Clase de historia
Amenudo, después de que Adélia nos sirviera la cena a las siete en punto, mi padre y mi madre, cogiditos del brazo, salían a tomar el fresco. Bajaban por nuestra calle hasta la suntuosa casa solariega de la familia Lévêque, terratenientes blancos que nunca faltaban a misa, el padre, la madre, cinco hijos y una tía solterona, entrada en carnes, tocada con mantilla, aunque el resto del tiempo vivían tras las cortinas echadas y las puertas cerradas. A continuación, mis padres giraban a la izquierda y, al pasar frente al cine-teatro La Renaissance, le dedicaban una miradita de desdén a la cartelera de estrenos de películas americanas en tecnicolor. Odiaban América sin conocerla, solo porque allí se hablaba inglés y no era Francia. Recorrían el paseo marítimo husmeando la brisa del mar, llegaban hasta el muelle Ferdinand-de-Lesseps, donde el olor del bacalao en salazón se aferraba a las ramas bajas de los almendros malabares, regresaban a la Place de la Victoire y, tras ir y venir tres veces por la alameda, se sentaban en un banco. Allí se quedaban hasta las nueve y media. Entonces, se levantaban y volvían a casa por los mismos vericuetos.
Siempre me arrastraban con ellos. Porque mi madre se sentía muy orgullosa de tener una niña pequeña a su edad y también porque le costaba horrores separarse de mí. No me gustaban nada de nada aquellos paseos. Habría preferido quedarme en casa con mis hermanos y hermanas. En cuanto mis padres salían por la puerta, se desmelenaban. Charlaban con sus pretendientes en la puerta. Pinchaban biguines en el tocadiscos, se gastaban todo tipo de bromas en criollo. Bajo el pretexto de que la gente educada no debe comer en plena calle, durante aquellas salidas mis padres nunca me compraban ni pistachos garrapiñados ni sukakoko. Me veía forzada a salivar ante todas aquellas golosinas y a ponerles cara de pena a las vendedoras, a ver si, a pesar de mis ropas compradas en París, me caía alguna limosna. A veces, la estratagema funcionaba y alguna, el rostro iluminado a medias por la luz de un quinqué, me regalaba un puñado de lo que fuera:
—¡Toma, bonita, esto es para ti, mi pitit!
Mis padres ni se daban cuenta y hablaban entre ellos. De Sandrino, a quien lo mismo expulsaban del colegio. De una de mis hermanas, que no les traía buenas notas. De posibles inversiones, pues mi padre tenía olfato para las finanzas. Sobre todo, de la maldad de las gentes de La Pointe, que rabiaban cuando negros como ellos hacían fortuna. Por culpa de estas paranoias paternas, pasé mi infancia angustiada. Habría dado cualquier cosa por ser hija de personas ordinarias, anónimas. Crecí con la impresión de que los miembros de mi familia se encontraban en peligro, haciendo equilibrios en el cráter de un volcán cuya lava amenazaba con barrerlos en cualquier momento. Disimulaba este sentimiento a duras penas, recurriendo a la fabulación y a la agitación constantes, pero aun así me consumía.
Mis padres siempre se sentaban en el mismo banco, junto al quiosco de música. En caso de que ya estuviera ocupado, mi madre se plantaba frente a los indeseables en cuestión, mirando impaciente el reloj, hasta que los espantaba. Yo trataba de divertirme como podía. Saltaba a la pata coja por los senderos. Lanzaba piedras. Extendía los brazos y jugaba a ser un avión en lo alto del cielo. Les hablaba a las estrellas y a la luna creciente. En voz alta, haciendo aspavientos, me contaba cuentos a mí misma. Una noche, estando yo entretenida con mis juegos de chiquilla solitaria, otra niña surgió de entre las sombras. Rubita, desaliñada, con la coleta medio deshecha. Me interpeló en criollo:
—Ki non a-w?
Me pregunté para mis adentros con quién se pensaría que estaba hablando. ¿Con una cualquiera? Para impresionarla, le recité de corrido todos mis nombres. No pareció surtir efecto, pues quedó claro que mi apellido no le sonaba de nada, y volvió a dirigirse a mí en criollo, con tono autoritario:
—Pues yo me llamo Anne-Marie de Surville. ¡Vamos a jugar! Pero cuidado: si mamá me ve contigo, me pega seguro.
Seguí su mirada hacia un grupo de mujeres blancas que había en un banco, inmóviles, dándonos la espalda, todas con los lisos cabellos peinados igual. No me gustaron ni un pelo los modales de la tal Anne-Marie. Casi doy media vuelta y me vuelvo con mis padres. Por otra parte, me alegraba mucho de poder jugar con alguien de mi edad, aunque me tratara como si fuera su criada.
De inmediato, Anne-Marie tomó la batuta del juego y, toda la noche, tuve que someterme a su voluntad. Me tocó hacer de mala alumna y ella, que hacía de maestra, me tiró del pelo. Hasta me sentó en sus rodillas con el vestido levantado para propinarme una azotaina en el culo. Me tocó hacer de caballo. Se me subió encima y me azuzó a patadas. Me tocó ser la chacha y recibir sus bofetadas. Me insultó todo lo que quiso y más. Yo temblaba al escucharla chillar tal cantidad de palabrotas, kouni à manman a-w y tonnè dso. En un momento dado, me propinó un cachete tan fuerte que corrí a refugiarme en los brazos de mi madre. La vergüenza me impedía explicarme. Me inventé que me había caído y dejé a mi torturadora saltando impune en el quiosco de música.
La noche siguiente, Anne-Marie me estaba esperando en el mismo sitio. Durante más de una semana, no faltó ni una sola noche y yo aguanté sin rechistar sus crueldades. Por poco no me deja tuerta. Terminé protestando, harta de tanta brutalidad:
—Ya vale de pegarme.
Se echó a reír y me asestó un patadón en plena tripa:
—Te lo mereces, por negra.
En el camino de regreso a casa, por más que le daba vueltas a aquella respuesta, no le encontraba lógica ninguna. Al acostarme, tras rezarles a los cuatro angelitos que guardaban mi cama y al santoral completo, le pregunté a mi madre:
—¿Por qué los negros se merecen que les peguen?
Mi madre, pasmada, exclamó:
—¿Pero cómo a una niñita tan inteligente como tú se le ocurren preguntas así?
Me dibujó a toda prisa una cruz en la frente y se retiró, apagando la luz del cuarto. A la mañana siguiente, mientras ella me peinaba, volví a la carga. Tenía la intuición de que aquella pregunta escondía la clave para comprender la arquitectura del mundo, a menudo incomprensible, que me rodeaba. El genio de la verdad estaba a punto de salir de la lámpara. Tanto insistí que al final mi madre me propinó un golpe seco con el mango del cepillo:
—Hazme el favor de dejar de decir tonterías, ¿quieres? ¿O acaso tú ves que alguien nos pegue a tu padre o a mí?
No, claro que no. Sin embargo, la reacción acalorada de mi madre no disipó mis sospechas. Me estaba escondiendo algo. A mediodía, me colé en la cocina para sondear a Adélia. ¡Mala suerte! Estaba removiendo una salsa. Nada más verme, antes incluso de que pudiera decirle nada, empezó a gritar:
—¡Largo, o llamo a tu madre!
No me quedó m...