Impedimenta
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Impedimenta

  1. 360 páginas
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Citas

Información del libro

Moldavia en los años más grises del comunismo. La anciana Tamara Pavlovna rescata a la pequeña Lastotchka de un orfanato. Lo que en principio puede parecer un acto de piedad esconde una realidad terrorífica. Lastotchka ha sido comprada como esclava, para ser explotada durante casi una década recolectando botellas por la calle. Aprender. a sobrevivir robando y mendigando, rechazando las solicitudes de hombres demasiado insistentes, en un ambiente de violencia y miseria. Basada en la propia historia familiar de la autora, El jardín de vidrio es, ante todo, un ejercicio de exorcismo doméstico, una carta imaginada por una ni.a hacia sus padres desconocidos donde el dolor a causa de su abandono, el desamor y la ausencia de ternura y emoción se muestran como heridas que quiz. nunca lleguen a cicatrizar del todo. La falta de piedad del mejor Dickens y la escritura caleidoscópica de Agota Kristoff hacen de esta segunda novela de Tatiana Tîbuleac una tragedia tan cruel y compasiva como reveladora de aquello que nos depara el destino y su belleza.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418668029
Edición
1
Categoría
Literature

1

Nazco de noche, tengo siete años. Me llevaría en brazos, dice, pero tiene las manos ocupadas. Arriba brilla una lámpara azul, sujeta a un árbol con un cable. Se balancea. Echo la cabeza hacia atrás y la veo mejor: es redonda, como una hogaza entera. Atravesamos las Puertas como si fueran un vientre de piedra. Así es en la ciudad, pienso. Cuesta abajo, siempre cuesta abajo, el camino. El hielo se nos pega a las plantas de los pies, la calle se acorta. Me ofrece su bolsillo para que no me resbale. ¡Y que mire a mi alrededor, que vea también yo la belleza! Esa luz tamizada. Ese cielo con estrellas errantes. Bloques, bloques, bloques. Ninguno más alto que cuatro. Ninguno más ancho que cuatro. Su bolsillo está forrado de piel, mi uña comienza a arder. En las ventanas, gente sencilla que vive bien. Miles de cuadrados con una llama en el centro. Unos junto a otros, unos sobre otros. Los de abajo sostienen a los demás sobre los hombros. Son fuertes los de abajo. Un perro —azul— empieza a seguirnos con sus huellas menudas. En la ciudad todo es cuatro y azul, pienso. Y que no me quede atrás, que no me quede rezagada jamás. Nos detenemos junto a un cercado. Зakproй глаза и забудь всё. «Cierra los ojos y olvida todo.» No entiendo nada, olvido todo en un segundo.

2

Tamara Pavlovna lo llamaba «nuestro hombre» y no pasó jamás a su lado sin dirigirse a él como a un ser vivo. Largo como una canción, nuestro cercado Cercado. Nuestra fuerza, nuestro golubcik, nuestro pichón. A él nos aferrábamos cuando volvíamos a casa con los hombros magullados y las manos llenas de escupitajos. Junto a él nos agachábamos, agotadas, para dejar de temblar. Allí lloramos muchas veces. Pero también reímos: fuerte, con ganas, como las cornejas en invierno. «¡Cuánta alma en un trozo de hierro!», decía ella cada vez, y yo la creía a pies juntillas. Porque no había nada en el mundo que Tamara Pavlovna no supiera mejor que nadie. Al cabo de los años, cuando lo encontré devorado por el óxido y con los barrotes sueltos como costillas, lo lloré como a un muerto. Matar un hierro no es fácil, pero si te empeñas, puedes.
Desde la colinita, como desde un Everest nuestro, el patio se veía como en la palma de la mano. Veíamos el castaño con las ramas en forma de velero y a Polcovnic entre las flores. Veíamos el cohete rojo con una punta brillante y el avión de cuatro plazas, ocupadas por unas cabezas blancas, mofletudas. Veíamos sábanas azules ondeando en las cuerdas, rígidas por el almidón como placas de pizarra. A Şurochka en el balcón, frotándose la pierna con el cepillo de las alfombras. A Pavlik, «el-que-no-jugaba-pero-estaba». Veíamos además, diseminadas por las ventanas, a unas mujeres gordas con vestidos y collares, siempre collares, terminando de guisar y de freír. A Bella Isaakovna y a Roza, con unas caderas como peras, cuchicheando en medio de la calle. Secretos, siempre secretos. A Zahar Antonovich, con su única mano apoyada en la medalla. Algo inconcebible perder una medalla, ¡pero qué vergüenza! Todos, todos, todos estaban allí. Marina, fea, Lioncik, borracho. Ekaterina, como una luna. Todas nuestras vidas bajo una tapa de vidrio. Y en aquellos segundos, breves y luminosos, como un juego de espejos, nos sentíamos felices hasta la médula. Por todos a la vez y por cada uno por separado. Por ellos, por nosotras, por haber tenido un día más adónde regresar. «Tener un hueco entre la gente no es poca cosa», decía Tamara Pavlovna, que lo sabía todo. También sobre los lugares sabía, y sobre la gente… más de lo que podía sobrellevar.
Desde el cercado hasta la casa había otra cuesta. Veinte pasos de una mujer mayor y treinta y dos de una niña. Los recorríamos despacio, sin prisa, sobre todo sin prisa. Para no causar un estropicio precisamente entonces. Luego nos dejábamos ver. «¡Ya vienen las botelleras!», cuchicheaban las judías, pero lo oía, por supuesto, todo el mundo: ¡cómo si los judíos supieran susurrar! Y eso era todo. Después de sus palabras, ay, aquellas palabras como una sentencia, no se podía hacer nada más. Nuestro precioso día, por el que habríamos pagado felices para que se alargara, que durara, que nos envolviera, empezaba a fundirse. Contemplábamos cómo se estremecía cálido, con todo lo que nos había entregado y nos había traído, y lo despedíamos como desde una estación de tren hechizada de la que solo podías partir. «¡Ya vienen las botelleras!» era el final. Nosotras éramos el final.

3

Ninguna otra mañana fue como aquella, la primera, cuando me desperté en su cama. Había dormido justo en el medio, como un relleno. Cinco niñas habrían cabido a mi lado si nos hubiéramos acostado de través. Así viven los bombones, pensé. Envueltos en capas crujientes hasta que los engulle alguna boca. En el orfanato tenía tan solo una manta. La mía olía a ratones, pero podría haber sido peor. A mi alrededor la luz brotaba de las cosas como no había visto nunca antes. Incluso de las sillas, incluso de las paredes. En la ventana, un mundo nuevo. Una rama con gotas como perlas. Un animal encantado. En el cielo, mezclados, las copas de los árboles y los pájaros. Una voz se dirigió a mí. Ты проснyлась? ¿Te has despertado ya? Me abrió como una llave, y se hizo un hueco entre mis costillas, a la izquierda. Cuando me levanté de la cama tenía una madre. ¡Qué milagro dejar de ser huérfana, qué miedo volver a serlo en un segundo! «Ласточка», me dijo, y así empezó a llamarme. Su golondrina.
Comí en tres tandas y entonces llegó el mediodía. Su té tenía aroma, el pan, mantequilla, la mantequilla, miel. De tanto comer empezó a dolerme el lado izquierdo. El gas ardía como un nenúfar azul. En la radio se oía todo el rato любовь, любовь, любовь; se oía: amor, amor, amor. Tamara Pavlovna escuchaba con una leve sonrisa, la habitación se llenaba de calor. Me enseñó la casa y cayó la tarde. Ese día lo llevo conmigo a todos los países, a todos los estados de ánimo. No he encontrado nada parecido ni en el dinero ni en el amor. Nadie me ha querido más. Ni siquiera vosotros.

4

Era lunes y era diciembre. Desde entonces todos mis meses empiezan en lunes y los años, en diciembre. Había nevado toda la noche, las juntas del patio se habían redondeado. El verde y el negro se habían vuelto blancos. Solo las ramas del reabinka, las ramas del serbal, brillaban rojas, y los ojos de Morkovka centelleaban naranjas en el tubo de las cañerías. Estaba guapa como no lo he vuelto a estar nunca. Y, si lo hubiera comprendido entonces, si hubiera sabido lo que pasa en la vida, habría guardado toda esa belleza para más adelante. Pero no lo sabía. Era una niña, aunque estuviera a punto de dejar de serlo.
Sin reparar en gastos, Tamara Pavlovna me había comprado ropa nueva. Tanto, de golpe, gastaban solo los novios o los muertos. «He comprado lo mejor», me dijo, que no lo olvidara, me dijo. Cuando haga el bien, que no sea con cosas viejas. Giré sobre un talón y ella rio contenta. Por primera vez en la vida, quería que me miraran. ¡Habría aguantado en medio del frío, me habría convertido en un carámbano solo porque me vieran las chicas del orfanato! Tenía un abrigo con cuello, habrían empezado las mayores, tan maliciosas y soñadoras. Tenía botas forradas, habrían seguido las pequeñas, tan tristes y enfermas. Con el tiempo, lo sé, la historia se habría diluido, como cualquier historia. No habría nevado más, tal vez. Morkovka se habría convertido en perro, y yo, en chico. Incluso con eso me habría conformado. Incluso con eso. En el orfanato tenía un único sueño: un vestido de novia ajeno.
Junto a la pared, junto al castaño, junto al jardín muerto de frío, echamos a andar. En medio de la calle, un hombre alegre, con una pala nueva, arrojaba sal. ¡Miles de medias lunas de sal brillante! «¿A trabajar?», le preguntó a Tamara Pavlovna. «A trabajar», respondió ella y ambos asintieron. Señal de que todo iba bien —el trabajo y todo lo demás—, y también yo asentí con ellos. Ante nosotras, la ciudad empezó a moverse como un gigante tras una borrachera. Había llegado a un lugar extraño, lleno de cosas, pero sin gente. Al revés de lo que había vivido hasta entonces. En los patios se veían coches, pero ningún guardián. En las ventanas se veían flores, pero ni un alma. El aire, mezclado con gasolina. Los perros, gordos y obedientes. Por las calles, brillando, cientos de lámparas. ¿Dónde estaba el interruptor? ¿Quién había dejado la luz encendida?
Bajo un abedul, unas cuantas botellas vacías, como olvidadas. Tamara Pavlovna se agachó y las metió en la bolsa. Alrededor, nadie, otra mentira. Sabía, sé, que todas las cosas tienen dueño. Y que todos los dueños tienen puños. ¡Una trampa! Quería ponerme a prueba. Quería desconcertarme. La ciudad no era un sitio, sino un castigo. Había venido a llevarme las palizas de todo el mundo.
Detrás de una esquina, un hombre como una montaña salió a nuestro encuentro y me detuve asustada. Памятник. Un monumento. Сергей Лазо, герой! ¡Serghei Lazo, héroe! Entiendo que los héroes tienen que sufrir si quieren que les levanten un monumento. Lazo murió calcinado en una locomotora, pero podría haber sido peor. Era guapo, Serghei el héroe. Tenía la mano derecha extendida, como si quisiera pedir silencio, y un rostro triste, como si supiera desde pequeño que iba a morir calcinado. «Podría caber en una de sus manos», me dije. Tamara Pavlovna lanzó una risita y me empujó para que siguiera caminando. Entonces observé que su abrigo de bronce estaba desabrochado por delante. Eso es lo que más me sorprendió, porque no soplaba ni pizca de viento. No tenía miedo, pero me preguntaba qué eran en realidad los habitantes de la ciudad.

5

Una bañera llena llena. La sopesé de un vistazo. No había gastado jamás tanta agua limpia. La primera agua, la llamábamos en el orfanato y la utilizábamos para lavar la cara y lo de abajo. De la ropa, solo las bragas se lavaban con la primera agua. El resto se lavaba con la segunda, los suelos, con la tercera. Los zapatos, con lo que quedaba. El agua llena de roña la vertíamos en los arbustos de escaramujos de la directora. Tenía un hijo la directora, Ruslancik, que solo tomaba té de escaramujos. Crecía bien el escaramujo regado por los huérfanos, Ruslancik, sin embargo, no tanto. Se le abultaban los ojos, se le hinchaba la barriga. Nosotros le llamábamos «Pompa» y le sacábamos la lengua.
Tamara Pavlovna tenía un baño de cerámica azul, de flores azules con el centro azul. Era demasiado bonito, me sentía como en un dibujo. Que no rayara la bañera, que no ensuciara el agua, que me remojara con cuidado. Cuando entró con la esponja, me puse en pie de un salto. Me dio vueltas y más vueltas, como si fuera un vestido nuevo, en busca de defectos. Vi sus ojos redondos y amarillos, sin pestañas. Las orejas delgadas, la cabeza entrecana. No era gran cosa, pero era la única que me había querido. Y con jabón, y con jabón. Y también ahí, también ahí.
«Целка?», me preguntó con la boca pequeña, «¿Estás entera? ¿Eres virgen?» Y sentí sus dedos ásperos entrando en mí. No supe qué responderle. Esperaba alguna otra palabra que me tranquilizara, pero no dijo nada más. Целка, цeлka, цeлka?, el dolor se agudizaba. Las palabras caían de su boca como grillos topo y reptaban sobre mí. Sus dedos salieron y se dirigieron a mis talones. Y con jabón, y con jabón. Y también ahí, y también ahí. Бyдешь послyшной, сделаю из тебя челавека. Si me obedeces, haré de ti una persona.

6

Cuando sabes tres cosas sobre un lugar, este ya no te destierra. Le llevé los huesos a Morcovka, fui la primera en saludar al hombre de la pala. Tenía conmigo una bolsa. Aquella mañana la ciudad no estaba desierta. Se notaba la presencia de la gente. Sobre mi ...

Índice

  1. Portada
  2. Jardín de vidrio
  3. Nota de la autora
  4. El jardín de vidrio
  5. Capítulo 1
  6. Capítulo 2
  7. Capítulo 3
  8. Capítulo 4
  9. Capítulo 5
  10. Capítulo 6
  11. Capítulo 7
  12. Capítulo 8
  13. Capítulo 9
  14. Capítulo 10
  15. Capítulo 11
  16. Capítulo 12
  17. Capítulo 13
  18. Capítulo 14
  19. Capítulo 15
  20. Capítulo 16
  21. Capítulo 17
  22. Capítulo 18
  23. Capítulo 19
  24. Capítulo 20
  25. Capítulo 21
  26. Capítulo 22
  27. Capítulo 23
  28. Capítulo 24
  29. Capítulo 25
  30. Capítulo 26
  31. Capítulo 27
  32. Capítulo 28
  33. Capítulo 29
  34. Capítulo 30
  35. Capítulo 31
  36. Capítulo 32
  37. Capítulo 33
  38. Capítulo 34
  39. Capítulo 35
  40. Capítulo 36
  41. Capítulo 37
  42. Capítulo 38
  43. Capítulo 39
  44. Capítulo 40
  45. Capítulo 41
  46. Capítulo 42
  47. Capítulo 43
  48. Capítulo 44
  49. Capítulo 45
  50. Capítulo 46
  51. Capítulo 47
  52. Capítulo 48
  53. Capítulo 49
  54. Capítulo 50
  55. Capítulo 51
  56. Capítulo 52
  57. Capítulo 53
  58. Capítulo 54
  59. Capítulo 55
  60. Capítulo 56
  61. Capítulo 57
  62. Capítulo 58
  63. Capítulo 59
  64. Capítulo 60
  65. Capítulo 61
  66. Capítulo 62
  67. Capítulo 63
  68. Capítulo 64
  69. Capítulo 65
  70. Capítulo 66
  71. Capítulo 67
  72. Capítulo 68
  73. Capítulo 69
  74. Capítulo 70
  75. Capítulo 71
  76. Capítulo 72
  77. Capítulo 73
  78. Capítulo 74
  79. Capítulo 75
  80. Capítulo 76
  81. Capítulo 77
  82. Capítulo 78
  83. Capítulo 79
  84. Capítulo 80
  85. Capítulo 81
  86. Capítulo 82
  87. Capítulo 83
  88. Capítulo 84
  89. Capítulo 85
  90. Capítulo 86
  91. Capítulo 87
  92. Capítulo 88
  93. Capítulo 89
  94. Capítulo 90
  95. Capítulo 91
  96. Capítulo 92
  97. Capítulo 93
  98. Capítulo 94
  99. Capítulo 95
  100. Capítulo 96
  101. Capítulo 97
  102. Capítulo 98
  103. Capítulo 99
  104. Capítulo 100
  105. Capítulo 101
  106. Capítulo 102
  107. Capítulo 103
  108. Capítulo 104
  109. Capítulo 105
  110. Capítulo 106
  111. Capítulo 107
  112. Capítulo 108
  113. Capítulo 109
  114. Capítulo 110
  115. Capítulo 111
  116. Capítulo 112
  117. Capítulo 113
  118. Capítulo 114
  119. Capítulo 115
  120. Capítulo 116
  121. Capítulo 117
  122. Capítulo 118
  123. Capítulo 119
  124. Capítulo 120
  125. Capítulo 121
  126. Capítulo 122
  127. Capítulo 123
  128. Capítulo 124
  129. Capítulo 125
  130. Capítulo 126
  131. Capítulo 127
  132. Capítulo 128
  133. Capítulo 129
  134. Capítulo 130
  135. Capítulo 131
  136. Capítulo 132
  137. Capítulo 133
  138. Capítulo 134
  139. Capítulo 135
  140. Capítulo 136
  141. Capítulo 137
  142. Capítulo 138
  143. Capítulo 139
  144. Capítulo 140
  145. Capítulo 141
  146. Capítulo 142
  147. Capítulo 143
  148. Capítulo 144
  149. Capítulo 145
  150. Capítulo 146
  151. Capítulo 147
  152. Capítulo 148
  153. Capítulo 149
  154. Capítulo 150
  155. Capítulo 151
  156. Capítulo 152
  157. Capítulo 153
  158. Capítulo 154
  159. Capítulo 155
  160. Capítulo 156
  161. Capítulo 157
  162. Capítulo 158
  163. Capítulo 159
  164. Capítulo 160
  165. Capítulo 161
  166. Capítulo 162
  167. Capítulo 163
  168. Capítulo 164
  169. Capítulo 165
  170. Capítulo 166
  171. Capítulo 167
  172. Sobre este libro
  173. Sobre Tatiana Țîbuleac
  174. Créditos
  175. Índice