Impedimenta
  1. 320 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

La casa de huéspedes de La Torre se encuentra ubicada en un frondoso bosque de hayas en pleno Buckinghamshire. La regentan dos extraordinarias mujeres de muy marcada personalidad: la balsámica y lloriqueante señorita Padsoe, que vive atribulada por los desprecios del servicio, y la más joven y práctica señorita Baker, londinense hasta la médula y aficionada a las tostadas y al té bien cargado. Sin embargo, su amistad es mera apariencia pues ambas se odian con todas sus fuerzas. En la vecindad se alza la fastuosa mansión de los Shelling, en la que viven George y su hermana Bell, y en la que se organizan alocadas fiestas dedicadas a los Cerebritos, a los Automovilistas y al Amor Libre. En la casa de los Shelling trabaja como dama de compañía la bella señorita Catton. Entre George y ella surgirá el amor.Stella Gibbons vuelve a regalarnos, apenas un año después de haber publicado "La hija de Robert Poste", una comedia romántica de humor desatado, llena de equívocos, escenas memorables, con personajes irrepetibles y situaciones que harían las delicias del mismísimo Wodehouse.

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Información

Año
2014
ISBN
9788416542239
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Bassett

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Stella Gibbons

Traducción del inglés a cargo de
Laura Naranjo y Carmen Torres García


impedimentaebook

Primera parte

Capítulo 1

Hay personas que son simples por haber vivido demasiado tiempo con los pies en la tierra y otras que lo son por haberse mantenido siempre al margen del mundo.
La señorita Hilda Baker no era una mujer ni inteligente ni sofisticada, pero llevaba veintiún años ganándose la vida en el taller de una pequeña firma de patrones de moda en el West End londinense, se compraba la ropa en grandes almacenes y gastaba una parte de las tres libras y quince chelines que ganaba a la semana en acudir a los más famosos teatros de Londres.
Pero aunque estuviera rodeada de museos y galerías de arte, lugares donde relajarse o sitios históricos que visitar, la señorita Baker vivía como un ratón en su ratonera y llevaba veintiún años yendo y viniendo de su casa al taller de Reubens House, en el Strand, sin que su rostro moreno hubiera sufrido demasiado los estragos del tiempo.
Vestía con un pulcro mal gusto y le encantaba lucir feos sombreritos y pequeños collares igualmente espantosos. Procuraba arreglarse mucho, pues decía que en los negocios era necesario invertir en uno mismo para tener un aspecto elegante y que las mujeres se debían a sí mismas el ponerse guapas; cada temporada planeaba su nuevo guardarropa y, aunque nunca llegaba a comprar nada, disfrutaba con los preparativos.
La señorita Baker no soñaba en secreto con la belleza ni con el amor ni ansiaba una vida más plena. Nunca había paseado por bonitos jardines que no fueran parques públicos ni había besado apasionadamente a un hombre en los labios. Nunca pensaba en Dios y apenas se interesaba por cuestiones de sexo o de reproducción. Como era huérfana y tenía pocos amigos, vivía en una habitación alquilada.
La gente sensible e inteligente se negará a creer que la señorita Baker pudiera ser feliz. Sin embargo, lo era.
Durante aquellos veintiún años se las había arreglado para ahorrar ciento ochenta libras de un salario que había ido aumentando progresivamente de ocho chelines (cuando sus padres aún vivían) a tres libras y quince chelines a la semana. Más tarde, cuando tenía treinta y ocho años, un tío que era propietario de un pequeño colmado murió y le dejó en herencia doscientas libras, que ella no dudó en ingresar en su cuenta de ahorros y de las que prácticamente se olvidó al no saber en qué emplearlas.
A la señorita Baker, trescientas ochenta libras le parecían una fortuna (y, sin duda, lo eran, si uno deja de pensar frívolamente en el dinero y repara en que esa cantidad es suficiente para proporcionarle a uno techo y comida durante mucho tiempo).
—Estoy bastante preocupada —le dijo la señorita Baker a su amiga la señorita Worrall, la encargada del taller, cuando ambas estaban sentadas en el Lyons Corner House de Charing Cross un sábado por la tarde, varias semanas después de Navidad, tras haber asistido a una representación de Ronald Colman en el Tivoli—. Trescientas ochenta libras es mucho dinero. Creo que tendría que hacer algo con ellas.
—Yo no me preocuparía —dijo la señorita Worrall, que envidiaba las trescientas ochenta libras de la señorita Baker y pensaba que su amiga no era consciente de la suerte que tenía—. Creo que es fantástico. ¿Has pensado, Hilda, que si mañana te despidieran podrías vivir sin apuros durante meses?
—Temo que se me vaya de las manos —dijo ominosamente la señorita Baker—. Lo típico, un poquito por aquí, un poquito por allí y, cuando te quieres dar cuenta, te lo has gastado todo y no sabes en qué. Como pasa a veces cuando vas de compras.
—Deberías viajar al extranjero —sugirió la señorita Worrall.
—Ya lo hice una vez. Uno de esos viajes organizados de Lunn,1 hace ocho años, ¿te acuerdas? No puedo decir que disfrutara mucho, la verdad. Ginebra no estuvo mal, pero los demás sitios me resultaron tan chocantes… No había nada que hacer salvo ver cosas continuamente. Por poco besé el suelo cuando llegué a casa. Como en casa de una, en ningún sitio. Además, Lily, si me fuera al extranjero, perdería el trabajo. Y tal y como están las cosas hoy en día…
—A lo mejor te guardaban el puesto. Eres la que lleva más tiempo en el taller.
—¿Tú crees? —preguntó la señorita Baker, dejando un penique bajo su plato para la camarera. La señorita Worrall, sin embargo, dejó dos. Ella ganaba cuatro libras y quince chelines a la semana y administraba sus propinas en consecuencia.
—Bueno… ¿Quién sabe?
—Yo lo sé. Y te digo que no lo harían. Además, yo no quiero hacer ningún viaje al extranjero. ¿Para qué quiero gastarme un dineral en ver cosas?
—Pues cómprate un cochecito.
—No sé conducir.
—Si yo fuera tú, me lo gastaría en ropa —resolvió la señorita Worrall con voz suave, voluptuosa y satisfecha. La señorita Worrall iba más recargada de ropa y abalorios de lo que cualquiera habría imaginado en una mujercilla de su estatura, pero a ella no debía de parecerle suficiente. «Lily tiene un gusto exquisito para la ropa, pero va demasiado emperifollada para mi gusto», pensaba la señorita Baker de su amiga.
—Oh, bueno…, tengo que pensarlo, eso es todo —respondió la señorita Baker.
Se separaron sin haber decidido qué hacer con el dichoso dinero: la señorita Baker se coló a toda prisa en el metro que habría de llevarla de vuelta a Camden Town y la señorita Worrall regresó a Catford, donde vivía con su anciana madre, con la que no dejaba de reñir de la mañana a la noche.
La señorita Baker siguió dándole vueltas al tema del dinero durante los días siguientes.
Sin embargo, lo que pasaba por su cabeza difícilmente podría considerarse auténticos pensamientos. Un batiburrillo de exclamaciones del tipo «¡Oh, qué buena idea!» o «¡Ay, eso no podría soportarlo!» torpedeaban su mente, pero no llegaban a cristalizar en ninguna decisión. Continuó pensando en el maldito dinero hasta que se convirtió en una molestia. Y por si fuera poco quebradero de cabeza, se puso en medio de una corriente de aire que se colaba en la calurosa sala de corte y le dio una terrible neuralgia. O eso pensó ella, aunque la señorita Worrall (a quien le encantaba que ocurrieran cosas emocionantes y desagradables) le dijo que sin duda se trataba de una caries en alguna de las últimas muelas superiores y que debía ir al dentista para que se la examinara porque probablemente tuviera que sacársela. La señorita Worrall esperaba que así fuera, aunque, claro, eso no se lo dijo.
De modo que una tarde la señorita Baker pidió permiso para salir una hora antes del trabajo con la intención de ir a ver al dentista, y allá que se fue.
No estaba precisamente como unas castañuelas.
En parte porque le dolía horrores la cara y en parte porque sabía que tenía que hacer algo con el dichoso dinero y no sabía qué. Pero también porque hacía una tarde de perros, tan oscura y tan desesperadamente invernal que los escaparates de las tiendas y las calles parecían iluminados para desafiar a la noche, como si el sol se hubiera puesto para siempre y el mundo estuviera condenado a iluminarse de manera artificial hasta el fin de los tiempos. Para colmo, llevaba todo el día lloviendo y los paraguas y los gruesos abrigos apestaban a humedad, y todo el mundo se abría paso a codazos en los autobuses y en el metro.
«Ay, Señor, qué ganas tengo de llegar a casa», pensó la señorita Baker enfadada, agarrada a uno de los asideros que colgaban del techo del vagón.
La consulta del dentista se encontraba en Camden Town, en una esquina cercana a su casa. Llegó puntual y se sentó en la sala de espera junto a otras dos o tres personas visiblemente molestas y asustadas, aguardando su turno y ojeando los chistes de la revista The Humorist. En la mesa también había un ejemplar de un periódico de seis peniques titulado Town and Country y la señorita Baker lo cogió con la esperanza de encontrar alguna buena historia en su interior. Le encantaban las historias.
No halló ninguna interesante, pero, entre otros artículos, se fijó en una columna titulada «La mano amiga».
Debajo de este encabezamiento se explicaba cómo asociarse con otras personas según los datos aportados por una tal Phœbe, que dirigía esta columna desde la intimidad de una oscura bocacalle de Holborn. Ella era quien ponía en contacto por carta a mujeres solteras sin formación pero capaces con señoras emprendedoras que disponían de algún capital, y las iniciaba en una prometedora carrera criando pollos en St. Ives o regentando una tienda de artesanía en Newcastle-on-Tyne. La susodicha Phœbe nunca sabía (salvo algunas veces en que se enteraba por casualidad al cabo de muchos años) si la asociación había sido un éxito o si las señoras se habían tirado de los pelos a la media hora de conocerse. Ella era capaz de llevar a las lectoras del Town and Country al éxtasis o a la desolación, pero permanecía (tal vez por prudencia) invisible y anónima.
Como es lógico, la señorita Baker leyó «La mano amiga» con la mente puesta en su dichoso dinero ahorrado; ya se le había ocurrido antes que podía emplearlo en algo por el estilo.
No encontró ninguna propuesta interesante hasta que llegó a la número 7, que decía:
A una lectora que posee una enorme casa amueblada cerca de Reading le gustaría conocer a otra dama, con algo de capital, para conv...

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  1. Bassett