CAPÍTULO V
LA MOLINERA
—Ayer todavía era rey —observó el Sr. Campion a la mañana siguiente mientras cruzaba el páramo en dirección al molino acompañado por Guffy y Eager-Wright—, y hoy es solo un pobre caballero por lo del problema. Creo que todo este asunto se ha convertido en una especie de lección de filosofía barata.
—Entonces, ¿dejamos correr eso del Paladín Hereditario? —dijo Eager-Wright, sin poder disimular cierto alivio.
Campion asintió.
—A partir de ahora —dijo con un tono algo afectado—, no recibiré más respeto que el que naturalmente merece mi superior intelecto.
Guffy, que iba inspeccionando el terreno y no había seguido la conversación, se volvió. En su propio país, ya no era el espíritu afable y apocado que había sido en el Viejo Continente. Allí era un hombre con recursos.
—¡Qué pena que demolieran la antigua casa! —exclamó—. Tenía que ser preciosa… —Señaló un montículo de tierra que se alzaba en un tramo arbolado a su derecha—. Seguro que hay aves por algún lugar —prosiguió—. Zorros, no… Aunque ahí, en la rectoría, al lado de la iglesia, lo mismo sí que queda alguno…
Los tres jóvenes miraron hacia el tejado de pizarra de la casa moderna que habían visto desde el coche, y entonces Eager-Wright dijo en voz alta lo que todos pensaban.
—¡Puede que no sea tan fácil registrar ese bosque! —exclamó—. Pero, bueno, imagino que al menos no nos toparemos con ninguna compañía poco grata. No creo que Pico de Viuda, después de su colosal metedura de pata con la Srta. Huntingforest o como se llame, ande rondando por aquí.
Guffy, que iba recuperando a cada paso su aire de antiguo terrateniente, estaba radiante.
—Ahora que de verdad estamos aquí —dijo—, tengo la sensación de que no existe en el mundo magnate londinense, por muy terrible que sea, que pueda hacernos frente con sus sucios bandiduchos.
Eager-Wright sonrió, pero el Sr. Campion permaneció impasible.
—No sé si se te ha pasado por la cabeza —intervino con timidez— que nuestro gran colega de negocios, Savanake, ha contratado a Pico de Viuda y a Sorbitos Edwards temporalmente porque en los últimos dos o tres años ha llevado una vida más o menos honrada y no está al tanto de las nuevas incorporaciones en el terreno de las malas artes. Pero en cualquier momento puede cambiar de idea y tratar de aumentar la sección de bandidos con miembros de más categoría. Por eso tenemos que apresurarnos. Ya sabes: la rapidez es fundamental. A quien madruga, Dios le ayuda. El primero que llega se la queda. Todos estáis al tanto de cómo gané la Cruz Victoria en Rorke’s Drift, pero, a pesar de mi archiconocida intrepidez, que tanto admiráis, yo preferiría tener bajo llave por los regalos del Club de Madres antes de que Savanake se ponga manos a la obra. En fin, aquí estamos…
Tras dejar atrás el páramo, tomaron el estrecho camino que conducía hacia el molino. Allí, ante sus ojos, la auténtica belleza de Suffolk se desplegaba en todo su esplendor. A pesar de los esfuerzos de la Srta. Amanda y de su ayudante, resultaba obvio que no atraían a muchos clientes, pues en el sendero, que culminaba en una áspera zona verde que caía en suave pendiente hacia un canal moteado de blanco, había crecido la hierba. El molino, un gran edificio de madera y ladrillo, se había erigido sobre el río y alcanzaba el prado de la orilla opuesta; a su lado, se alzaba la casa.
Si les hubiera quedado alguna duda de que los molineros de Pontisbright habían sido gente próspera en otro tiempo, debió de disiparse al instante. La casa era un ejemplo casi perfecto de la arquitectura de finales del siglo xv. El enlucido de las paredes de quincha estaba adornado con finas molduras. Grandes ventanas batientes con dibujos de rombos sobresalían bajo las tejas rojas, y, sin que uno supiera razonar el porqué, el desordenado conjunto recordaba al esbelto desaliño de un galeón español.
Las cortinas de cretona descolorida que se hinchaban en las ventanas abiertas y el brillo de la madera pulida que se veía desde el exterior acrecentaban el encanto del lugar. Incluso la antena sin hilo, notablemente compleja, que festoneaba el tejado tenía un aspecto rústico e incluso arcaico.
No obstante, se toparon con un anacronismo sorprendente: ante la puerta había una berlina extremadamente antigua, pero sin duda dotada de un motor eléctrico. Aquel notable vehículo había sido pintado por una mano inexperta, y ahora permanecía aparcado, achaparrado y cohibido, dando la sensación de que su color carmesí fuese fruto de un violento sonrojo producido porque había caído en la cuenta de su edad.
Cuando se acercaron, pudieron comprobar que la tapicería original, difunta tiempo ha, había sido reemplazada por la misma variedad de cretona descolorida que adornaba el resto de la casa.
Guffy contempló la aparición con respetuoso asombro.
—El jefe le pagó diez libras a un señor de Ipswich para que se llevara una cosa parecida el año de la guerra —dijo—. ¡Qué cosa tan extraordinaria! —Se detuvo y miró dubitativo a su alrededor—. Somos demasiados… —aventuró—. ¿Por qué no vais vosotros dos solos? Yo os espero aquí.
—Guffy, mi pobre amigo anciano aquejado de rechazo social —dijo Eager-Wright—. Vamos, Campion.
Una vez se encontraron ante la puerta delantera, un aire de irrealidad, que no dejaba de tener un punto cómico, se cernió sobre ellos. Eager-Wright llamó, y un hombrecillo, que gracias a la descripción del propietario, enseguida reconocieron como Despistado Williams, abrió la puerta casi inmediatamente.
El hombre, efectivamente, guardaba un asombroso parecido con un pato. Su cabeza era muy pelona y muy blanca, no así su cara, que tenía un tono amarillento. Justo encima de las orejas, un redondel mostraba con toda claridad el punto exacto en el que solía colocarse el sombrero, y en qué lugares su cara y su cuello quedaban expuestos a los elementos. Sus ojillos, de un azul muy brillante, casi ocultos por unas espesas cejas grises, se apiñaban a ambos lados del estrecho puente de una nariz enorme, que se extendía en la punta y que recordaba tantísimo al pico de un pato, que uno casi esperaba que se pusiera a parpar de un momento a otro. Para redondear lo incongruente de su aspecto, llevaba puesto un chaleco blanco de vestir de corte anticuado al que le habían cosido unas mangas blancas, de manera que recordaba vagamente a un esmoquin. El resto de su atuendo, sin embargo, se limitaba a unos sencillos pantalones de pana, unas botas enormes y una camisa sin cuello de un azul muy brillante.
Cuando sonrió a los visitantes, estos se percataron de inmediato de que se encontraban ante una de esas personas cuyos rasgos exageran todas las emociones que sienten. Su sonrisa de bienvenida, por lo tanto, se había transformado en una terrorífica mueca de puro júbilo.
—¡Pasen, pasen! —dijo, antes de que pudiesen articular palabra. Acto seguido, recobrando la compostura, añadió con una seriedad que resultaba tan siniestra como vívida había sido su alegría—: ¿Son ustedes los señores que buscan alojamiento? ¿Qué nombre anuncio a la señora?
Eager-Wright miró con curiosidad a su compañero.
—Sr. Wright y Sr. Campion —dijo con firmeza el pálido joven.
Su cicerone, mascullando una y otra vez los nombres para sí mismo, a fin de no olvidarlos, condujo a los visitantes por un recibidor con el suelo de piedra donde se percibía un aroma dulce hasta una habitación baja y apenas iluminada en la que oscuras masas de muebles acechaban de forma imprecisa.
En verdad, la habitación estaba tan oscura, sin que pudiesen entender el porqué, que...