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—Señorita, ha llegado un hombre que pregunta por su tío —dijo Rose, respirando agitadamente.
—¿Un hombre? —preguntó la joven, ocupada en un complejo bordado. En aquel momento lo estaba estudiando con más detenimiento, acercando el pequeño bastidor a la luz—. ¿No será más bien un caballero?
—No sé —dijo la criada—. Parece un extranjero.
Aquella mujer se había vuelto una verdadera molestia. Sus grandes pechos se bamboleaban con torpeza cada vez que hablaba y, cuando estaba parada, el peso de sus silencios intimidaba a los desconocidos. Si los más sensibles entre aquellos a los que servía o a los que se dirigía no la miraban a los ojos, era porque la actitud de Rose parecía apelar a su conciencia; o tal vez porque, sencillamente, su labio leporino los abochornaba.
—¿Un extranjero? —dijo su joven señora, y su vestido de domingo suspiró—. Solo puede tratarse del alemán.
Ahora debía dar alguna orden. Siempre acababa cumpliendo su deber con autoridad y distinción, pero al principio dudaba. Rara vez salía de sí misma por voluntad propia, pues nunca se sentía más feliz que cuando se encerraba en sus pensamientos, y tenía una naturaleza tan inescrutable que pocas personas eran capaces de adivinar lo que le pasaba por la cabeza.
—¿Qué hago entonces con el caballero alemán? —preguntó el labio leporino, temblando como un flan.
Sin embargo, la impecable joven no se percató de aquel detalle. Había sido educada con sumo cuidado y, en cualquier caso, prefería rehuir la expresión de ansia que había aflorado a los ojos de la criada. Frunció el ceño aparentando formalidad.
—Mi tío aún tardará por lo menos una hora en llegar —dijo—. Dudo mucho que haya empezado siquiera el sermón.
Era exasperante que hombres desconocidos y extranjeros se presentaran en su casa en domingo, justo cuando ella tenía jaqueca.
—Puedo hacer pasar al caballero al estudio de su tío. Nadie entra nunca allí —dijo la criada—. Aunque puede que le eche el guante a algo; nunca se sabe.
El rostro plano de aquella rechoncha mujer denotaba que estaba familiarizada con todo tipo de actos deshonestos, y también que, desde que se convirtiera en esclava de la virtud, dichos comportamientos le resultaban ajenos.
—No, Rose —dijo por fin la joven, su señora, con tanta decisión que la puntera de su zapato chocó contra sus enaguas, haciendo que estas se frotaran entre sí y que la rígida falda, de un azul intenso y brillante, añadiera varias sílabas a su respuesta—. Sería descortés no atender al caballero. Hazlo pasar aquí.
—Si lo cree usted conveniente… —se atrevió a responder la solícita criada.
La joven, que por lo general era extremadamente cuidadosa con su labor de costura, se dio cuenta de que había dado unas puntadas de más. ¡Vaya por Dios!
—Y, Rose —añadió, asumiendo plenamente su papel de señora—, cuando haya pasado un tiempo prudencial, ni mucho ni poco, trae el oporto y unas galletas de las que hizo ayer mi tía; están sobre la repisa. No el mejor oporto, sino el otro. Dicen que es bastante bueno. Pero, Rose, asegúrate de que no tardas demasiado, o si no lo servirás cuando mis tíos estén al llegar y ya habrá demasiado alboroto.
—Sí, señorita. ¿Usted tomará también un vasito? —preguntó Rose, sin que fuera de su incumbencia.
—Trae también uno para mí, sí —dijo la joven—. Probaré una galleta, aunque todavía no sé si acompañaré al caballero con el vino.
Las faldas de la criada se pusieron en movimiento. Llevaba un vestido marrón que le sentaba a las mil maravillas a su cuerpo rechoncho.
—Ah, y, Rose —añadió la joven—; no olvides anunciar al señor Voss cuando lo hagas pasar.
—¿El señor Voss? ¿Así se llama el caballero?
—Sí, si se trata del alemán —replicó la dama, que ya volvía a estar absorta en su bordado.
La habitación era bastante amplia y oscura, debido al mobiliario de madera vieja que tendía a ahuyentar la luz, aunque el leve resplandor que se colaba por entre los postigos medio cerrados se multiplicaba aquí y allá, gracias a la superficie de un espejo alargado, un taburete de capitoné o algún objeto de cristal tallado. Estaban en uno de los primeros días de bochorno de la primavera y, mientras esperaba, la joven se enjugó el labio superior con un pañuelo. Su vestido, de ese azul tan intenso, casi no se distinguía salvo por el halo de vapor que lo rodeaba, el contraste de los pulcros puños con sus muñecas y el cuello de la prenda, que dejaba a la vista su hermosa garganta. El rostro de la joven, según decían, era alargado. Si era o no hermosa resultaba difícil decirlo a primera vista, aunque debería serlo, y tal vez lo fuera.
La joven, que respondía al nombre de Laura Trevelyan, sintió una oleada de calor cuando aguzó el oído para distinguir si se acercaban pasos. No obstante, fingió no estar escuchando, como también fingió no estar nerviosa. Laura Trevelyan siempre fingía.
De hecho, el tormento o gozo más profundo era, siempre, el más privado. Tan privado como su reciente decisión de no seguir creyendo en Dios, por mucho que sus sucesivas institutrices y su bondadosa tía la hubieran educado fervorosamente en su benevolencia y poder. El origen de su apostasía era incierto, a menos que se tratara del resultado de alguna oscura intuición, puesto que no hablaba con nadie que no fuera ignorante, inocente y amable. Y, aun así, se había convertido en lo que, sospechaba, podría denominarse una racionalista. Si fuera menos orgullosa, estaría asustada. Por supuesto, había pasado varias noches sin dormir antes de tomar aquella decisión que llevaba, ahora se daba cuenta, varios años fraguándose. Ya siendo una niña se había mostrado mansamente escéptica, puede que por aburrimiento; la imprecisión de la fe la asfixiaba. Creía, no obstante, en la madera, en sus reflejos, y en la clara luz del día, en el agua. Incluso ahora era capaz de trabajar sin descanso en un problema matemático solo por diversión, para resolverlo y, simplemente, saber. Había leído cuantos libros habían caído en sus manos en aquella remota colonia, hasta que su intelecto pareció saciarse. En consecuencia, no sentía la necesidad de reconocerse fuera de sí misma, salvo en su propio reflejo, como en aquel momento, en el espejo empañado de aquella enorme y oscura habitación. Y, aun así, a pesar de su admirable autosuficiencia, si se le hubiera presentado la ocasión, le habría agradado compartir su realidad con alguna mente afín. Pero no había encontrado pruebas de la existencia de aquella afinidad intelectual en su pequeño círculo de amistades, y desde luego tampoco en su familia: ni en su tío, un comerciante de gran corazón, pero un hombre, al fin y al cabo; ni en su tía Emmy, que se había encargado de limar todas las asperezas de su vida para que le resultara lo más cómoda posible; ni en su prima Belle, con la que compartía algunos de sus secretos, pero solo los más intrascendentes y divertidos, puesto que la muchacha todavía era muy joven. Así que, en realidad, no tenía a nadie y, en ausencia de un equipo de rescate, debía ser fuerte.
Absorta en las profundidades del espejo y en su propio dilema, Laura Trevelyan se olvidó por un breve instante del visitante de su tío; por eso se sintió desconcertada cuando Rose Portion, la criada expresidiaria, entró en la habitación y dijo:
—Señorita, el señor Voss.
Y después cerró la puerta tras de sí.
En ocasiones, cuando la dejaban a merced de los desconocidos, la circunspecta joven sentía un nudo en la garganta. Como le faltaba el aire, temía que las palabras salieran de sus labios a trompicones, sorprendiendo, si no asustando, a su interlocutor. Pero, en realidad, aquello nunca ocurría. Los desconocidos la tomaban por una joven estable; a veces, incluso severa.
—Debe usted dispensar a mi tío —dijo Laura Trevelyan—. Todavía no ha vuelto de la iglesia.
Su falda se desplazó por la alfombra al arrullo de las enaguas, y la joven le ofreció al hombre su mano fría; él no tuvo más remedio que tomarla, cosa que hizo con vigor, casi con brusquedad.
—Volveré más tarde. Tal vez dentro de una hora —dijo con un fuerte acento. Era un hombre delgado, ...