Podría… Bueno, a ver. Vamos a empezar por aquí. La mañana siguiente.
Recuerdo a mi madre explicándome que Lenny se había escapado a un lugar llamado Clandestinidad y que ni ella misma sabía dónde se encontraba.
—Está a salvo —me dijo—. Aquí, con nosotros, corría peligro.
—¿Y nosotros corremos peligro?
Para eso no tenía respuesta. En vez de dármela, continuó:
—Los malos tardarán meses en darse cuenta de que se ha escapado, y hay mucha gente ayudándolo.
—¿Y nosotros corremos peligro? —pregunté de nuevo.
Y recuerdo que me tocó la barbilla con el pulgar. Lo dejó allí durante un segundo y me dijo:
—Todo va bien. Tú y yo, chaval, seguiremos nuestro camino sin ningún problema, igual que si Lenny estuviera aquí.
Eso fue todo.
Eso y la pistola de agua, el AK-47 de pega que sacó de encima de los armarios de la cocina. Un regalo de despedida de Lenny para mí. Un premio de consolación. Salvo por el tapón de plástico rojo del cañón, era exactamente igual que un rifle de verdad. Al más puro estilo Lenny, le había pegado una nota, garabateada, como el resto de sus misivas, con una cursiva grande y sinuosa que proyectaba su ego, sobre una hoja de papel amarillo rayado arrancada de una libreta.
«Oye, chaval —decía—, nos vemos al otro lado. Utiliza el fusil para proteger a tu madre.»
Sin firma. Sin despedida. Sin declaraciones de amor.
Mi madre, que leyó la nota por encima de mi hombro, me la arrancó de las manos.
—Es una broma —explicó—. Yo no necesito que me protejan. Ni tú tampoco.
Pero algo en su forma de decirlo me hizo pensar que ahora había recaído sobre mis hombros la tarea de hacerla reír y distraerla del sabor a hierro que tenía en la boca.
Lo primero que hice fue llenar de agua el cargador del AK y ponerme a armar jaleo por todo el piso, golpeando el suelo con los pies en una danza de combate, blandiendo el hacha de guerra y columpiando el rifle como había visto hacer a los soldados en la televisión. Incorporé movimientos de kárate, cosas molonas de esas que hacía Bruce Lee, con los codos hacia fuera, levantando las piernas totalmente rectas. Y me imaginé a Lenny supervisando todo aquello desde dondequiera que estuviera en la clandestinidad, riendo a carcajadas, mondándose de risa, dando una sola palmada con las manos, no tanto para mí, sino a modo de signo de exclamación para su placer. Me lo imaginé uniéndose a la juerga y retransmitiendo con entusiasmo mi exhibición de habilidades marciales con el típico retardo de un doblaje de mala calidad.
Requirió tiempo y muchos ruegos, pero al final mi madre se unió a la fiesta. Pateó el suelo con los pies descalzos, mandando por todo el edificio tales sacudidas que hicieron temblar los cimientos, hasta que la vecina de abajo, Fran Wronski, una devota ama de casa polaca que nos bufaba al cruzarse con nosotros en la escalera porque pensaba que éramos adoradores de Satán, y de la que sospechábamos, aunque no pudiéramos probarlo, que llevaba años contándole mentiras sobre nosotros al FBI, empezó a dar golpes en el techo con el palo de la escoba. Con los puños en las caderas, triunfante, mi madre gritó a las paredes y a los oídos que acechaban tras ellas:
—¡Pues no, hijos de puta, no está aquí! ¡Ah, no! ¡Hoy no! —Cayó de rodillas—. ¿Me oís? ¡Se ha marchado a Disneylandia!
Se desplomó de espaldas y cerró los ojos. Inspiró con una profunda inhalación yóguica.
—¿Cuándo va a volver? —le pregunté.
—Eso es un secreto, Freddy —me dijo, cansada de pronto—. Nadie lo sabe. Pero volverá. Te lo prometo. —Entonces, dando puñetazos en el suelo para que Fran supiera que la había oído y que le importaba una mierda, gritó—: ¿Lo habéis oído? ¡Volverá, cabrones de mierda!
Se levantó a duras penas. Riendo. No. Sollozando.
Se hizo una bola, como un pañuelo de papel usado, en el suelo.
Y dejó que yo continuara en solitario.
Con el AK colgado del hombro, empecé a dar vueltas a su alrededor, totalmente metido en el papel de guerrillero, apretando el gatillo con el dedo a gran velocidad mientras apuntaba a todas las dianas que ofrecía el piso, las cortinas de cuentas que hacían las veces de puertas, los pósteres psicodélicos que conmemoraban los logros de mis padres con letras que goteaban o se derretían, las fotos de familia que se remontaban al viejo mundo, a Ephraim Snyder, el solista del coro de la sinagoga, y su esposa Fanny, los cuadros y las litografías, el cartel de la campaña electoral de Eugene McCarthy con su promesa de paz en Vietnam y otros souvenirs del movimiento, la carátula firmada de Sgt. Pepper’s de Lenny, una muñeca con botones a modo de ojos que se había guardado como recuerdo del SNCC y de Liberty House, los helechos, los ficus y las hiedras trepadoras entrelazadas con flores de colores vivos que mi madre había pintado en las paredes y en el techo, los libros y los panfletos apilados por todas partes, la fotografía enmarcada que me retrataba encadenado al árbol de los cojones, la historia entera de los tiempos que habían vivido e influenciado y odiado y amado; todo aquello, acumulado en forma de recuerdos en nuestro atestado piso de alquiler.
Me sentó de maravilla empapar toda la casa. Qué poderío. Qué liberación. Qué vandalismo tan catártico.
Recuerdo que mi madre me contó que, antes de huir, Lenny le había dicho:
—Me niego a dejar que sufras por mis pecados. Quiero que sigas siendo libre. —Como un mandato. Como un desafío.
Le tomamos la palabra. Le creímos.
Si Lenny era libre, nosotros también lo seríamos. Entraríamos en el nuevo mundo. No habría cadenas capaces de retenernos. ¡Éramos libres! ¡Por fin! ¡Éramos libres de verdad!
Pero ¿qué significaba aquella palabra ahora, en realidad?
Significaba vigilancia constante. Saber, en todo momento, que alguien estaba intentando comprobar de un modo u otro hasta qué punto éramos libres. Las paredes tenían oídos y las ventanas, ojos. Las persianas estaban bajadas y la música sonaba a todo trapo. La caja de los truenos de Lenny siguió conectada al teléfono, silbando y chirriando, insertando una cortina de unos y ceros entre nosotros y cualquiera que intentara llamarnos.
Los lunes o los martes, si habíamos estado fuera de la ciudad, nos entregábamos a primera hora de la mañana a un juego que llamábamos «En busca del micrófono oculto». Poníamos el piso entero patas arriba. Les dábamos la vuelta a los cuadros que colgaban de las paredes. Enrollábamos las alfombras. Metíamos la cabeza dentro del televisor. Nunca encontramos nada, pero ya sabes lo que dice el delgaducho de Burroughs: el hecho de que te haya dado la paranoia no significa que todos los demás no estén intentando jugártela.
Al final, acabamos por acostumbrarnos. La cautela se convirtió en hábito. Dábamos por sentado que los polis de la brigada de estupefacientes vivían con nosotros.
Y, de todas formas, ¿qué otra cosa podían hacernos? Nosotros solo éramos los supervivientes.
La libertad implicó otros mil ajustes más.
Resulta fácil defender la libertad cuando tienes ingresos. Darles doce mil pavos a los Panteras cuando sabes que el siguiente sueldo está en camino. Lenny no había sido tanto un hombre libre como un cuentista urbano. Su libro fue todo un éxito de ventas. Sus discursos congregaban a miles de personas deseosas de protestar y apoyarlo. Y, en el peor de los casos, siempre podía extorsionar a los negocios locales que se habían enriquecido a costa del movimiento que él había iniciado. Antes de su huida, habíamos vivido como reyes en el exilio. Teníamos un televisor en color, dinero para pagar un taxi el día en que nos levantáramos algo vagos y todos los batidos del Gem Spa que pudiéramos desear.
Ahora todo aquello había desaparecido. Todo, excepto la tele.
Así que la libertad significó aprender a agenciarnos algo de pasta.
Mamá intentó vender por la calle velas decoradas a mano: las sumergía en cera que derretía en los fogones y las coloreaba con los mismos tintes que usaba para teñir mi ropa. Le quedaban algo delgadas y endebles, con la ce...