El misterio de la mosca dorada
Edmund Crispin
Traducción del inglés y postfacio a cargo de
José C. Vales
Nota
Dado que el escenario de esta historia es un lugar real, y se describe más o menos de modo realista, debe quedar bien sentado que todos los personajes de la novela son absolutamente imaginarios y no guardan relación alguna con ninguna persona viva y real. Del mismo modo, son también ficticios el college, el hotel y el teatro en los que se desarrolla la mayor parte de la acción, y la compañía de repertorio que aquí se describe tampoco guarda relación con la de Oxford, ni siquiera con ninguna otra que yo conozca.
E. C.
1. Prólogo sobre los ferrocarriles en Inglaterra
Has hecho lo que te pedí?, dice.
¿Conocerán todos esos católicos la punzada de la muerte?
Marlowe
Para el viajero ingenuo y optimista, el apeadero de Didcot representa la inminente llegada del tren a Oxford; para los más experimentados, sin embargo, no significa otra cosa que media hora más de frustración, como mínimo. Y los viajeros, en general, se dividen en esas dos categorías. Los primeros, entre disculpas, emprenden la tarea de bajar sus maletas de los portaequipajes que se encuentran sobre sus respectivos asientos: los bultos permanecerán en el suelo hasta el final del viaje, convirtiéndose en un estorbo y en un montón de esquinas puntiagudas, inesperadas e implacables contra las que golpearse; los segundos continuarán mirando tristemente por la ventana esa desértica extensión de bosques y campos en la que, por orden de alguna estúpida divinidad, se ha plantado inexplicablemente esa estación, y contemplando las hileras de vagones de mercancías procedentes de todos los rincones del país, alineados y reunidos como la isla de los barcos perdidos —ese lugar mítico— en mitad del mar de los Sargazos. Un pertinaz acompañamiento de sombríos gruñidos y gañidos, junto con una sacudida y unos crujidos de madera y metal, que recuerdan la posibilidad de una insólita noche de Walpurgis en el cementerio local, sugieren a los pasajeros más imaginativos que la locomotora está siendo desmantelada y reconstruida nuevamente. La espera en la estación de Didcot suele durar como norma general unos veinte minutos, o más.
Luego se efectúan alrededor de tres fausses sorties, con sus peculiares acompañamientos de tremendos golpetazos y sacudidas de la maquinaria, que sumen a los pasajeros en un estado de espantoso pavor. Con infinita desgana y a duras penas, el cortejo de locomotoras y vagones comienza por fin a moverse, arrastrando su infeliz carga a través de las llanuras campestres con extraordinaria parsimonia. Hay un número sorprendentemente elevado de estaciones y paradas en el camino antes de llegar a Oxford, y el tren no se salta ni una, demorándose en ellas siempre, sin ninguna razón conocida o imaginable, porque nadie sube ni baja en dichos apeaderos. Uno piensa que tal vez el guardagujas haya visto a alguien que baja corriendo por la carretera de la estación porque llega tarde a coger el tren, o a algún pasajero del pueblo que se haya quedado dormido en un rincón, y le da pena despertarlo para que se suba al tren; o puede que haya una vaca en la vía, o una señal que impida el paso… Las investigaciones llevadas a cabo para dirimir estas cuestiones demuestran, en cualquier caso, que jamás ha habido una vaca en la vía ni señal alguna, pro o contra.
A medida que el tren se aproxima a Oxford, la cosa mejora un poco, porque el viajero ya divisa el canal, por ejemplo, o la Tom Tower. Comienza a percibirse un ambiente de cierta actividad, y se precisa una fuerza sobrehumana para permanecer sentado, sin ponerse el sombrero y el abrigo, con el equipaje esperando en la rejilla superior y el billete en el bolsillo. Sin embargo, los viajeros más animosos se precipitan en ese momento hacia los pasillos. Pero entonces, con seguridad, el tren se detiene justo antes de llegar a la estación: a un lado, los monolíticos depósitos de gas; el cementerio al otro. Allí, junto al camposanto, hace un alto la locomotora, con morbosa pertinacia, emitiendo esporádicos gritos y lamentos de deleite necrofílico. Un sentimiento de feroz e irritante frustración se apodera entonces del viajero. Ahí está Oxford, apenas a unos kilómetros de distancia se encuentra la estación, y aquí, el tren. A los pasajeros no se les permite caminar por las vías, aunque algunos de ellos estarían tentados de hacerlo. Es la misma tortura que Tántalo padeció en el infierno. Ese interludio dedicado al memento mori, durante el cual la compañía del ferrocarril recuerda a los muchachos y muchachas en la flor de la vida que acabarán, de forma inevitable, convirtiéndose en polvo, aún se prolonga otros diez minutos —habitualmente—, tras los cuales el tren procede a continuar su andadura a regañadientes, y entra en esa estación a la que Max Beerbohm se refirió tan agudamente como «la última reliquia de la Edad Media».
Pero si a algún viajero se le ocurre imaginar que ahí concluye todo, está muy equivocado. Antes de llegar, cuando incluso los viajeros más escépticos ya han empezado a desfilar, se descubre que el tren ni siquiera se ha acercado al andén, sino que todavía se encuentra en una de las vías centrales. A ambos lados esperan los amigos y los familiares, a los que se les frustra en el último momento el ansiado abrazo con sus seres queridos, y corren de un lado a otro, agitando las manos y profiriendo gritillos, o permanecen impasibles y melancólicos, con la ansiedad reflejada en sus rostros, buscando con la mirada algo que les confirme que se encuentran en el tren aquellos con los que se supone que tendrían que reunirse. Es como si la barca de Caronte se hubiera quedado varada sin remedio en mitad de la laguna Estigia, incapaz de continuar hacia delante, hacia el mundo de los muertos, o de regresar al mundo de los vivos. Entretanto, en el interior de los vagones se generan temblores de magnitudes sísmicas que lanzan a los pasajeros y sus equipajes unos contra otros, formando aglomeraciones y derrumbamientos en los pasillos de los vagones. De repente, la gente de la estación ve con aterradora sorpresa que el tren emprende su marcha en dirección a Manchester, entre una nube de humo y una peste de mil demonios. Al poco, la locomotora da marcha atrás, regresa y, milagrosamente, el viaje ha concluido.
Los pasajeros van pasando por el torno y se reparten luego en distintos taxis, que en tiempos de guerra cobran tarifas que se ciñen a cierta lógica particular y propia a la que se remiten implacablemente, sin reparar en rangos, edades o prioridades. Se dispersan y desaparecen en el laberinto de antiguallas, monumentos conmemorativos, iglesias, facultades, colleges, bibliotecas, hoteles, bares, sastrerías y librerías que es Oxford. Los más avispados buscan de inmediato un lugar donde tomar un trago, y los más cabezotas se empeñan en intentar llegar a su destino final de una maldita vez. Tras esta diáspora, en la estación solo quedan los pocos viajeros que tienen que esperar otro tren y los que remolonean tristemente por los andenes entre las lecheras de latón.
A esta terrible experiencia, arriba descrita, se sometieron las once personas que, a diferentes horas y por diferentes motivos, viajaron de Paddington a Oxford durante la semana del 4 al 11 de octubre de 1940, y las once reaccionaron de diferentes y características maneras.
Gervase Fen, profesor de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, estaba francamente inquieto. Como no era en absoluto un hombre paciente, aquellos retrasos ferroviarios solo conseguían enfurecerlo. Tosía y gruñía y bostezaba y movía nervioso los pies, y se revolvía en su asiento, con aquel cuerpo larguirucho y desgarbado que le había dado Dios. Su rostro, alegre y rubicundo habitualmente, bien afeitado, se estaba enrojeciendo incluso más de lo normal; y el pelo negro, que llevaba repeinado con agua, empezaba a sublevarse en forma de rebeldes mechones erizados en la coronilla. Su habitual exceso de energía lo llevaba a comprometerse con multitud de obligaciones académicas de las que después se quejaba con amargura, alegando una sobrecarga de trabajo que a nadie parecía importarle, por lo que el retraso era sencillamente un engorro. Y como su única distracción era el libro que llevaba —uno sobre los escritor...