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INVITACIÓN Y ADVERTENCIA
En la cabecera de la cama
un coche fúnebre me recuerda
que quizá haya muerto antes del alba.
Southwell
Mientras su taxi se abría camino entre el tráfico de la estación de Waterloo cual abeja entusiasta entre un enjambre indolente, Geoffrey Vintner releyó la carta y el telegrama que había encontrado sobre su mesa del desayuno aquella misma mañana.
Se sentía tan infeliz como lo habría estado cualquier hombre de escaso espíritu aventurero que acabara de recibir una carta intimidatoria en la que hubiera encontrado suficientes indicios para creer que las amenazas que suscribía probablemente se llevarían a cabo. No era la primera vez aquella mañana que se arrepentía de haber emprendido un incómodo viaje que implicaba abandonar su casita en Surrey, sus gatos, su jardín —cuya disposición cambiaba a diario, en función de algún antojo nuevo y casi nunca factible— y a su inestimable y sufrida ama de llaves, la señora Body. A él no se le daban bien —y esta idea se repetiría con lúgubre frecuencia en el transcurso de la serie de aventuras en las que estaba a punto de embarcarse— los asuntos de violencia física. Una vez pasada la barrera de los cuarenta no resulta posible, ni siquiera en los momentos de mayor entusiasmo, arrojarse sin más a batallas anónimas y mortales contra hombres sin escrúpulos. Y si además uno es un solterón maniático y moderadamente acomodado que se ha criado en una apartada rectoría rural, y tiene una mentalidad muy alejada de preocupaciones sórdidas y de pasiones arrebatadoras, la cosa no solo se antoja imposible, sino francamente absurda. No le consolaba nada pensar que hombres como él habían encontrado el valor y el tesón necesarios para luchar en las playas de Dunquerque; ellos, al menos, sabían a qué se enfrentaban.
Amenazas.
Se sacó un gran revólver antiguo del bolsillo de la americana y lo contempló con la misma mezcla de alarma y afecto que los amantes de los perros suelen dedicar a un ejemplar particularmente feroz. El taxista observó la maniobra por el retrovisor mientras entraban en el amplio puente de Waterloo. Su expresión se ensombreció. Al ver aquella mirada reprobatoria, Geoffrey Vintner guardó apresuradamente el arma. Y entonces se le pasó por la cabeza un extraño pensamiento: tenía constancia de que se habían dado casos de secuestros a manos de taxistas. Al parecer, se dedicaban a merodear ante la casa de su víctima y cuando esta salía se la llevaban por la fuerza a un lugar miserable del puerto y se la entregaban a bandas de malhechores armados. Mientras rodeaban hábilmente la rotonda septentrional del puente, Geoffrey observó con desconfianza la pequeña y recia figura que ocupaba con inmovilidad marmórea el asiento delantero. Aquella mañana solo uno de los trenes que partía desde Surrey llegaba a tiempo para enlazar con el que salía de Paddington, así que, con el simple hecho de saber que él tenía que tomar ese tren, sus enemigos, quienesquiera que fuesen, habrían podido adivinar la hora de su llegada. Sin embargo, encontrar taxi no había resultado nada fácil, y de hecho todos, sin excepción, se habían mostrado más dispuestos a ignorarle que a intentar atraer su atención. Por consiguiente, concluyó que todo iba bien.
Se volvió y miró con disgusto el tráfico que los perseguía con los erráticos movimientos de unos borrachos que siguen a su líder de pub en pub. Cómo llegaba a saber la gente si alguien la seguía era todo un misterio para él. Además, Geoffrey tampoco tenía madera de observador: el mundo exterior dejaba en él la misma huella que una sucesión imprecisa y nada memorable de fantasmas. Un piel roja podría haber caminado a su lado por todo Londres sin que él hubiese notado nada extraño. Durante unos instantes, se planteó pedirle al taxista que diese un rodeo para despistar a sus posibles perseguidores, pero sospechaba que su propuesta no sería muy bien recibida. Y, en cualquier caso, aquel asunto era ridículo de principio a fin: seguir a alguien a plena luz del día por todo Londres llamaría demasiado la atención.
En eso, resultó que se equivocaba.
Si va a Tolnbridge, se arrepentirá.
Nada explícito, desde luego, pero tenía un aire expeditivo que le inspiraba una profunda desconfianza. Advirtió, con la mortificante irritación que sentimos cuando se trunca una ilusión banal, que tanto el papel como el sobre eran peculiares y caros, y que la máquina de escribir, a juzgar por sus numerosas excentricidades tipográficas, sería fácilmente identificable, siempre y cuando se supiera por dónde empezar a buscar. Se abandonó a la sensación de agravio. Los criminales debían, al menos, intentar mantener cierta pretensión de anonimato y no exhibir pistas fáciles, que, para colmo, eran irresolubles para sus víctimas. Además, en el matasellos —gracias a la diligencia de algún empleado de correos— se podía leer «Tolnbridge» con bastante claridad, lo que, a fin de cuentas, tenía su lógica.
El telegrama que sujetaba en la mano izquierda se cayó al suelo. Vintner lo recogió, le sacudió el polvo con sumo cuidado y lo leyó de forma automática, quizá esperando extraer de las enmarañadas e insustanciales mayúsculas del sistema de telégrafos británico algún detalle de importancia que antes se le hubiera pasado por alto. Aquel tono de cruel alegría, pensó con amargura, solo podía proceder del emisor:
Estoy en Tolnbridge alojado en la rectoría curas curas curas todo infestado de curas venga a tocar en la catedral han acribillado a todos los organistas una lástima la música tampoco era tan mala como para ponerse así venga cuanto antes tráigame un cazamariposas lo necesito responda por telegrama si viene o no prepárese para una larga estancia Gervase Fen.
El telegrama había llegado acompañado de un formulario de respuesta con franqueo pagado que tenía una capacidad de cincuenta palabras. No sin cierta satisfacción, Geoffrey lo había rellenado con un sucinto Iré Vintner. No obstante, la sospecha de que Fen ni siquiera repararía en el sarcasmo, hizo que su placer inicial se atemperase un poco. Su amigo era así.
Ahora ni siquiera sabía por qué había contestado. Puede que solo lo hubiera hecho porque el mozo de correos se había quedado esperando en la puerta y él había preferido ahorrarse un posible viaje a la estafeta. La pereza nos impone casi todas nuestras decisiones, reflexionó. Y, claro está, a la sazón todavía no había abierto las cartas… En cualquier caso, el viaje tendría sus compensaciones. El coro de Tolnbridge era excelente, y el órgano, un Willis de cuatro teclados, estaba considerado uno de los mejores del país. Recordaba que tenía un registro de corneta que sonaba de verdad como una corneta, un tapadillo encantador, una noble tuba y un pedalero de treinta y dos pies que en su registro más bajo emitía un vibrante latido rítmico que resonaba por todo el edificio intimidando a los fieles… Pero ¿acaso eran estos detalles suficiente compensación?
Fuera como fuese —su homilía mental se prolongó mientras el taxi cruzaba Trafalgar Square—, aquí estaba, involucrado contra su voluntad en un sórdido conflicto del desorden público que suponía un considerable peligro personal. La carta y el telegrama eran buena prueba de ello. Pero quedaba por saber en qué consistía todo aquel asunto en realidad. El telegrama, con la puntuación pertinente, sugería que algún enemigo se había propuesto abolir, mediante una guerra de desgaste, cualquier tipo de música sacra en Tolnbridge, lo que probablemente implicaba que su inminente llegada no sería bien recibida. Pero aquello parecía harto improbable, por no decir una pura fantasía. Los organistas habían sido «acribillados». ¿Qué demonios significaba eso? La palabra insinuaba, alarmantemente, metralletas… Pero ya sabía que Fen tendía a la exageración y que en las pequeñas ciudades episcopales del oeste de Inglaterra no abundaban las bandas armadas. Geoffrey suspiró. Era inútil especular. Él se había implicado: había quemado la mayor parte de sus naves y las que le quedaban no eran aptas para la navegación. Lo único que podía hacer ahora era quedarse sentadito y, si ocurría algo, confiar en el desti...