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En 1902, ya había alcanzado una posición con la que no habría podido soñar diez años antes, ni siquiera cinco. Poseía una casa que había diseñado un arquitecto siguiendo sus instrucciones, y aunque la construcción de la misma había ido acompañada de numerosas y pequeñas frustraciones y demoras, dándole la impresión de que en aquella rama no se habían logrado grandes mejoras desde la construcción de las pirámides, a la vista del resultado final quedó claro que la espera había merecido la pena. La casa estaba diseñada pensando en la comodidad y la funcionalidad, y no, como tantas otras, en que sirviera para alardear del estatus social de su propietario. El alzado frontal era sencillo, y el porche y la puerta principal tenían proporciones modestas. Lo más interesante que se veía desde las ventanas de ese lado era el funicular de Sandgate, que funcionaba gracias a un ingenioso sistema de energía hidráulica y que transportaba pasajeros hasta lo más alto de las praderas de Folkestone; se trataba de algo fascinante para quienes tuvieran una mentalidad técnica, pero no resultaba nada pintoresco. El principal atractivo de la casa era su parte de atrás, que daba al sur y cuyas superficies de yeso grueso pintadas de blanco reflejaban la luz y absorbían el calor del sol. También había una terraza muy tentadora y dos zonas de césped, una de las cuales era lo bastante grande como para jugar al bádminton. Más allá del borde del jardín, el terreno se hundía abruptamente, y entre los árboles se veía el canal de la Mancha. En el límite de la propiedad que daba al oeste, de espaldas a la casa, había una pequeña construcción de ladrillo con el techo bellamente azulejado. La idea de Voysey era que fuese el cobertizo del jardinero, pero él se apoderó rápidamente de ella y la convirtió en un segundo estudio. Durante los meses de verano, cuando hacía buen tiempo, solía levantarse al amanecer e instalarse allí a escribir unas cuantas horas antes de desayunar, levantando la vista de su bloc de vez en cuando para disfrutar del paisaje: se veía cómo iba cobrando vida Sandgate High Street, lejos, muy abajo, y cómo la boscosa colina que se alzaba tras la aldea se iba iluminando al salir el sol, y cómo rompían en silencio las olas en la playa de guijarros que se extendía hacia el oeste, junto a la bahía de Saint Mary, hasta llegar a Dymchurch. Al inhalar la dulce y fresca brisa marina que entraba por la puerta, a veces recordaba el dormitorio de Mornington Street, donde tenía un pequeño escritorio apretado entre la cama y una cómoda, y desde el que se veía un patio de lo más sórdido rodeado por los muros tiznados de otras casas idénticas a la suya, y reflexionaba, lleno de satisfacción, sobre lo lejos que habían llegado Jane y él desde entonces.
En términos literales, Londres solo estaba a unos ciento diez kilómetros de distancia, y, aunque la South Eastern Railway Company lograba apañárselas para que el viaje durara dos horas y cuarto, este no resultaba lo bastante tedioso como para disuadir a sus amigos de que fueran a pasar allí un fin de semana; de hecho, solían tener muchos invitados. Iba Gissing, iba Bennett y, cuando empezaron a rondarlo los fabianos, Beatrice y Sidney Webb iban también, así como los Shaw y otras celebridades pertenecientes a la Sociedad. Él disfrutaba recibiendo a amigos y conocidos de la metrópolis, alternando las partidas de bádminton con las conversaciones literarias y las bromas, y Jane era una anfitriona muy eficiente, aunque un tanto nerviosa. No es que la localidad careciera de sus propias celebridades. Henry James vivía en Rye, no lejos de allí, y tenían una relación muy cordial desde que Jane y él llegaron a la zona en el año 98, cuando estuvo postrado en New Romney durante la última fase de sus problemas renales. Allí, el riñón dañado había dejado de funcionar por completo y él se había quedado con solo uno sano, que desde entonces había cumplido con su cometido a la perfección. James y Edmund Gosse, que estaba de invitado en su casa, fueron a visitarlo en bicicleta desde Lamb House y le preguntaron amablemente si necesitaba apoyo financiero del Royal Literary Fund. Se pusieron muy contentos, además de quedar visiblemente impresionados, cuando él les dijo que no y les contó que estaba pensando en instalarse en la zona y construirse una casa con los derechos de autor que cobraba por sus novelas.
Por fortuna, al principio de su breve carrera como crítico teatral para la Pall Mall Gazette, unos años antes, había reseñado positivamente la desastrosa obra de James Guy Domville, y esto permitió que surgiera entre ellos una amistad basada en la admiración mutua y —debido a que la naturaleza de sus obras era tan diferente, y tan amplia la distancia que los separaba en edad— en una feliz falta de rivalidad. Dicha amistad se ejerció, sobre todo, por correspondencia, puesto que James siempre encontraba alguna excusa para declinar las invitaciones a Spade House, tal vez por miedo a no ser capaz de elogiar la casa de manera convincente (la información de que todas las habitaciones tenían cuarto de baño parecía perturbarlo), pero esto quedaba compensado con creces por las extravagancias barrocas de su estilo epistolar: «Usted, con una magnanimidad tan notoria como para resultar cegadora, me envió el verano pasado un volumen hermoso y desalentador que nunca le agradecí como merecía, debido a que fui incapaz de hallar la combinación adecuada de minutos y términos para hacerlo; y después, con plena conciencia de que este bochorno me había reducido prácticamente a una trémula papilla, me lanza este rayo que ha acabado conmigo del modo en que, abrumado por la angustia, le estoy relatando». De esta forma tan impresionante se disculpaba James por no haber acusado recibo de Cuando el dormido despierte antes de recibir Cuentos del espacio y del tiempo. Habían tomado la costumbre de intercambiar ejemplares de los libros que iban publicando y elogios sobre ellos. Las alabanzas de James siempre quedaban matizadas por alguna reserva que se insinuaba solo levemente y que aparecía disfrazada de elogio. «Voy reescribiendo su libro a medida que lo leo, lo cual es el más alto homenaje que mi maldita impertinencia puede rendirle a un autor», le escribió James tras leer, con bastante demora, La máquina del tiempo. En cualquier caso, a él le gustaba tener aquella conexión íntima con el exponente más distinguido, aunque no más popular, en lengua inglesa de la concepción de la novela como forma artística.
Había otros dos novelistas de creciente reputación que vivían en la misma zona de Inglaterra, donde el este de Sussex limita con el oeste de Kent, a los que pronto conoció y apreció: Ford Madox Hueffer y Joseph Conrad, que eran amigos entre sí y escribían obras en colaboración de vez en cuando. Al verlos juntos, parecía improbable que colaboraran: Hueffer, alto y rubio, llevaba bigote y era informal y extrovertido; Conrad, por el contrario, era bajito y moreno, llevaba barba y tenía una actitud bastante hosca. Él, en la intimidad, los apodó la Morsa y el Carpintero, por los prominentes dientes delanteros de Hueffer. «Fordie», como lo llamaban familiarmente, siempre estaba tratando de captar a otros escritores para que se sumaran a su causa, la modernización de la escritura en lengua inglesa, y el polaco Conrad, capitán de navío retirado, aportó a su proyecto una seriedad característica de la Europa continental y un cofre del tesoro lleno de experiencias aventureras, aunque se le escaparan los matices de la comedia costumbrista inglesa.
—Querido Wells, ¿a qué viene tanto alboroto con Jane Austen? —solía preguntarle, frunciendo el ceño y gesticulando—. ¿Qué le ven? ¿A qué viene tanto alboroto?
El hecho de que James, Hueffer, Conrad y él vivieran en la misma zona parecía augurar el surgimiento de un nuevo grupo literario, al que durante un tiempo se sumaron Stephen Crane, un escritor norteamericano joven y brillante, autor de El rojo emblema del valor, y la hermosa Cora, que se hacía pasar por su esposa pero que en realidad estaba casada con otro hombre y que, según los rumores, había regentado un burdel en el salvaje oeste de los Estados Unidos. Los Crane habían llegado a Inglaterra en 1897 y habían alquilado una mansión enorme y destartalada en Brede, cerca de Rye, donde celebraron una memorable fiesta de Nochevieja que comenzó el 31 de diciembre de 1899 y se extendió a lo largo de tres días de comilonas, brindis, juegos y actuaciones teatrales. Henry James estaba invitado pero declinó prudentemente. Asistieron tantas personas que todos los hombres y mujeres tuvieron que compartir los dormitorios, aunque, eso sí, segregados por sexos. A diferencia de Spade House, Brede Place solo tenía un cuarto de baño, que estaba reservado para las damas, por lo que a primera hora de la mañana podía verse a los caballeros dirigiéndose a un bosquecillo cercano, abstraídos y con aire pensativo, fingiendo no darse cuenta de la presencia de los demás. A pesar de estos inconvenientes, la mayor parte de los invitados disfrutó del evento. El pobre Crane, por su parte, ya estaba evidentemente muy enfermo de la tuberculosis que acabaría con su vida seis meses más tarde en una clínica suiza. Él echó mucho de menos a Crane; lo consideraba un hombre valiente y encantador, cuya muerte, trágicamente prematura, lo hacía sentirse aún más afortunado, ya que pensaba que bien podría haber sido él quien falleciera de un modo semejante.
Por lo tanto, ahí estaba él en 1902, el orgulloso propietario de Spade House, un paterfamilias con un hijo rebosante de salud, muy respetado en la comunidad local (le habían pedido que fuera magistrado del distrito), disfrutando de una intensa y variada vida social, teniendo relaciones cordiales con un círculo cada vez más amplio de escritores y pensadores importantes y siendo cada vez más valorado, también él, como escritor y pensador. Anticipaciones se estaba vendiendo tan rápido como si fuera una novela, y la conferencia que dio en la Royal Institution en enero, «El descubrimiento del futuro», se imprimió a toda velocidad para las hordas que no habían podido conseguir entradas para el acto. Pero aquel mismo año escribió otro libro muy distinto que dejó perplejos a muchos de sus nuevos admiradores, una novela corta titulada La dama del mar. Se trataba de una variación del mito de las ondinas que jugaba a combinar elementos fantásticos y realistas incompatibles, pero cuyo te...