El juicio
El relato que sigue a continuación ha sido compilado a partir de la cobertura que realizaron los periódicos de la época y de la información contenida en el volumen Informe completo del juicio de Roderick John Macrae, publicado por William Kay de Edimburgo en octubre de 1869.
Primer día
El juicio dio comienzo en el Tribunal del Condado de Inverness el lunes, 6 de septiembre de 1869. A las ocho en punto, Roderick Macrae fue trasladado al juzgado desde su celda en la prisión de Inverness; lo llevaron a una sala de detención situada en el sótano del edificio. Fue transportado en un carruaje exento de ventanillas, flanqueado por policías a caballo, y la presencia de este pequeño convoy en las calles excitó las pasiones de los viandantes. Según John Murdoch, que cubría el caso para el Inverness Courier, hubo quienes al verlo «gritaron palabras ofensivas, mientras que otros convertían en arma arrojadiza cuanto tenían a mano». Tal era el interés que suscitaba el caso que una muchedumbre de varios centenares de personas se había reunido en el exterior del tribunal, y un buen número de avispados vendedores ambulantes habían montado puestos para servir al gentío. Cuando llegó la comitiva, se elevó un gran clamor y la escolta no pudo evitar que la multitud se abalanzara como una ola hacia delante y golpeara los lados del coche. El carruaje fue detenido y varios hombres resultaron heridos cuando la policía intentó hacer retroceder a la turba con sus porras. Una anciana, Mary Patterson, fue arrollada y pisoteada y tuvo que recibir atención médica. En los días subsiguientes, se erigieron barreras y se incrementó la presencia policial para garantizar el paso sin incidentes del convoy.
En la sala del tribunal se había facilitado un espacio para acomodar al gran número de reporteros que deseaban asistir al juicio, y a estos se les franqueaba el paso, previa cita, por una entrada lateral. El acceso a la tribuna del público se organizó mediante la emisión de volantes especiales que, como pudo descubrirse después, pasaban de mano en mano a cambio de considerables sumas de dinero. A las nueve y media, la tribuna del público ya se había llenado y su señoría el juez del Tribunal del Condado, lord Ardmillan, y lord Jerviswoode ocuparon sus asientos. En el estrado, la Corona estaba representada por el procurador general, el señor Gifford, y un tal señor William Crichton, y los asistía el señor Gordon Frew, abogado de la Corona. Para la defensa, Andrew Sinclair contaba con la asistencia de su colega Edward Smith. Su señoría el juez del Tribunal del Condado empezó con una severa advertencia para quienes ocupaban la tribuna del público. No se permitiría a nadie entrar o salir de la sala durante el proceso, y cualquier persona que perturbara el desarrollo del pleito sería expulsada de forma perentoria, siéndole confiscado su volante de acceso.
El juez se dirigió entonces a los abogados. Estaba al corriente, dijo, de la existencia de las «denominadas memorias» escritas por el prisionero. Puesto que el relato no había sido redactado bajo las medidas cautelares apropiadas y contenía admisiones que el prisionero tal vez no deseara hacer en el transcurso de su defensa, «ni el documento ni ningún extracto de este» serían admitidos como prueba. A continuación, aconsejó severamente a ambas partes que se abstuvieran de hacer ninguna referencia al documento en el transcurso de sus interrogatorios a los testigos. El veredicto del caso se decidiría sola y exclusivamente en base a las pruebas presentadas ante el tribunal. Ni el procurador general ni la defensa pusieron ninguna objeción a este dictamen, con el que, es evidente, el juez pretendía evitar de antemano cualquier discusión futura en presencia del jurado.
A las diez y cinco, acompañado por «un gran tumulto de voces que los repetidos golpes del mazo del juez no lograron sofocar», el prisionero fue conducido hasta el banquillo. James Philby, reportero de The Times, describió el momento:
Quienes aguardaban la entrada de un monstruo quedaron profundamente decepcionados. Una vez apagado el alboroto inicial, no hubo comentario más repetido que el que resaltaba el hecho de que el prisionero era tan solo un niño. Y en verdad se trataba de una observación de lo más acertada. Roderick Macrae no obedecía a la imagen que nadie tendría de un asesino y, desde luego, no parecía capaz de cometer los monstruosos actos de los que se lo acusa, siendo como es de pequeña estatura, aunque también cuenta con una constitución corpulenta en los hombros y el pecho. Tenía el pelo despeinado y la tez pálida, qué duda cabe de que debido a las semanas que llevaba recluido en su celda. Al entrar, sus ojos oscuros escudriñaron la sala por debajo de su ceño prominente, pero parecía e...