba de una creencia que se remontaba a tiempos inmemoriales, según la cual —sin reparar en los preceptos religiosos, a pesar del hecho cierto de la putrefacción y contrariando a la razón— los muertos, en el fondo de la tierra, mantenían algún tipo de existencia, tal vez molesta o incluso espantosa, pero al fin y al cabo una existencia, que duraría hasta que desaparecieran de la superficie los símbolos que los distinguían.
Al alcanzar la puerta, y tras volverse por última vez a contemplar desde lejos las filas de cruces hundidas en la nieve y la mancha amarillenta de la fosa recién cavada, salió al camino embarrado. Cuando reflexionó sobre sus últimos pensamientos, sobre lo absurdo de las exequias mortuorias y sobre su propio papel en la ceremonia, se sintió desconcertado. Durante un instante incluso reprochó a sus padres que le hubieran empujado a emprender ese viaje, más extraño aun si cabe por cuanto había acudido, no en su propio nombre, sino representando a su padre enfermo.
Stefan engulló su bocadillo de jamón, humedeciendo cada bocado con saliva y ...

Índice

  1. El hospital de la transfiguración
  2. Introducción
  3. Nota del editor
  4. El hospital de la transfiguración
  5. Índice