Impedimenta
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Impedimenta

  1. 320 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
Citas

Información del libro

Hace mucho tiempo, a los quince años, Anne reunió el valor suficiente para abandonar su casa, adentrarse en el bosque que ve cada día desde la ventana de su casa, y no regresar jamás. Un lugar en el que esconderse y alejarse de su caótica familia. Poco a poco, aprende a buscar comida y a cazar con sus propias manos; a construir una casa y a descifrar el coro griego de los árboles. Observa a los zorros y los ciervos. Sobrevive a su primer invierno, y conoce la amarga y cálida belleza del amor. Pero en el bosque hay otras voces: un hombre armado con una pistola, niños que chapotean en las charcas... y pronto la ciudad, que poco a poco empieza a cercarla. "La poda" es un libro desgarrador y hermoso, poético y brutal. Una conmovedora metáfora sobre la irresistible llamada de los bosques.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418668111
Edición
1
Categoría
Literature

Fauna

Sentada con las rodillas contra la barbilla en los helechos que bordeaban la poza, Anne lo oyó antes de verlo. Brincaba a lo largo del arroyo detrás de ella a la vez que cantaba algo, pero Anne no se dio la vuelta. «Say what you wanna say be what you wanna be Adams Familee. Adams Familee.»[15] Hasta entonces nada en el bosque había advertido que ella observaba, de modo que permaneció quieta mientras él saltaba, resuelto en su ritmo, justo por su lado y hacia la poza. Desde las sombras y al sol del claro. Adams Familee. Anne tragó. Algo que había olvidado pugnaba por atravesar su moho mental, por florecer. Un chico. Fue incapaz de no mirar. Pensó que era grácil, huidizo, una trucha o algo así. Hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.
Estaba acuclillado en la orilla de la poza. Debía haber localizado los camarones de río. Lo vio mover los labios, susurraba algo para sí. Brutal. Y removió el agua con un dedo, dio capirotazos a los zapateros. Era un torbellino, nunca paraba. ¿En qué andaba? Así no iba a coger nada de nada. Eran más rápidas que los pensamientos, las criaturas de la poza; tan rápidas que a veces creías que solo te las habías imaginado, al gordo pez marrón, o a los cabezaplana. Tenías que fingir que no mirabas, quedarte como una piedra, o se iban. Quizá podría enseñarle. Alehop, alehop, como un pájaro ahora, equilibrio y atención, haciendo ruidos en cada lugar nuevo que animaban a los camarones.
Anne se preguntó si debía decírselo. ¡Eh! Fuera de ahí. No estaba siendo muy cuidadoso. No tendría que estar ahí. No quería que la gente encontrara su claro. Pero su visión pudo con ella. Era una rareza. Observó sus diferentes partes y después lo observó como un todo. Vio cómo el deleite animaba sus manos hasta emitir ligeros aleteos y aspavientos. Tenía unas manos bonitas, por ejemplo, vivas como las de Suzie aunque no tan hermosas, no tan duras, y no les dedicaba ninguna atención. Las usaba, como ella usaba las suyas, pensó Anne. Uñitas rosas como caracolas.
También tenía una cabeza bonita. Peluda y dorada y redonda cual bala, igual que una de sus coles. Vio cómo el pulso de su concentración latía en su sien, cómo su lengua rosa y reptil asomaba y desaparecía cuando hacía algo difícil, cómo sus pestañas se asemejaban a las de los ciervos, cuando los había visto descansar al sol con sus cervatos. La maravillaron sus pies, que destellaban con luces rojas cuando brincaba de piedra en piedra. Cuando se quitó las zapatillas para remojarse los pies, quedaron inertes sin él. Observó la brisa al cruzar el agua y ondularle el pelo y observó lo que el sol hizo en su cabeza, y las superficies planas de sus rodillas cuando se encorvó entre ellas.
De vez en cuando parecía que la miraba, pero no decía nada. Demasiado ocupado para hablar. Hacía cosas que no tendría que haber hecho. La poza no era suya. Abrió pequeñas bahías al borde del agua. Giraba los brazos y hacía ruidos de explosiones. Ahí tenéis, mamones. Entonces miraba rápido y de reojo a Anne y se agachaba otra vez sobre la superficie del agua.
Disculpa ¿qué son esas cosas? ¿Eso que culebrea? Estaba ansioso por coger los camarones. ¿Sabes cómo atraparlos?
Pero Anne todavía trataba de entender la violencia repentina con que arrojaba piedras. El nuevo guijarro en el lecho liso de su poza se le incrustó en la cabeza. Sus pensamientos no lograban sortearlo, así que no dijo nada. Siguió sentada sin más con las rodillas bajo el mentón.
¿Estás sorda o qué? Se irguió y la miró. Tenía las manos en las caderas, como un hombre. Abrió mucho los ojos, se llevó las manos a ambos lados de la cara, dedos en estrella: me han dicho que a los niños que hablan con extraños en el bosque les pasan cosas malas. Qué eres… ¿un hombre o una señora? Tengo que saberlo.
Anne pensó que su manera de hablar no se correspondía con su aspecto. Su atención la incomodaba. Por instinto miró hacia los lados y a lo lejos. Pero quería hablar con él. Hablar lo retendría un poco más. Lo sabía. Volvió a tragar. Tanto quería hablar con él que era como tener una piedra en la garganta. Señora, fue cuanto alcanzó a decir por el momento. No tenía por qué ser tan bruto.
Él volvió a los camarones de río y ella a observar, a bebérselo con sed de gigante.
Bueno, ¿tu barba es de verdad o es de una tienda de disfraces?
Estaba volteando piedras, buscando cosas debajo. ¿Le hablaba a ella? Anne se llevó una mano a la cara. ¿Su barba era de verdad? No era una barba. La había escudriñado en la superficie de la poza. Era una pelusa rojiza… una pelusa como la que se encontraba en los tallos de los helechos, para nada era una barba.
Por fin encontró la voz.
¿No vas al colegio?
El colegio no le importaba mucho. Solo celebraban el Año Nuevo chino y el Diwali. Qué sentido tenía eso. Y ortografía. Hacían ortografía todos los lunes.
Anne no recordaba cuándo era lunes.
No parecía importar. Él volvió a arrojar sus piedras y a construir sus bahías, vadeando adelante y atrás, hasta que la poza quedó del todo revuelta en una sopa fangosa. Anne pensó en qué decir. Pensó: por favor no embarres el agua. Por favor saca la piedra de la poza ponla donde estaba. Pensó: vivo aquí, ¿lo sabías? ¿Te gustaría ver mi refugio? Tengo muchas cosas. Podría coger unos camarones para ti. Pero su lengua yacía muerta en su boca, hinchada como algo ahogado.
Entonces él se sentó en el suelo para ponerse las zapatillas. Estas despertaron y destellaron. Era capaz de despertar cualquier cosa, pensó Anne. Se levantó, se echó hacia atrás el único mechón de pelo largo que tenía en la frente; después, como Anne sabía que haría, se fue.
Cuando se hubo ido se quedó sentada donde estaba, delante de la poza, y el bosque no era sino un bosque. Los árboles ascendían y se alejaban de ella, como la primera vez. Al fin y al cabo, solo eran árboles. Los murciélagos se abatían y viraban silenciosos alrededor de su cabeza y todo lo que de noche andaba atareado acometió sus tareas. Por encima de ella, blanca como la luz de la luna, la lechuza regurgitaba sus oscuros retoños, los depositaba a sus pies, pequeños mortinatos tristes de palo y quijada, arropados en pelo. A través de las hojas y la hierba que la rodeaba, una musaraña alborotaba y enredaba.
Anne no tenía nada que hacer salvo respirar, le gustara o no. ¿Importaba que la hubiesen encontrado una segunda vez? ¿Vendrían más personas? Pensó en el limo que había removido, suspendido en la poza, asentándose todavía en un lugar distinto. Sintió el agua importunada en torno a la roca, incómoda. No sacó conclusiones. Pero una y otra vez, igual que una grabación en vídeo, reprodujo su salto dorado al interior del claro.
A mediodía regresó. Llevaba un bigote falso tan grande que le llegaba a cada lado de la mandíbula. Caminaba con mucha delicadeza y con la cabeza ligeramente hacia atrás para que no se le despegara. Se detuvo delante de ella, se llevó una mano a la cadera. ¿Se estaba riendo de ella?
Somos señoras.
Lo dijo en falsete. Anne se limitó a mirarlo. Él se quitó el bigote, sacudiendo la cabeza.
Eres una jodida pirada.
Así que era un malhablado, como Suzie.
¿Cómo se llamaba?, quiso saber. ¿Se había pasado la noche ahí sentada?
Se llamaba Anne.
Dejó el bigote en una piedra. Échale un ojo. Iba a pescar camarones. Había traído consigo un tarro de mermelada, con una serie de agujeros abiertos a golpes en la tapa. No preguntó, se adentró sin más, y todo el limo al que le había llevado la noche entera asentarse, se levantó y se removió otra vez.
Toc, toc… le gritó desde el centro de la poza. Tú di, ¿quién es?
¿Quién es?
Anne. Se acordaba de eso, de antes.
Qué Anne.
Anne choa.
Sabía reír, pero rio en exceso. El ruido que hizo fue vergonzoso, del tamaño de su deleite. Se rio porque la había comparado con algo diminuto.
¿Cómo se llamaba él? Intentó no sonar ansiosa. Él la estudió de soslayo. Peter Parker. Luego se acuclilló, los brazos en alto y doblados por los codos, los dedos hacia fuera de un modo curioso.
No supo qué responder, pero interiorizó la información con solemnidad, murmuró el nombre para sí. Peter Parker. Gracias.
Observándolo de nuevo, por el rabillo del ojo esta vez, Anne pensó que él encajaba en el bosque mejor que ella. El sol trataba a su pelo igual que trataba a las hojas. Era fresco. Estaba hecho sin tosquedad. Nada faltaba, nada escatimado, un milagro de la exactitud. Encajaba como un guante. Caray, pensó Anne, mientras se forzaba en apartar la mirada. Y, enseguida, las pequeñas cosas que le desagradaban de él le cosquillearon atrapadas en el cuello, ...

Índice

  1. Portada
  2. La poda
  3. Prólogo
  4. Crecimiento
  5. Enraizando
  6. Coro de árboles
  7. Dama I
  8. Dama II
  9. Coro de árboles
  10. Poda I
  11. Poda II
  12. Fauna
  13. Coro de árboles
  14. Madera I
  15. Coro de árboles
  16. Madera II
  17. Coro de árboles
  18. Bosque muerto I
  19. Coro de árboles
  20. Bosque muerto II
  21. Epílogo
  22. Agradecimientos
  23. Sobre este libro
  24. Sobre Laura Beatty
  25. Créditos
  26. Índice