III
—No acabo de ver cómo se lo podría explicar —me dijo—, pero fue precisamente el hecho de que su reseña de mi libro tuviera un punto de inteligencia, fue de hecho su excepcional agudeza, lo que dio lugar al sentimiento (algo que, por favor créame, arrastro desde hace mucho tiempo) bajo cuya momentánea influencia salieron de mí cuando hablaba con aquella buena señora las palabras que naturalmente le han dejado resentido. No suelo leer las cosas que salen en los periódicos a no ser que, como ocurrió con esta, alguien me las arroje a la cara: ¡el que lo hace siempre es tu mejor amigo! Pero antes, hace diez años, acostumbraba a leerlas. Y me atrevería a decir que en general eran mucho más estúpidas en aquellos tiempos; de todos modos siempre me asombró que, con una perfección tan admirable cuando me daban golpecitos en la espalda como cuando me pegaban una patada en la espinilla, siempre se les escapara ese pequeño detalle que caracteriza mis libros. Cada vez que, por una razón u otra, he vuelto a leer una crítica, siempre me ha parecido que seguían disparando a discreción, aunque con una deliciosa falta de puntería. Tampoco usted acierta, querido amigo, pese a su inimitable aplomo; que usted sea increíblemente listo y que su artículo sea increíblemente bello no cambia las cosas ni un ápice. ¡Es sobre todo al pensar en ustedes, los jóvenes que van subiendo —rió Vereker—, cuando más consciente soy de mi fracaso!
Lo escuchaba con un interés entusiasta, tanto más intenso a medida que avanzaba su explicación.
—Fracasar usted…, ¡cielos! ¿Cuál es entonces ese «pequeño detalle» que le caracteriza?
—¿Será posible que después de tanto tiempo y tanto trabajo sea necesario que se lo diga yo?
En este reproche amistoso, jocosamente exagerado, había algo que, como joven que buscaba ardientemente la verdad, me hizo enrojecer hasta la raíz del cabello. Sigo tan sumido en la oscuridad como entonces, aunque en cierto sentido el tiempo me ha permitido acostumbrarme a mi estupidez; en aquel momento, sin embargo, el tono alegre que usó Vereker hizo que me viera a mí mismo como un zopenco todavía muy verde, opinión que, estoy seguro, también tenía él sobre mí. Estaba a punto de exclamar: «¡Oh, por favor, no me lo diga: por mi honor, por el honor de la literatura, no lo haga!», cuando él continuó, mostrando que había leído mi pensamiento y que ya se había hecho su idea de las probabilidades que teníamos de alcanzar algún día la redención:
—Cuando digo lo de «mi pequeño detalle» me refiero (¿cómo lo podría expresar?) a aquello que me ha llevado, por encima de todo lo demás, a escribir mis libros. ¿No hay acaso para todo escritor algo especial, un motivo, aquello que, por encima de todo lo demás, le hace esmerarse, aquello que si se pudiera conseguir sin esfuerzo dejaría de ser el acicate sin el cual no escribiría, la pasión misma de su pasión, ese aspecto del oficio donde, para él, arde con mayor intensidad la llama del arte? Bien, ¡pues eso es!
Pensé durante un momento en lo que me estaba diciendo; o más bien, le fui siguiendo desde una respetuosa distancia, casi jadeando. Me sentía fascinado; no tenía motivos, se me podría decir. Pero aun así no iba a permitirle que me hiciera bajar la guardia:
—Su descripción es verdaderamente bella, pero lo cierto es que no ilumina muy claramente lo que usted describe.
—Le prometo que, por poco que usted intuyera aquello a lo que me refiero, le parecería claro.
Vi que el encanto del tema que discutíamos estaba tan lleno de emociones desbordantes para mi compañero como para mí.
—En cualquier caso —continuó—, puedo hablar de lo que a mí me pasa: hay en mi obra una idea sin la cual toda mi tarea me hubiera importado un comino. No existe intención que la supere en belleza y plenitud, y su aplicación ha sido, creo, un éxito de paciencia y de habilidad. Debería dejar que fuera otro quien lo dijera; pero de lo que estamos hablando aquí precisamente es de que no hay nadie que lo diga. Este pequeño truco mío se encuentra en cada uno de mis libros y todo lo demás no hace relativamente sino jugar sobre su superficie. Quizás algún día el orden, la forma y la textura de mis libros constituirán para los iniciados una representación completa de ese detalle. Pero eso es precisamente lo que al crítico le compete buscar. Y aún diría más —añadió sonriendo mi visitante—: es eso lo que al crítico le compete hallar.
Aquello parecía verdaderamente una gran responsabilidad:
—¿Y usted lo llama un pequeño truco?
—Solo porque soy modesto. En realidad se trata de un plan de lo más exquisito.
—¿Y usted sostiene que ha logrado culminar este plan?
—El haberlo culminado, de hecho, es lo único en esta vida que me hace albergar una cierta buena opinión de mí mismo.
Hice una pausa.
—¿No cree usted que debería, aunque solo fuera un poquito, ayudar al crítico?
—¿Ayudarle? ¿Acaso he hecho otra cosa con cada trazo de mi pluma? ¡Les he estado gritando mi intención a sus grandes e inexpresivos rostros!
Al decir esto, volviéndose a reír, Vereker posó su mano en mi hombro para mostrar que la alusión no se refería a mi aspecto personal.
—Pero usted habla de los iniciados. Debe por lo tanto de haber una iniciación, ¿no?
—¿Y qué otra cosa, en nombre del cielo, se supone que tiene que ser la crítica?
Me temo que también quedé azorado al oír esto; pero logré protegerme insistiendo en que en su descripción del tesoro escondido que había en sus libros echaba de menos uno de esos datos que permiten conocer las cosas al hombre corriente.
—Esto le pasa simplemente porque usted no ha llegado nunca a vislumbrarlo —replicó—. Si usted hubiese llegado a captar el elemento en cuestión, ese detalle se hubiera convertido pronto en casi lo único visible. Para mí es exactamente tan palpable como el mármol de esta chimenea. Además, el crítico no es exactamente un hombre corriente: si lo fuera, dígame, por Dios, ¿qué derecho tendría para entrar en el jardín de su vecino? Tampoco usted tiene nada que ver con un hombre corriente, y la verdadera raison d’être de todos ustedes es que no son más que unos diablillos de la sutileza. Si lo mío es un secreto, lo es solamente porque es un secreto a pesar suyo: me sorprende, pero lo que ha ocurrido lo ha convertido en secreto. No solamente no tomé nunca la más mínima precaución para mantenerlo en ese estado, sino que ni siquiera soñé que tal accidente pudiera ocurrir. De haberlo presentido me hubieran faltado ánimos para proseguir. Pero se produjo de tal forma que solo llegué a comprenderlo poco a poco, y para entonces mi obra ya estaba acabada.
—¿Y ahora le gusta mucho? —me arriesgué a decir.
—¿Mi obra?
—Su secreto. Es lo mismo.
—¡Que usted haga esta deducción —contestó Vereker— demuestra que es tan listo como yo creía!
Esto me animó a señalar que sin duda le resultaría doloroso separarse de aquello, y él confesó que verdaderamente se había convertido para él en la gran diversión de su vida:
—Vivo casi solamente para ver si mi secreto será detectado algún día. —Me miró como desafiándome en broma; algo muy lejano pareció aflorar a sus ojos—. Pero no tengo por qué preocuparme: ¡nadie lo detectará!
—Me incita usted como nadie lo había hecho jamás —declaré—. Me fuerza a lograrlo o morir. —Después le pregunté—: ¿se trata de algún tipo de mensaje esotérico?
Al oír esto su semblante decayó. Adelantó su mano como para darme las buenas noches y dijo:
—¡Ah, querido amigo mío, es algo que el barato lenguaje de los periódicos no puede describir!
Yo sabía naturalmente que él se mostraría muy quisquilloso, pero nuestra conversación me había hecho darme cuenta de lo desguarnecido que había quedado su sistema nervioso. No me conformaba, y retuve su mano.
—Entonces no utilizaré esa expresión —le dije— en el artículo donde, llegado el momento anunciaré mi descubrimiento, aunque me atrevería a decir que me costará bastante arreglármelas sin ella. Pero mientras, solo para acelerar...