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En junio de 1933, una semana después de su graduación en Vassar, Kay Leiland Strong, la primera en dar la vuelta a la mesa en la cena de compañeras de curso, contraía matrimonio con Harald Petersen, graduado en Reed, promoción de 1927. La ceremonia se celebró en la iglesia episcopaliana de Saint George, de la que era rector Karl F. Reiland. Fuera, los árboles ya con toda su hoja cubrían Stuyvesant Square, y las invitadas, que iban llegando en taxi de dos en dos o de tres en tres, lo primero que oyeron fueron las voces de los niños que jugaban en el parque alrededor de la estatua de Peter Stuyvesant. Tras pagar al taxista y alisarse los guantes, las parejas y tríos de jóvenes, todas ellas compañeras de universidad de Kay, miraron a su alrededor con curiosidad, como si estuvieran en una ciudad extranjera. Habían empezado a descubrir Nueva York, quién podría imaginárselo, cuando algunas de ellas habían vivido allí toda su vida, en esas tediosas casas georgianas de las inmediaciones de la calle Ochenta, llenas de espacio desaprovechado, o en los grandes pisos de Park Avenue, y les encantaban los rincones escondidos como este, con el pequeño parque y el templo cuáquero de ladrillos rojos, molduras blancas y brillantes dorados, contiguo a la iglesia episcopaliana de color granate. Los domingos cruzaban con los jóvenes que las cortejaban el puente de Brooklyn y se asomaban a la soñolienta zona de Brooklyn Heights; exploraban la residencial Murray Hill, las pintorescas MacDougal Alley y Patchin Place y las callecitas traseras de Washington Square, con sus antiguas caballerizas convertidas en talleres y estudios de artistas. Les fascinaban el Hotel Plaza con su fuente, los tejados verdes abuhardillados del Savoy y la hilera de coches de caballos y viejos cocheros que aguardaban, igual que en una plaza francesa, para tentarlas a cruzar Central Park en calesa a la media luz del anochecer.
Aquella mañana, mientras se sentaban delicadamente en la silenciosa iglesia casi vacía, todas tenían una intensa sensación de aventura: nunca habían estado en una boda como esa, en la que la propia novia había invitado de palabra a los asistentes, sin la intervención de pariente alguno o de una persona de más edad, un amigo de la familia o algo por el estilo. Se habían enterado de que no iba a haber luna de miel, pues Harald (así lo escribía él, con la antigua grafía nórdica) estaba trabajando de ayudante de dirección de escena y aquella noche tenía que estar en el teatro a la hora de siempre para llamar a escena a los actores. Esto les parecía de lo más excitante y, claro está, justificaba la singularidad de la boda: Kay y Harald eran demasiado dinámicos y estaban demasiado ocupados para que la convención viniera a entorpecerles la vida. En septiembre, Kay empezaría a trabajar en Macy’s, donde la habían seleccionado junto a otros recién graduados para recibir un curso de formación en técnicas de mercado. Pero en lugar de pasarse todo el verano mano sobre mano, esperando a incorporarse, ya se había matriculado en una escuela de comercio y mecanografía, lo que, como decía Harald, le daría una herramienta que no tendrían los otros seleccionados. Y según Helena Davison, que había sido compañera de habitación de Kay en segundo curso, ya se habían ido a vivir juntos a un piso que habían realquilado para el verano, por la zona de la calle Cincuenta Este, sin un tenedor o una servilleta propios, y se habían pasado la última semana, desde la graduación (Helena había estado allí y lo había visto), entre las sábanas del inquilino que ocupaba el piso el resto del año.
Típico de Kay, habían decidido con cariño, conforme la historia iba circulando de un banco a otro de la iglesia. Todas opinaban que la asignatura de Comportamiento Animal que impartía en segundo año la buena de la señorita Washburn (quien en su testamento había legado su cerebro a la ciencia) había cambiado sorprendentemente a Kay, lo mismo que su trabajo con Hallie Flanagan en el curso de teatro. Y de ser una tímida chica del Oeste, bonita, aunque un poco corpulenta, de lustrosos rizos negros y tez rosada, que jugaba al hockey y cantaba en el coro, dada a llevar amplios sujetadores muy ceñidos y propensa a las menstruaciones copiosas, se había transformado en una joven delgada, enérgica y segura de sí misma. Vestida con mono de trabajo, camiseta y zapatillas deportivas, con el cabello despeinado invariablemente salpicado de pintura y los dedos manchados de nicotina, les hablaba en un tono algo displicente, como si los conociera de toda la vida, de «Hallie» y «Lester», el asistente de Hallie, de bastidores y decorados, o de la ninfomanía y el estro de las hembras; las llamaba a voz en cuello por sus apellidos —«Eastlake», «Renfrew», «MacAusland»—, y les aconsejaba las relaciones prematrimoniales y la elección científica de la pareja. El amor, decía Kay, es solo una ilusión.
Para las siete compañeras del grupo, todas ellas presentes en la iglesia, esta evolución de Kay, que gentilmente denominaban «fase», había sido, sin embargo, inquietante. Perro ladrador, poco mordedor, se repetían unas a otras en la sala común de la Torre Sur de Vassar, ya tarde por la noche, cuando Kay todavía no había regresado y suponían que seguiría en el teatro, pintando decorados o ayudando a Lester con la electricidad. Pero en el fondo temían que un hombre que no la conociera como ellas la tomara al pie de la letra. Habían hablado largo y tendido sobre Harald; Kay lo había conocido el verano anterior estando de becaria en un teatro de verano en Stamford, donde los dos sexos habían compartido un único dormitorio. Kay les contaba que Harald quería casarse con ella, pero, a juzgar por sus cartas, ninguna del grupo habría dicho semejante cosa. Por lo que ellas podían ver, no eran cartas de amor en absoluto, sino resúmenes de sus éxitos personales entre las celebridades del teatro: que Gilbert Miller lo había llamado; que una actriz conocida le había pedido que le leyera en la cama la obra que había escrito; o lo que Edna Ferber le decía a George Kaufman en su presencia. «Date por besada», acababan con frialdad, o, simplemente, «D.P.B.», sin más. En el caso de un hombre de su mismo nivel social, como el grupo lo expresaba sin precisar, estas cartas habrían sido ofensivas, pero se les había inculcado que no era prudente emitir juicios fundados en una experiencia tan escueta como la suya. Aun así, se daban cuenta de que Kay no estaba tan segura de él como pretendía; a veces, se pasaba semanas sin escribirle, mientras la pobre Kay lo pasaba mal sin decir nada a nadie. Polly Andrews, que compartía casillero con ella, lo sabía a ciencia cierta. Hasta la cena de compañeras de promoción, hacía diez días, las chicas tenían la sensación de que el compromiso que Kay anunciaba a bombo y platillo no era más que una invención suya. Incluso habían llegado a considerar recurrir a alguna persona con más experiencia para que les diera consejo, a un miembro del claustro o al psiquiatra de la universidad, alguien con quien Kay pudiera hablar abiertamente. Entonces, esa noche, cuando Kay dio la vuelta a la mesa, lo que significaba que anunciaba su compromiso a toda la clase, y, para probar que era cierto, se sacó del pecho palpitante un anillo de plata mexicano, la inquietud de sus compañeras se disolvió en dócil diversión; aplaudieron, risueñas las caras y los ojos chispeantes, dándose aires de que ellas ya lo sabían. Con mayor seriedad, en el tenue tono de voz de las familias distinguidas, aseguraron a sus padres, llegados para la ceremonia de graduación, que Kay y Harald llevaban ya un tiempo prometidos y que Harald era «encantador» y estaba «profundamente enamorado» de Kay. En ese momento, en la iglesia, se arreglaron las estolas de piel sobre los hombros y se sonrieron, asintiendo como pequeñas martas cibelinas maduras: tenían razón, la dureza de Kay solo había sido una fase; ciertamente era un punto a su favor que la más mordaz e iconoclasta de la pequeña banda fuera la primera en casarse.
—O sea, quién lo hubiera pensado —observó sin poder aguantarse «Pokey» (Mary) Prothero, una chica de la alta sociedad neoyorquina, rellenita y divertida, de grandes mejillas sonrosadas y cabello rubio, que hablaba como un galán jovial de entre siglos, imitando a su padre, un conocido yachtman.
Era la problemática del grupo; rica y perezosa, necesitaba clases particulares que la obligaran a estudiar, copiaba en los exámenes, desaparecía los fines de semana sin dar cuenta a nadie y robaba los libros de la biblioteca. Carecía de toda moral o sutileza y lo único que le interesaba eran los animales y las fiestas de las cacerías; su ambición, registrada en el libro de la promoción, era ser veterinaria. Había dejado afablemente que sus amigas la arrastraran a la boda de Kay, igual que la arrastraban a las asambleas en la universidad, tirándole chinitas a la ventana para despertarla y encasquetándole luego el bonete y la toga arrugada. Asegurada su presencia en la iglesia, más tarde la empujarían a Tiffany’s para cerciorarse de que Kay recibía un buen regalo de boda, un regalo extraordinario, algo que Pokey no entendía que fuera necesario, siendo como eran para ella los regalos de boda una carga de su mundo de privilegio, relacionada con los detectives, las damas de honor, las flotas de limusinas y la recepción en el Sherry o en el Colony Club. Si uno no pertenecía a ese mundo, ¿qué sentido tenía la fruslería del regalo? Ella misma, anunció, odiaba tener que ir a probarse, odió su puesta de largo y estaba segura de que odiaría su boda cuando llegara el momento, cosa que sucedería tarde o temprano, como continuó diciendo, pues gracias al dinero de su padre no le faltaban pretendientes donde escoger. Había ido haciendo todas estas objeciones en el taxi, con ese chirriante graznido de las chicas de la alta sociedad, hasta que el taxista se volvió a mirarla al parar en un semáforo: una rubia gruesa, con un traje de seda azul, unas martas cibelinas y unos impertinentes de brillantes en la mano, que se acercó a sus desvaídos ojos color zafiro para inspeccionarlo a él y su foto pegada en la licencia, tras lo cual se volvió a sus compañeras y les comentó en un susurro firme y sonoro: «¡Pero si no es el mismo!».
—¡Qué linda pareja hacen! —susurró Dottie Renfrew, de Boston, para callarla, cuando Harald y Kay salieron de la sacristía y ocuparon sus sitios delante del coadjutor, flanqueados a un lado por la menuda Helena Davison, que había sido compañera de habitación de Kay en Cleveland, y, al otro, por un joven rubio de tez cetrina y bigote.
Pokey se acercó los impertinentes a los ojos, entrecerrando sus pálidas pestañas como una anciana. Era la primera vez que iba a examinar a Harald, pues en la única ocasión que este había estado en Vassar, ella se había ido de caza todo el fin de semana.
—No está mal —pronunció—. Salvo por los zapatos.
El novio era un joven delgado y tenso, de pelo negro liso y la esbelta figura de un espadachín. Iba vestido con un traje azul, camisa blanca con corbata roja oscura y zapatos de ante marrones. El escrutinio a que le sometió Pokey se concentró luego en Kay, que llevaba un vestido de seda marrón claro con un enorme cuello blanco de muselina y un gran sombrero de tafetán negro adornado con una banda de margaritas blancas; una pulsera de oro que había pertenecido a su abuela rodeaba una de sus bronceadas muñecas. En la mano llevaba un ramo de margaritas y lirios. Las mejillas encendidas, los ensortijados cabellos negros y los ojos color avellana le daban el aspecto bucólico de esas muchachas retratadas en ciertas postales antiguas, coloreadas, de escenas campestres. Las costuras de las medias s...