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Mark Lamming conducía rumbo a Dorset desde Londres para visitar a una joven a la que no conocía, cuando pensó en el abuelo de esta. A Gilbert Strong no lo conocía tampoco, pero sabía de él todo lo que es posible saber de un hombre que lleva veintitrés años muerto: sus opiniones, sus gustos, la textura de su barba, sus andanzas en determinados días de determinados años, su empleo del punto y coma, el apelativo cariñoso con el que se dirigía a su amante. Embutido en el asiento del Fiat (adquirido, principalmente, para uso y disfrute de su esposa, Diana, e inadecuado para las largas piernas de él), Mark pasó de la urbe a las zonas residenciales entrelazadas de Surrey, y de ahí se adentró, finalmente, en un paisaje más vacío e insondable donde, mal que le pesara, y para gran irritación suya, empezó a pensar en Hardy. Hardy surgió, sin más, de las colinas y las aldeas y ocupó el coche, todo hay que decirlo, con una familiaridad estremecedora: sombrero, bastón, mujeres, obras. Sabiéndose un poco víctima de alguna suerte de condicionamiento, Mark detuvo el coche en una gasolinera para evadirse, llenó el depósito y consultó el mapa por enésima vez. Cuatro millas más y llegaría a su destino. Notó una punzada de inquietud y cierta aprensión. No se consideraba una persona tan segura de sí misma como otros le pensaban.
—Me temo —le había dicho el hombre de Weatherby and Proctor un año antes— que no parece que ella haya oído hablar de usted. Pero, claro, tampoco es que sea, precisamente, la clase de persona que podría haberlo hecho. A pesar de los antecedentes familiares. Ya sabe, dirige un centro de jardinería.
—¿En Dean Close? —preguntó Mark estupefacto.
—En Dean Close. A decir verdad, representa una solución muy satisfactoria a varios problemas. De cualquier modo, señor Lamming, la buena noticia es que no ha puesto ninguna objeción. Está preparada para cooperar de lleno. Cuenta usted con su bendición, por así decirlo. Orientada por nosotros, si me permite expresarlo de este modo, en cuanto fiduciarios. Ejercemos un estricto papel de observadores. Aconsejamos a la señorita Summers y también a…, bueno, a su madre, siempre que es necesario.
—Lo sé —dijo Mark—. Gracias.
Esquivó la mirada del hombre y fijó la vista en el sucio atardecer londinense; ahora sabía con absoluta precisión a qué dedicaría los próximos tres o cuatro años. La certeza, aunque buscada, resultaba un tanto desalentadora. Tenía cuarenta y un años y, en ocasiones, sentía nostalgia de la despreocupada imprevisibilidad de la juventud. La vida había dejado de sorprenderle desde hacía ya tiempo. Gozaba de una fama y un reconocimiento moderados en los círculos que él mismo respetaba; amaba a su esposa; no gozaba de una posición económica desahogada, pero estaba preparado para aceptarlo como el precio a pagar por su profesión. Se dedicaba a lo que quería.
Era biógrafo.
Mientras recorría aquellas cuatro últimas millas, Mark pensó de nuevo en Gilbert Strong, quien, por fuerza, tuvo que conocer íntimamente esta fila de árboles, esta curva, esta hilera de casitas. Intentó sustraer del paisaje los aditamentos de los casi treinta últimos años para requiparlo con los coches achaparrados y redondeados de la última década de la vida de Strong, para revestir a los escasos peatones que iba dejando atrás, para reformular el texto de los anuncios en una valla de publicidad. Se podía hacer hasta cierto punto, pero, en el proceso, la escena completa perdía, en cierto modo, su color y adquiría un apagado tono sepia semejante al de las fotografías del Illustrated London News. Es el problema que enfrentan quienes se dedican profesionalmente a la reconstrucción de otras épocas; el esfuerzo de la imaginación tiene sus propios efectos especiales. Para Mark, el siglo actual era marrón, mientras que el dieciocho era de un delicado azul pastel.
La aparición de Dean Close, aunque esperada, lo cogió por sorpresa. A punto estuvo de pasar de largo y dejar atrás el enorme cartel blanco y verde donde se podía leer «centro de jardinería dean close. abierto todos los días, festivos incluidos»; la flecha del «aparcamiento», que señalaba hacia el patio de delante de los establos; la fachada de la casa —tan familiar gracias a las fotografías— con su entramado de madera y sus gabletes y sus rústicos pilares, como una especie de cottage orné de rango superior; y la montaña de bolsas de plástico amarillo que se alcanzaba a divisar en el camino de entrada. Habían sido estas últimas, quizá, las que remacharon la impresión de que aquel no podía ser su destino; junto a ellas había un cartelito rotulado: turba–2,50 libras.
Condujo el coche hacia el aparcamiento, luego cambió de idea y subió por el camino de entrada hasta la casa. Se quedó sentado mirándola unos momentos. Era menos fea de lo que se esperaba, con greñas de glicinias y, en conjunto, menos descarnada que en las fotografías. Parecía haberse encogido un poco también; los árboles de los alrededores, constató, habían crecido considerablemente.
La carta de ella reposaba en el interior de su maletín. Estaba garabateada con una caligrafía grandona en papel de notas del Centro de Jardinería, y solo decía que estaría encantada de recibirle el día que él sugiriese y que, en calidad de albacea literaria de Strong, le prestaría toda la ayuda que pudiese, pero que, en realidad, el señor Weatherby sabía más de papeles y demás que ella. Firmaba como Carrie Summers. Había hecho tres tentativas de escribir «albacea» correctamente y, al final, lo había puesto mal.
Se plantó en el umbral y permaneció allí, llamando al timbre, durante cinco minutos. Finalmente, se dio por vencido, bordeó el lateral de la casa y entró en el Centro de Jardinería. Vio que los establos habían sido reconvertidos en oficina y zona de ventas y que, a continuación, se extendían un par de acres de productos aseadamente dispuestos, filas y filas de plantas en cajas y macetas o con sus raíces envueltas en plástico negro, entre las cuales deambulaban unas pocas personas, empujando carritos de supermercado. El contenido de estos, observó Mark mientras se dirigía con paso incierto hacia un enorme invernadero, era tan variopinto como el de los carritos de supermercado de los clientes de Sainsbury’s, conjurando los unos visiones de jardines concebidos tan pésimamente como las dietas semanales de los otros: una conífera, dos docenas de pensamientos y un agracejo. O una docena de lobelias, un jazmín de floración invernal y tres hostas. Gilbert Strong, cuya presencia le había acompañado tan poderosamente durante todo el día, se evaporó de repente.
Durante los últimos dieciocho meses no había leído prácticamente nada que no fuera alguna obra de Strong o algún escrito que estuviese relacionado con él de un modo u otro. Podía citar extractos tanto de su Disraeli y de su Napoleón como de sus ensayos sobre obras biográficas y de ficción. Conocía lo que Shaw decía de él y lo que él había dicho de Shaw; la extensión de su recorrido en el primero de los libros de viajes y los sentimientos que le provocaban Thomas Love Peacock (admiración), el socialismo (reserva), el sufragio femenino (tolerancia) y el Cubismo (irritación). Conocía la secuencia de infidelidades a su primera esposa, y el grado de intimidad que compartía con sus distintas amistades. Se había sintonizado tan estrechamente al nombre de Strong que reaccionaba cuando la palabra afloraba en cualquier contexto: un cartel anunciando sidra Strongbow le hacía detenerse y volver la cabeza. Había leído tanto los manuscritos depositados en la biblioteca Bodleiana como la correspondencia que le habían prestado aquellos amigos y colegas de Strong cuya cooperación se había granjeado mediante la diplomática misiva del señor Weatherby. Había visitado a varias de estas personas, todas ellas octogenarias o nonagenarias ya, y picajosas como pajarillos con sus indagaciones. Solo querían saber lo que él iba a contar y lo que fulanito o menganito había dicho de ellos. Las señoras, muy ancianitas ellas, lo miraban con ojos chicos y le decían lastimeramente que ellas de lo que querían estar seguras era de que no se iba a pintar una falsa imagen de ellas, en ningún sentido. Los señores, hombres que contaban con una larga ristra de siglas antepuesta a sus nombres, a la par que una dilatada historia de ejercicio y logros profesionales, le imploraban que ignorara los testimonios de otros hombres de su misma condición. Hasta ese momento, no tenía ni idea de que a la ...