El invencible
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El invencible

  1. 264 páginas
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Información del libro

El Invencible es el nombre de la enorme nave interestelar que parte hacia el rescate de su gemela, la impresionante y guerrera El Cóndor, que se haya varada en Regis III. Este planeta, aislado y desértico, está gobernado por una legión de nanobots que provoca efectos insospechados en el cerebro humano. La misión desencadenará en la tripulación de la nave oleadas de una angustia vital devastadora. La búsqueda de la verdad y la importancia de diferenciarnos de los demás seres del universo son el centro de El Invencible, que ahora se enfrenta al gran desafío misterioso y cruel que supone la incapacidad del hombre de no poder conquistarlo todo. Nanobots, viajes por el espacio, inteligencia colectiva y evolución tecnológica desatada se citan en este relato despiadado de supervivencia humana.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418668036
Edición
1
Categoría
Literatura

La lluvia negra

El Invencible, un crucero de segunda clase —la mayor de las naves de las que disponía la base en la constelación de Lira—, avanzaba a propulsión fotónica por el cuadrante más alejado de la galaxia. Los ochenta y tres miembros de la tripulación dormían en el hibernador de la cubierta principal. Como la travesía era relativamente corta, en lugar de la hibernación total se había optado por un sueño profundo en el que la temperatura del cuerpo no descendía por debajo de los diez grados. En el puente de mando solo trabajaban autómatas. En su campo de visión, en el retículo del visor, se encontraba el disco de un sol no mucho más cálido que una simple enana roja. Cuando su circunferencia ocupó la mitad de la superficie de la pantalla, la reacción de aniquilación fue detenida. Durante unos instantes, una calma chicha se apoderó de toda la nave. Los climatizadores y las máquinas de computación trabajaban en silencio. Cesó cualquier vibración, por ligerísima que fuera, de las que acompañaban poco antes a la emisión en la parte de popa del chorro de luz que a modo de espada de una infinita longitud atravesaba las tinieblas propulsando la nave. El Invencible, inerte, silencioso y aparentemente vacío, avanzaba a una velocidad estable, cercana a la de la luz.
Más tarde, las luces empezaron a intercambiar pequeños guiños desde los cuadros de mando, bañados por el rosáceo resplandor del lejano sol que aparecía en la pantalla central. Las cintas ferromagnéticas se pusieron en marcha, los programas fueron reptando poco a poco hacia el interior de los diferentes aparatos, los conmutadores soltaron chispas y la electricidad corrió por los circuitos con un zumbido que nadie alcanzó a oír. Los motores eléctricos, venciendo la resistencia de lubricantes solidificados hacía ya mucho tiempo, arrancaron y pasaron de un sonido bajo a un agudo gemido. Las barras mates de cadmio asomaron desde los reactores auxiliares, las bombas magnéticas bombeaban sodio líquido en la serpentina del sistema de refrigeración, recorrió las planchas de las cubiertas de popa una vibración, y al mismo tiempo, se pudo escuchar un ligero crujido en el interior de las paredes, como si camparan a sus anchas manadas enteras de pequeños animales que golpeaban con sus garras el metal. Todo indicaba que los autorreparadores móviles ya habían empezado una ronda de varios kilómetros para comprobar el estado de todas las soldaduras de las vigas, la hermeticidad del casco, la integridad del ensamblaje metálico. La nave entera se iba llenando de ruidos y de movimiento, iba despertando, y únicamente la tripulación seguía durmiendo.
Finalmente, otro de los autómatas, tras engullir su cinta de programación, envió unas señales al centro de control del hibernador. Un gas despertador se mezcló con el chorro de aire frío. Por entre las hileras de coyes sopló una corriente templada procedente de las rejillas de ventilación del suelo. La gente, sin embargo, parecía no querer despertar. Algunas personas movieron indolentes los brazos; el vacío de su sueño helado se había llenado de delirios y pesadillas. Finalmente, hubo una primera persona que abrió los ojos. La nave ya estaba preparada para eso. La oscuridad había sido difuminada por el blanco resplandor del día hacía varios minutos: en los largos pasillos de a bordo, en los huecos de los ascensores, en los camarotes, en el puente de mando, en los diferentes puestos de la tripulación, y en las cámaras de despresurización. Y mientras el hibernador se llenaba del rumor de los suspiros de la gente y de sus gemidos involuntarios, la nave, que parecía impaciente porque la tripulación volviera en sí, iniciaba la maniobra preliminar de frenado. En la pantalla central aparecieron las estelas del fuego de proa. La inercia de la propulsión sublumínica se vio rota por una sacudida, la enorme potencia aplicada a los reactores de proa intentaba contrarrestar las dieciocho mil toneladas de peso muerto de El Invencible, que ahora parecían haberse multiplicado por la gran velocidad de la nave. En las cabinas de cartografía, los mapas, herméticamente cerrados, se estremecieron intranquilos en sus rollos. Aquí y allá, los objetos que no estaban bien sujetos se movieron como si cobraran vida. Los utensilios de cocina resonaron al chocar, los respaldos de espuma de los sillones se arquearon hacia atrás, las correas y los cables de las paredes de las cubiertas empezaron a balancearse. Una estrepitosa mezcla de sonidos de cristal, chapa y plástico recorrió toda la nave, desde la proa hasta la popa. Desde el hibernador llegaba ya un rumor de voces; la gente abandonaba la nada en la que había permanecido durante siete meses y, tras un corto sueño, volvía a la realidad.
La nave iba perdiendo velocidad. El planeta, todo él envuelto en una rojiza lana de las nubes, tapaba las estrellas. El espejo convexo del océano, con el sol reflejado en él, se movía cada vez más despacio. En el campo de visión apareció un continente de color parduzco, plagado de cráteres. La gente, desde sus puestos en cubierta, no vio nada. Muy por debajo de ellos, en las titánicas entrañas del propulsor, un rugido sofocado iba creciendo, la gigantesca masa contenía la respiración. Una nube de mercurio que entró en el radio de alcance de la propulsión explotó entre brillos plateados, se disgregó y desapareció. El rugido de los motores se intensificó por un instante. El disco rojizo se aplanó, así era como un planeta pasaba a ser tierra firme. Ya se podía ver cómo el viento perseguía las líneas curvas de las dunas, las estelas de lava, que se dispersaban como los rayos de una rueda desde el cráter más próximo, se iluminaron con la ignición abierta de las toberas del cohete, más intensa que la del propio sol.
—Toda la potencia al eje. Impulso estático.
Los indicadores pasaban perezosos al siguiente sector de la escala. La maniobra se desarrolló de forma impecable. La nave, como un volcán invertido que exhalaba fuego, estaba suspendida a ochenta metros de altura de la superficie variolosa repleta de crestas rocosas sumergidas en la arena.
—Toda la potencia al eje. Reduzcan impulso estático.
Se apreciaba ya el lugar en el que la exhalación vertical del reactor golpeaba el suelo. Se levantaba allí una tormenta de arena roja. De la popa emanaban relámpagos violeta, aparentemente silenciosos, porque el rugido de los gases, al ser más fuerte, absorbía los truenos que acompañaban a aquellos. La diferencia de potenciales se atenuó gradualmente, y las descargas desaparecieron.
Una de las paredes de proa empezó a gemir, el comandante alertó con un gesto al ingeniero jefe. Una resonancia, había que quitarla… Pero nadie abrió la boca, las transmisiones aullaban, la nave descendía sin la menor vibración, como una montaña de acero que colgara de unos cables invisibles.
—Potencia media al eje. Leve impulso estático.
Las humeantes ráfagas de arena del desierto galopaban en todas direcciones formando anillos enroscados, como las encrespadas olas de un verdadero mar. El epicentro, impactado a corta distancia por la tupida llama de las toberas, ya no humeaba. La arena había desaparecido hasta evaporarse por completo, tras transformarse en un espejo de un rojo burbujeante, en un hirviente lago de sílice fundido, en una columna de ensordecedoras explosiones. Desnuda como un hueso, la antigua roca basáltica del planeta había empezado a ablandarse.
—Reactores al ralentí. Impulso en frío.
El azul del fuego atómico se apagó. De las toberas manaron oblicuos rayos de boranos y en un instante, el desierto, las paredes de los cráteres rocosos y las nubes que se encontraban encima de ellos se cubrieron de un verde espectral. La superficie de basalto sobre la que había de posarse la ancha popa de El Invencible ya no corría el riesgo de fundirse.
—Reactores a cero. Impulso frío para aterrizaje.
Los corazones de toda la tripulación latieron con más fuerza, las cabezas se inclinaron sobre los instrumentos; las empuñaduras, entre los dedos agarrotados, se cubrieron de sudor. Aquellas sacramentales palabras significaban que ya no había marcha atrás, que sus pies tocarían tierra firme, y aunque se tratara de la arena de un planeta desértico, podrían ver amaneceres y atardeceres, horizonte y nubes, y viento.
—Aterrizaje puntual en el nadir.
El prolongado gemido de las turbinas, que bombeaban el combustible hacia abajo, llenaba la nave. Una verde columna cónica de fuego unió a El Invencible con la humeante roca. Por todas partes se levantaron nubes de polvo que cegaron el periscopio de las cubiertas centrales, únicamente en el puente de mando, en los monitores de los radares, aparecían y desaparecían los contornos principales del paisaje en medio de un tempestuoso caos.
—Detengan al acoplar.
El fuego remolineaba agitado bajo la popa, aplastado milímetro a milímetro por el inmenso cuerpo de la astronave, el infierno verde disparaba largas llamaradas hacia el interior de las trepidantes nubes de arena. La brecha entre la popa y la roca de basalto abrasada pasó a ser una estrecha grieta, una línea de incandescencia verde.
—Cero cero. Detengan todos los motores.
Una campanada. Un solo y único tañido, como de un gigantesco y roto badajo. El cohete se había detenido. El ingeniero jefe estaba de pie, agarrando con las dos manos los mandos del propulsor de emergencia, temía que la roca pudiera ceder. Estaban expectantes. Las manecillas de los segunderos seguían desplazándose con su característico movimiento de insecto. El comandante observó durante un instante el indicador de la vertical: la lucecita plateada no se apartaba ni un ápice del cero rojo.
Callaban. Las toberas que habían alcanzado el rojo vivo, como si de guindas maduras se tratara, empezaron a contraerse, emitiendo una serie de peculiares sonidos, como un ronco carraspeo. La nube rojiza, que se elevaba a cientos de metros, empezó a descender con lentitud. Aparecieron el morro achatado de El Invencible, los costados chamuscados por la fricción de la atmósfera y el doble blindaje de un color parecido, debido a esa fricción, al de una vieja roca; aquel polvo rojizo seguía amontonándose y girando alrededor de la popa, pero la nave ya se había detenido por completo, parecía formar parte del planeta, como si girase junto a su superficie con un movimiento perezoso e ininterrumpido desde hacía siglos. Bajo el cielo violeta se apreciaban las más brillantes estrellas, que solo desaparecían en la inminente cercanía del sol rojo.
—¿Procedimiento normal?
El astronavegador se reincorporó tras haber estado mirando el libro de bitácora y haber anotado en medio de una página el consabido signo de aterrizaje, la hora, y el nombre del planeta: Regis III.
—No, Rohan. Empezaremos por el tercer grado.
Rohan intentó no mostrar su sorpresa.
—De acuerdo. Sin embargo… —agregó con la gran confianza que Horpach le había tolerado en más de una ocasión—, preferiría no ser yo quien se lo comunicara a la gente.
El astronavegador pareció no oír las palabras de su oficial y, tomándolo por el brazo, lo acompañó hasta la pantalla como si de una ventana se tratara. La arena que había quedado a los lados había formado una leve hondonada, rodeada de dunas que se iban deshaciendo, como efecto de la retropropulsión en el momento del aterrizaje. Desde una altura de dieciocho pisos y a través de una superficie tricromática de impulsos electrónicos que ofrecía una fiel imagen del mundo exterior, observaban la aserrada silueta rocosa de un cráter que se encontraba a tres millas de distancia. Por el oeste, la silueta d...

Índice

  1. Portada
  2. El invencible
  3. La lluvia negra
  4. Entre ruinas
  5. «El Cóndor»
  6. El primero
  7. La nube
  8. La hipótesis de Lauda
  9. El grupo de Rohan
  10. La derrota
  11. Una larga noche
  12. La conversación
  13. «El Invencible»
  14. Sobre este libro
  15. Sobre Stanisław Lem
  16. Créditos
  17. Índice