RUMPOLE Y LA EDAD DE LA JUBILACIÓN
—«Sir Mathew ha manifestado ante la Federación Sindical de la Policía que la lucha contra el crimen es cada vez más frustrante. “Y cuando atrapas a uno”, han sido sus palabras exactas, “siempre hay un abogado listillo y corrupto que se gana la vida encontrando algún resquicio legal para que el maleante se pueda escaquear”.»
La radio de la cocina de Casa Rumpole, donde me encontraba masticando de mala gana una tostada quemada y tomando una taza de café soluble antes de partir hacia el Palacio de Justicia situado en Ludgate Circus, crujió, indignada, mientras retransmitía las palabras de un alto cargo de la policía resuelto, como todos los altos cargos de la policía en la actualidad, a revocar la Carta Magna, abolir el habeas corpus, revertir la presunción de inocencia y sustituir el anticuado e insatisfactorio sistema de juicio con jurado por una vista rápida ante el sargento de la comisaría local (situación de la que cualquier abogado quedaría excluido, claro). Cuando me dirigía a coger mi viejo sombrero y la gabardina desgastada, oí decir que sir Matthew había lamentado «la reciente y grave epidemia de absoluciones en el Old Bailey, lo que era un ejemplo notorio de las injusticias provocadas por los buitres jurídicos amigos de los bajos fondos».
Ay, madre. Y dicho de corazón, ese «ay, madre». La profesión de Rumpole, esa con la que se asegura de que ciudadanos de toda clase no sean condenados al azar por delitos que no han cometido solo para impresionar a la gente con las estadísticas de las cárceles, empezaba a caer en el descrédito. Me sentí más despreciado de lo habitual mientras me internaba en el agujero de la estación de metro de Gloucester Road para emprender mi viaje subterráneo hacia el bufete, como un topo de camino a irritar a la policía y a llenar de agujeros el jardín de la justicia, y cuando salí, pestañeando, a la luz del día en la estación de Temple, comenzaba a pensar si no sería ya hora de abandonar la lucha. ¿Sería posible que Rumpole tuviera que retirarse de la abogacía?
La verdad es que no tengo nada sobre lo que sustentar mi jubilación, excepto una cuenta con saldo negativo en el National Westminster Bank y un goteo continuo de honorarios que no he cobrado. Pero ahora que mi hijo Nick se ha marchado en busca de un nuevo mundo y se ha posicionado bastante bien en la Universidad de Baltimore (en el Departamento de Sociología), y vive con su esposa, Erica, en una especie de rancho con una piscina situada en lo que mi nuera llama, en mi opinión de manera muy misteriosa, «el patio trasero» (yo siempre había pensado que el patio trasero era un lugar para los cubos de basura, las bicicletas y como mucho una jaula para hurones), Hilda y yo estamos como podría decirse bastante solos.
—«De nada sirve que viva como un rey holgazán…» —recité para mí mismo mientras me colocaba la toga negra raída y me coronaba con la vieja peluca.
Las palabras del pobre Alfred Tennyson resultaron más apropiadas que nunca: «Junto a este hogar apagado, entre rocas estériles, el consorte de una anciana, inventando y decidiendo leyes arbitrarias para un pueblo bárbaro, que acumula, y duerme, y se alimenta, y no sabe quién soy…».
Recordé de nuevo las palabras del poeta laureado más tarde, ese mismo día, cuando, tras haber pronunciado mi alegato final en un caso en el que estaba defendiendo a un tal Melvin Glassworth por un merecido cargo de conspiración con el objeto de robar una serie de obras de arte y antigüedades valiosas, esperaba sentado en el juzgado número 3 del Old Bailey a que el poco atractivo juez Vosper terminase de formular sus recapitulaciones. Igual que un jugador puede precipitarse a la bancarrota en Montecarlo por culpa de una racha en la que la bola cae siempre al negro cuando todos sus ahorros están puestos al rojo, yo llevaba tres casos seguidos sufriendo la desgracia de enfrentarme al juez Vosper en el Bailey. Este juez, que en mi opinión tiene mucho en común con el Angelo de Shakespeare (ambos orinan hielo solidificado), padecía de las peores faltas que puede atesorar un juez. Era incapaz de estarse callado, siempre actuaba como si fuera el abogado principal de la acusación, y no podía resistirse a hacer chistes en vez de dejarle a Rumpole el papel cómico. En cualquier caso, allí estábamos todos: el abogado de la acusación sentado tranquilamente, el jurado formado por personas de aspecto joven y serio (lo tenían todo clarísimo después de haber oído aquella mañana en la radio las sabias palabras del jefe de policía) y el señor Melvin Glassworth, un hombre regordete y rosáceo que olía a ungüentos cosméticos variados y que sudaba en el banquillo de los acusados al ver cómo las puertas de la prisión empezaban a cerrarse tras él. Cerré los ojos y, desde la distancia, me di cuenta de que las palabras que salían de su señoría en aquel momento podían interpretarse como un discurso disuasorio de las actividades continuadas de Rumpole en los tribunales de justicia.
—Por último, miembros del jurado, debo recordarles —dijo su señoría—, que tienen que decidir el veredicto de este caso basándose en los hechos y no en los discursos del abogado, por muy elocuentes que estos les parezcan.
En otras palabras, el mensaje decía que tuvieran cuidado con Rumpole, el charlatán del Old Bailey.
—El abogado defensor en este caso —continuó el juez— ha decidido cuestionar el testimonio policial, tal y como está autorizado a hacer. Pero ustedes están autorizados a formarse su propia visión de las pruebas y declaraciones, con independencia de la visión que tenga este ilustre consejero, que bien es cierto que lleva mucho tiempo ejerciendo. —¿Por qué no les decía directamente «Rumpole está viejo»?—. A todos nos gustan los alegatos de Rumpole. Sus bromitas siempre nos resultan de lo más graciosas. Pero ustedes y yo tenemos una seria obligación que cumplir…
Sabía que el juez estaba disfrutando de dar a entender que yo estaba allí solo ...