La aventura
Esas chicas falaces nos hicieron emprender una ruta muy extraña;
conviene añadir que estaba lloviendo.
GERARD DE NERVAL
(Angélique)
I
Fue en el Jardin des Plantes donde Jean Dézert conoció a Elvire Barrochet. La habría podido encontrar en otro lugar. Pero la historia ya no sería la misma.
Se paseaba, pues, por este lugar melancólico, un domingo por la mañana, como está mandado. Había estado mirando las fieras en sus jaulas, después había dado pan de centeno a los elefantes. Ahora estaba mirando los otarios. Uno, erigido sobre las rocas de su promontorio, se estaba quieto al lado de la ninfa de bronce que, en ese lugar, soba a un delfín del mismo metal. El otro (era el macho) trataba de agradar a su compañera indiferente mediante el despliegue insólito de toda su agilidad de anfibio polar, sin el menor resultado, evidentemente.
Jean Dézert estaba pensando si, después de todo, las sirenas no serían otarios, cuando Elvira, vestida de azul nattier, se cruzó con él en el paseo. Aunque él de ordinario no se fijaba mucho en las mujeres que pasaban por la calle, aquella le llamó la atención. Era evidente que aquella mujer caminaba con prisa, pero hacia ningún destino muy preciso. Tenía en el rostro el aire atento de las niñas que no piensan en nada. Era casi una niña, cantaba para sí misma alguna cosa, y sonreía con los ojos bajando un poco la cabeza. Un mechón rebelde, ni del todo rubio ni del todo moreno (¿era rizado natural?), se le escapaba de debajo del sombrero acampanado en el que bailaba una rosa blanca. Su andar más parecía un juego que una manera práctica de ir de un sitio a otro. Por lo demás, se intuía que se necesitaba mucho para asombrarla, pero muy poco para distraerla.
—He aquí otra historia —pensó Jean Dézert siguiendo a Elvire—. ¿Quién es ella, y qué debo prejuzgar de esta casualidad? ¿Sondeó alguien jamás el universo alocado que contiene una cabeza de tan ingenua apariencia? Pero ¡qué guía para mi aburrimiento, el balanceo de esas caderas de mujer! Todo esto amplifica mi manera de ver y desvía mis ideas de su curso habitual, abriéndoles nuevos horizontes. Por si acaso, voy a explicarle que soy Jean Dézert. Ella se fijará en lo que quiera, y yo no me comprometo a nada.
Justamente, Elvire, después de muchos rodeos, estaba parada delante del foso de los osos blancos. Se apoyó en la barandilla e, inclinada por encima de los plantígrados, empezó a echar sobre el más temible de ellos algunas migajas de galleta encontradas, entre muchos otros objetos, en el fondo de su bolso. El gran oso, correcto pero lleno de bonhomía, se balanceaba lentamente clavando en su donante, de abajo a arriba, sus ojillos rojos, a la espera de un aperitivo menos frívolo.
—Si bien se mira —dijo entonces Jean Dézert a fin de trabar conversación—, los osos blancos de las nieves son menos feroces que los osos grises de las Montañas Rocosas y, desde luego, menos peligrosos que el orangután de Borneo.
—¡Anda! ¿Es usted explorador? —preguntó Elvire, volviendo hacia él su rostro efímero, sin asomo de sorpresa ni incomodidad, y como quien reanuda una conversación.
—No, señorita, o más bien digamos que es tan solo una apariencia. Yo soy funcionario, y tengo muchas lecturas.
—Yo también… Pero dígame, ¿no ocurre nunca que esos animales salten hasta lo más alto?
—No lo creo. Sin embargo, leí una escena de este tipo en un suplemento de Le Petit Journal.
—¡Oh, a mí me gustan tanto los animales! —prosiguió Elvire bajando los dos escalones de piedra que rodean el foso. Al decirlo, echaba hacia atrás el sombrero acampanado, que le había caído sobre los ojos.
Caminaron un momento el uno junto al otro, sin hablar. Jean Dézert buscaba una frase. Una paloma echó a volar desde un tilo de Holanda. Se oyó el pitido de un tren, por la parte de la estación de Austerlitz.
—¡Una mariposa! —exclamó Elvire al ver un insecto en su manga.
—Es una polilla —dijo Jean Dézert. (Ya sabemos que no tiene imaginación.)
Así, se encontraron delante de la jaula de las aves marinas. Hay cerca de mil, detrás de una reja. Les habían instalado un pequeño estanque, porque les gusta el agua. Pero las gaviotas no paran de volar, con sus gritos de trompeta de juguete, tan desolador.
—¿A dónde irían, si les abrieran la puerta?
—¡Oh, no irían lejos! Cuando uno se acostumbra a dar vueltas sin parar, créame, sigue así toda la vida. Yo conozco el tema.
Decididamente, Jean Dézert no posee en absoluto el arte de adornar su conversación con todas esas naderías encantadoras que tanto gustan a las mujeres.
—¡Mire qué bonita, esa blanca de ahí! Yo tenía una así en un sombrero de terciopelo.
Aquello ya pasa de la raya. Jean Dézert toma una decisión heroica:
—Ese sombrero se lo ha hecho usted misma, ¿verdad? Un domingo por la tarde. Es que lo noto. Usted es modista, a la par que adorable.
—No, caballero, yo no trabajo. Papá tiene un negocio. Y yo entraré el año próximo en el conservatorio, por lo del piano.
—Es lo que yo decía. ¿Y tiene usted dieciocho años, tal como yo tengo veintisiete? Su frente me llega justo al hombro, de modo que distingo mal su rostro. No es culpa suya, yo crecí muy de prisa. Además, tiene usted mucha razón en amar a los pájaros; es lo que también se conoce como tener buen corazón. Se lo ruego: míreme y dígame su nombre, será lo más cómodo.
—Elvire…
—Eso es, Elvire… Ahora la comprendo mejor. Deme el brazo, ¿quiere? Iremos a ver a los aligátores.
Elvire echa un vistazo a su alrededor. No hay nadie de su familia en el paseo. Toma el brazo de Jean Dézert y se echa a reír.
—He sido muy imprudente al dejarme abordar así por usted. Le juro que no lo tengo por costumbre.
—Espere, todavía no me lo ha dicho todo. ¿Qué hace usted aquí, tan imprevista en esta mañana, en vez de estudiar piano?
—Almuerzo con mi amiga Berthe. Así que he venido paseando. Estoy de paso por el Jardín. Mientras esté a las doce en la rue de Poissy…
—Son las doce y veinte.
—No importa; yo siempre llego tarde.
—Entonces nos podemos llegar hasta los aligátores.
—No sé si quiero. Todavía tengo que hacer un recado antes del almuerzo… Será mejor que me vaya.
—Bueno, pues adiós, Elvire. Aquí tiene mi tarjeta. Escríbame cuando apruebe el examen de ingreso en el conservatorio, el año próximo.
—Hasta la vista, caballero. ¡Anda, si se llama usted Jean! Hay muchos, pero no deja de ser bonito. Y además, tiene un aire distinguido. Me voy corriendo, que voy a llegar tarde.
Jean Dézert mira cómo Elvire se aleja. Tiene el cordón de un zapato desatado. Tropezará y se caerá, quizá debajo de un coche. ¡Dios mío, que paradójica es esta chica! Ahora se detiene delante de los monos. Finalmente desaparece.
Y Jean Dézert se va solo a contemplar a los aligátores que, en sus cubículos de cemento llenos de agua tibia, sueñan con las piernas relucientes de jóvenes negras, pasando el vado bajo el claro de luna.
II
Las gotas de agua golpeaban los cristales, se aplastaban en ellos, y después caían en inocentes cascadas sobre la cornisa de la ventana. Jean Dézert estaba fumando una pipa. Espe...