CAPITULO UNO
Se habían sentado en varias mesas dispersas por el local, y constituían una ruidosa pandilla de cantores que ahora contemplaba cómo Arthur se dirigía con paso vacilante hacia el rellano de la escalera. Era muy probable que todos supieran que iba borracho como una cuba, y también se habrían dado cuenta de que pronto iba a estar en peligro, pero nadie se levantó para hablar con él ni para llevarlo de vuelta a su asiento. Así pues, con once pintas de cerveza y siete tragos de ginebra jugando al escondite por su estómago, Arthur se cayó rodando escaleras abajo.
El White Horse Club celebraba su noche benéfica. El pub había roto la hucha y tirado la casa por la ventana en cada una de sus salas y entre sus cuatro paredes. El suelo temblaba, vibraban los cristales, y las hojas de aspidistra se iban marchitando entre brumas de cerveza y humo. El Notts había ganado al equipo visitante y los miembros del White Horse se acuartelaron en el piso de arriba para recibir al caudal de hinchas que acudían para celebrar la victoria. Arthur no era miembro del club, pero Brenda sí, de ahí que se estuviera bebiendo la cuota —hasta que durase— que le correspondía a su marido ausente. Más tarde, cuando al club se le acabó el dinero y el astuto encargado cerró el grifo para los que no pudieran pagarse sus consumiciones, Arthur dejó ocho medias coronas sobre la mesa con intención de apoquinar lo suyo.
Era la noche del sábado, la mejor, la más juerguista y la más divertida de la semana. Uno de los cincuenta y dos días de fiesta en la Gran Rueda del año que tan lento gira; un preámbulo enardecido para un Sabbath de postración. Las pasiones contenidas explotaban cuando llegaba la noche del sábado, y el efecto de la dura y monótona faena de una semana en la fábrica se eliminaba del organismo en un estallido de cordialidad y buena disposición. Tu lema era «emborráchate y disfruta», y con tus mañosos brazos rodeabas cinturas femeninas, sintiendo cómo la cerveza bajaba benéficamente hasta el elástico receptáculo de tu estómago.
Brenda y otras dos mujeres que se habían sentado con Arthur vieron cómo este echaba hacia atrás su silla y se levantaba con estrépito; sus velados ojos grises le otorgaban el aspecto de un druida alto y enjuto que estuviera a punto de emprender una danza frenética. Pero, en lugar de eso, musitó algo que ellas, demasiado abstraídas o puede que demasiado borrachas, no pudieron entender, y caminó vacilante hacia el primer escalón. Muchos observaron cómo se sujetaba a la barandilla. Luego giró la cabeza y echó una lenta mirada alrededor del salón abarrotado, como si no supiese muy bien qué pie mover primero para que su cuerpo comenzase el descenso, ni siquiera por qué quería bajar las escaleras en ese preciso instante.
Sintió en la nuca la luz y el ardor de las bombillas, y notó en el transcurso de un segundo que su cuerpo y su mente eran entidades separadas por completo, tratando de seguir caminos diferentes. Por algún motivo, la voz alta y cascada que cantaba en el salón trasero le pareció la señal para comenzar de inmediato el descenso, así que adelantó un pie, lo vio posarse en el siguiente escalón de modo inseguro y sintió el peso de su cuerpo vencerse sobre él, hasta que la presión fue tan grande que no tuvo más remedio que echarse a rodar escaleras abajo.
El combustible de ocho octanos compuesto por siete ginebras y once pintas hacía que se moviese como una máquina, y si había entrado todo eso dentro de él se debía a los alardes de uno de los tipos del bar. Un cretino grandote y fanfarrón que decía haber sido marino —así lo describiría Arthur más tarde— y que imponía su presencia marcando su territorio en varias mesas. Le contaba a todo aquel que quisiera escucharle cosas acerca de cada uno de los lugares del mundo en los que había estado, remarcando en cada anécdota el hecho de que era un bebedor consumado y el tipo más campechano del pub. Tenía unos cuarenta y estaba en su mejor momento: no era demasiado barrigón, llevaba un traje con chaleco y una camisa de rayas a juego cuyos puños llegaban hasta el reverso de una mano carnosa y peluda que mostraba bien a las claras su desfachatez.
—Ya que hablamos de beber —exclamó la amiga de Brenda—, apuesto a que no eres capaz de hacerlo como el joven Arthur Seaton —dijo señalando con la cabeza hacia el final de la mesa donde estaba Arthur—. Solo tiene veintiuno y bebe como un cosaco. No sé dónde lo mete. Va todo para dentro y a veces te preguntas cuándo le van a reventar las tripas por toda la sala. Pero ni siquiera se hincha.
El fanfarrón lanzó un gruñido y trató de ignorar su elogio, pero al final de una vívida y fogosa descripción de un burdel de Alejandría se dirigió a Arthur:
—Dicen por aquí que bebes lo tuyo, compañero.
A Arthur no le gustó que le llamasen «compañero». Aquello le hizo dar un respingo.
—Regular —contestó con modestia—. ¿Por?
—¿Entonces, cuánto es lo máximo que has bebido? —quiso saber el fanfarrón—. Solíamos hacer campeonatos para ver quién bebía más cuando bajábamos a tierra —añadió dirigiendo una sonrisa amplia y consciente hacia el enardecido grupo de espectadores. A Arthur le recordó a un sargento mayor que una vez le había complicado la vida en el ejército.
—No lo sé —le dijo Arthur—. No llevo la cuenta.
—Bueno —siguió el fanfarrón—, veamos cuánto aguantas ahora. El que pierda paga.
Arthur no se lo pensó dos veces. Alcohol gratis era alcohol gratis. Además, le daba rabia la gloria inmerecida de los charlatanes. Esperaba hacerle quedar mal y ponerlo en su sitio.
Las tácticas del fanfarrón eran hábiles y sólidas, eso tenía que admitirlo. Al ganar a cara o cruz el derecho de escoger, empezó con ginebras, y tras la séptima se pasó a la cerveza, a las pintas. Arthur disfrutaba de las ginebras, y la cerveza le encantaba. El empate duró lo suyo. Era como si fuesen a estar ahí sentados empinando el codo para siempre, hasta que, de repente, cuando iba por la décima pinta, el fanfarrón se puso de color verde y tuvo que salir corriendo. Debió de pagar la cuenta abajo, porque no volvieron a verlo. Como si nada hubiera ocurrido, Arthur volvió a su cerveza.
Ahora, mientras rodaba escaleras abajo, se reía para sus adentros de los trompazos que se iba dando en el cráneo y por toda la columna, como si estuvieran ocurriendo a miles de kilómetros y él fuese una máquina de detectar terremotos que registrara levemente una vibración procedente de otro lugar de la superficie de la tierra. Ese rodar por las escaleras era en verdad tan relajante y soporífero que cuando terminó el viaje, tras alcanzar el final de las escaleras, mantuvo los ojos cerrados y se quedó dormido. Era una sensación placentera y lejana, y le habría gustado permanecer exactamente en esa posición el resto de su vida.
Sintió que alguien le daba codazos en las costillas, y se dio cuenta de que no era como ese tipo de codazos despiadados que se dan en las peleas, o como los tiernos y juguetones codazos de la mujer a la que uno se lleva a la cama, sino como el amago de codazo de un hombre que no sabe a ciencia cierta si está golpeando las costillas de alguien que de repente podría saltar como un resorte y devolverle otro codazo más fuerte aún. A Arthur le parecía que el tipo además insistía en decirle algo, por lo que intentó, con mucho esfuerzo, pero en vano, ofrecerle una respuesta, si bien no sabía lo que el otro le estaba preguntando. Aunque hubiese sido capaz de mover los labios, el tipo no le habría entendido, ya que Arthur tenía la cara metida en el estómago: para cualquiera que contemplase la escena, tenía el aspecto de un feto gigantesco, totalmente vestido y acurrucado al pie de un tramo de escaleras sobre una alfombra roja afelpada, oculto bajo la sombra de dos aspidistras que se inclinaban sobre él como brazos de selvático follaje.
Los codazos del hombre eran cada vez más persistentes, y Arthur comprendió poco a poco que aquellos dedos debían de pertenecer a uno de los camareros, o bien al propio encargado. Era, en efecto, un camarero, trapo y bandeja en mano, con la chaq...