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Al alcanzar la mediana edad mi tía abuela se convirtió casi en una reclusa y, cuando murió, yo recordaba muy pocas cosas de ella, porque la última vez que visité el sofocante semisótano en St. John’s Wood había sido treinta y siete años antes, en 1944, cuando yo solo tenía diez años. Quizá mi más vivo recuerdo era el de cómo nos contó, de cabo a rabo y sin cambiar una coma, a mi madre y a mí, al menos media docena de veces, como si de su cuento de hadas favorito se tratara, una obra de teatro titulada Agridulce. No puedo creer que fuera el único espectáculo del que había disfrutado de veras, pero así lo daba a entender; quince años después de haberla visto, seguía hablando de la obra como si hubiera asistido a su representación la noche anterior. Y a continuación nos interpretaba siempre las dos mismas canciones. Aquella mujer más bien regordeta se ponía en pie y, con las manos apoyadas sobre el pecho o con los brazos abiertos, la mirada penetrante y empañada, y la voz un poco ronca, entonaba las baladas con un estilo tan vibrante que mi madre y yo bajábamos la vista, y yo me clavaba las uñas en las palmas de las manos, en lo que suponía un extraño momento de comunión para ambas. Y casi cuarenta años después yo aún escuchaba, con toda claridad, cantar a mi tía Alicia: «Al descender las sombras pienso que solo con que…». A continuación seguía un silencio breve y sacramental.
… alguien excepcional de veras me necesitara,
alguien afectuoso y encantador,
los pesares concluirían, si supiera que
él desea tenerme cerca…
Memoricé sin esfuerzo este pequeño fragmento y una tarde, en el recreo, sorprendí a las demás niñas al soltarlo de repente. Las canciones más populares del momento eran Swinging on a Star y Don’t Fence Me In y otras de ese tipo, que te subían la moral y que te hacían un nudo en la garganta, como The White Cliffs of Dover, pero aquella canción se convirtió en un éxito fulminante; era una rareza y no dejaban de pedírmela: «La canción de fiesta de Rachel». Mis perversas imitaciones de la anciana (cincuenta y siete años cuando la vi por última vez), que yo ejecutaba exagerando cada vez más y más, me proporcionaban aceptación y reconocimiento. A menudo, por supuesto, me sentía culpable; prometía dejar de hacerlo. Sin embargo, al día siguiente me convencía de que no causaba perjuicio alguno a mi tía abuela y sin duda a mí me reportaba muchos beneficios, en cierto modo. Me resultaba francamente difícil conciliar estas imitaciones con la convicción que ya para entonces tenía: que deseaba con toda mi alma «ir al cielo».
Cada vez que mi madre y yo salíamos de Neville Court, ella decía algo como: «Pobre Alicia. Lo único que se puede hacer con ella es tomársela con sentido del humor».
—¿Está loca? —pregunté en una ocasión.
—Por Dios, no. O al menos…
Aguardé.
—En caso de estarlo —continuó—, es completamente feliz. Muchos le envidiarían esa forma de locura.
En mi opinión, la tía Alicia no era precisamente la viva imagen de la felicidad: rechoncha, mejillas fofas, la cara densamente empolvada; usaba vestidos que, como decía mi madre, debían de llevar en el armario toda la vida, y que probablemente no le quedaban bien ni cuando eran nuevos. Una mujer que, como luego llegué a creer, escrutaba los rincones oscuros de aquella estancia recargada y sofocante en busca de algo inasible, seguramente de alguien excepcional, alguien afectuoso y encantador. No, a los diez años, no me parecía en modo alguno una persona envidiable. Ni me lo pareció cuando tuve veinte, la verdad. Ni treinta… ni nunca.
Y luego mi madre dijo:
—Lo cierto es que una vez tu padre mencionó ciertos antecedentes de locura en su familia. —Pausa—. Así que las niñas malas deberían estar atentas, por lo que pueda pasar. ¿No crees?
Por la risa que siguió al último comentario me di cuenta de que se trataba de una broma. En cualquier caso, yo no era especialmente mala. En general era una niña tranquila que no buscaba llamar la atención de los demás. Me habría sorprendido —y aterrado— saber lo que en breve se revelaría en el patio del colegio.
Cuidaba de la tía Alicia una irlandesa grandullona y jactanciosa llamada Bridget, que puede que una vez me salvara la vida, al soltar un grito, cuando yo iba a pulsar el interruptor de la luz de la cocina con las manos mojadas y cubiertas de jabón. Y cuando mi tía abuela se mudó de St. John’s Wood sin informar a nadie de a dónde se dirigía, Bridget la acompañó. Ni siquiera dieron su nueva dirección al portero; y él no recordaba el nombre de la empresa de mudanzas. Dejamos de recibir felicitaciones de Navidad y de cumpleaños, y poco a poco nos olvidamos por completo de Neville Court y de la vida recluida que allí se llevaba. El fragmento de canción y las imitaciones —si se las podía llamar así— se volvieron cosas del pasado.
Ni siquiera cuando mi madre falleció tuve noticias suyas. Sin detenerme a pensar mucho en ello, supuse que Alicia también habría muerto.
Pero no era así. Por aquel entonces aún le quedaban una docena de años por delante.
Supe posteriormente que ella y Bridget habían ido a parar a Bristol; y que allí Bridget se suicidó a los ochenta y cuatro años, y allí la tía Alicia, diez años mayor que ella, había seguido conviviendo con el cuerpo sin vida de Bridget, en la misma casa; una situación que solo salió a la luz al cabo de dos semanas, dos semanas de cellisca y nieve y temperaturas bajo cero. Bridget fue trasladada al depósito de cadáveres del St. Lawrence’s, y Alicia al pabellón geriátrico del mismo hospital.
—Una historia trágica… —me contó la señora Pimm, la asistente social, una mujer de cara redonda y rebosante de salud, cuando por fin me decidí a hacer averiguaciones—. Trágico —reiteró, en un tono que parecía denotar satisfacción y que, a pesar del tiempo transcurrido, mantenía el entusiasmo del buen narrador—. La anciana solo aguantó un mes o dos. Qué manera de acabar… Imaginarlo ya es espantoso, ¡no digamos hablar de ello! ¡Más aún si pensamos en sus orígenes! Saltaba a la vista que provenía de una familia de clase media, con una posición acomodada, que probablemente habría recibido una educación rigurosamente victoriana. Seguro que tuvo una niñera que le empolvaba amorosamente el culito… Una chica mona, imagino; la típica niña mimada…
La señora Pimm frunció los labios y meneó la cabeza y guardó silencio: un pésame bastante poco convincente. Su pequeña oficina, blanca y funcional por lo demás, albergaba una foto enmarcada de su familia sobre el escritorio y dos acuarelas de gran formato en la pared, ambas de jardines.
—Como la mujer de los gatos —dijo.
—¿Gatos?
—Sí. ¿No lo ha leído? Nueve. Sus mascotas. Cuando murió, también ella muy vieja, las pobres criaturas no tenían nada de comer, así que la devoraron a ella… y después se devoraron entre sí. Bueno, así es la naturaleza, la supervivencia, supongo. Pero la más pequeña de mis niñitas me dijo: «¿Mamá, y si no aguantaron hasta el último momento?». La hice callar de inmediato, claro, pero luego no me lo podía quitar de la cabeza.
Sentí un escalofrío.
—Y a menudo pienso que también ella habría sido un bebé al que le empolvarían el culito, y que estaría rodeada de regimientos de parientes que la adorarían y la besarían en la boquita… Toda la carne en torno a la boca, ¿sabe usted?, estaba desgarrada.
Cerró los ojos y realizó una serie de solemnes asentimientos.
—Horrible.
—Estoy segura de que nunca pensó que acabaría así.
En cierto modo, su risa no fue cruel, pues más que de la pobre mujer con nueve gatos de zarpas afiladas, se reía de las ironías que tiene la vida.
—Linda Darnell, la gran actriz, murió en un incendio —siguió—. C. B. Cochran, escaldado en la bañera. Seguro que hasta ese momento habían sido la envidia de todos: sus vidas cuajadas de éxitos, el glamour…
No cabía duda de que coleccionaba un catálogo de desgracias similares. Y sí, provocaban en ella algo próximo al entusiasmo: un mecanismo compensatorio mediante el cual se protegía de la carencia de belleza o glamour o éxito que echaba de menos en su pro...