Impedimenta
  1. 336 páginas
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Información del libro

Vuelve el atractivo y elegante aventurero Albert Campion, en una trama criminal en la que se mezclan envenenamientos, cartas anónimas, médiums, certificados de defunción falsificados, merodeos nocturnos y ataúdes que se desvanecen.En la señorial casa de la excéntrica familia Palinode, nostálgica de un pasado en que la fortuna les sonreía, cuyos miembros, todos hermanos y hermanas, se comportan como si el tiempo no pasara, con una dignidad exagerada de clase, comiendo y bebiendo lo que encuentran por los parques solo para ahorrar, se producen una serie de muertes de lo más sospechosas. Campion acepta a regañadientes el caso para hacerle un favor a su fiel lugarteniente, el antiguo delincuente Lugg, y trata de desentrañar un misterio que pone a prueba todas sus capacidades.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417115838
Edición
1
Categoría
Literatur

1

LA TARDE DE UN INVESTIGADOR
—Una vez me encontré con un fiambre ahí mismo, en la trastienda —dijo Stanislaus Oates, tras detenerse frente al escaparate—. Nunca lo olvidaré, pues, al agacharme, de pronto levantó los brazos y cerró sus frías manos en torno a mi garganta. Por suerte, ya casi no tenía fuerzas. Estaba en las últimas y terminó de palmarla mientras trataba de librarme de él. Pero me metió el miedo en el cuerpo, eso sí. Por aquel entonces era inspector de segunda clase.
Se apartó del escaparate y echó a andar por la acera, que estaba repleta de gente. Su gabardina, de un tono negruzco con motas grises, iba hinchándose a sus espaldas como la bata de un maestro de escuela.
Los dieciocho meses que llevaba como jefe de Scotland Yard apenas habían hecho mella en su aspecto físico. Seguía siendo el de siempre, un hombre algo andrajoso, encorvado, provisto de un estómago que sobresalía de forma inesperada, y su rostro grisáceo, de nariz aguileña, seguía teniendo un aspecto triste e introspectivo bajo el mullido sombrero negro.
—Me gusta caminar por esta calle —agregó, con un afecto algo sombrío—. Durante treinta años, fue el tramo más interesante de mi patrulla diaria.
—Y sigue trayéndole bonitos recuerdos a la memoria, ¿no es así? —apuntó su compañero en tono afable—. ¿Quién era ese muerto? ¿El tendero?
—No. Un pobre desgraciado que había entrado a robar. Se cayó por la claraboya y se rompió la espalda. Ha pasado tanto tiempo que ya casi ni me acuerdo. Hace una tarde estupenda, Campion, ¿no es cierto?
El hombre que caminaba a su lado no respondió. Estaba demasiado ocupado intentando zafarse de un individuo que se había quedado mirando al anciano jefe de Scotland Yard y había terminado dándose de bruces contra él.
La gran mayoría de los transeúntes que habían salido de compras no prestaban atención al viejo inspector, pero, para unos pocos, su avance por la acera venía a ser como la progresión de un gran pez de río ante el que, prudentemente, los experimentados pececillos se dispersan.
El señor Albert Campion tampoco resultaba desconocido para quienes los miraban con interés, pero su campo era más reducido y exclusivo. Era un hombre alto de cuarenta y tantos años, extremadamente delgado; su pelo, antaño rubio, ya estaba casi totalmente blanco. Sus ropas eran lo bastante buenas para resultar poco llamativas, y su rostro ya maduro, oculto tras unas gafas de carey inusitadamente grandes, aún mostraba aquella extraña cualidad de anonimato que había dado tanto de qué hablar en su juventud. Tenía el valioso don de parecerse a una sombra elegante y, como un gran policía dijo de él una vez —con más envidia que otra cosa—, era un hombre que a primera vista no inspiraba miedo a nadie.
Había aceptado con ciertas reservas la inaudita invitación a almorzar de su jefe, y la no menos rara propuesta de salir a dar un paseo por el parque lo había llevado a reafirmarse en su decisión de no dejarse arrastrar a asunto alguno.
Oates, quien por lo general caminaba rápido y hablaba poco, parecía estar remoloneando. De pronto, sus fríos ojos alzaron la vista. El señor Campion siguió su mirada y vio que había ido a posarse en el reloj de la fachada de la joyería, dos puertas más abajo. Eran exactamente las tres y cinco. Oates olisqueó el aire con satisfacción.
—Vayamos a ver las flores —dijo, y cruzó por la calle.
El jefe se dirigía a un objetivo concreto. Se trataba de un grupo de pequeñas sillas de color verde dispuestas al pie de una haya gigantesca; su sombra las cubría por completo. El jefe se acercó y se sentó, cubriéndose las rodillas con los faldones de la gabardina, como si de una falda se tratara.
En aquel momento, el único ser viviente que tenían a la vista era una mujer que se hallaba sentada en uno de los bancos situados junto al camino de gravilla. Los rayos del sol iluminaban con nitidez su espalda encorvada y el cuadrado de periódico doblado que tenía ante sí; lo estaba estudiando con gran atención.
No se encontraba demasiado lejos de ellos. Su pequeña y achaparrada estampa estaba envuelta en una serie de ropajes de longitudes dispares, y, como estaba sentada con las rodillas cruzadas, podía atisbarse un conjunto de dobladillos multicolores sobre un leotardo caído en acordeón. En la distancia, daba la impresión de que el césped había invadido su zapato. Numerosos hierbajos brotaban de cada abertura, incluida la del dedo gordo. Hacía calor al sol, pero la mujer llevaba sobre los hombros lo que en su momento debía de haber sido una estola de piel, y, aunque no se le veía la cara, Campion pudo distinguir las greñas que pendían por debajo de los pliegues amarillentos de un antiguo velo, de los que se usaban para ir en automóvil y se ataban con un botón sobre la frente. Dado que la mujer llevaba el velo sobre un cartón cuadrado colocado sobre la cabeza, el efecto resultante era excéntrico y hasta patético, como a veces lo son las niñas pequeñas disfrazadas con vestidos fantasiosos.
De pronto, una segunda mujer apareció en el camino, de la misma forma en que aparecen las figuras recortadas contra la radiante luz del sol. El señor Campion, que en ese momento no tenía ganas de pensar en ninguna otra cosa, se dijo con morosidad que resultaba gratificante ver a la naturaleza recurrir tan a menudo a los diseños de los artistas más eminentes, y se alegró de ver a aquella hermosa y opulenta señora. Se ajustaba perfectamente al tipo requerido: los pies pequeños, el busto enorme, el sombrero blanco y alto a mitad de camino entre una copa de vino y un ramillete de flores y, por encima de todo, la inefable y coqueta candidez que emanaba de cada una de sus curvas.
El señor Campion se dio cuenta de que, a su lado, el jefe se ponía en tensión en el mismo momento en que la reluciente figura se detenía. El abrigo, fabricado por algún sastre habilidoso para que un torso con el aspecto de un saco de patatas adquiriese los contornos inofensivos de un jarrón, pareció quedar suspendido en el aire. El sombrero blanco se giró brevemente hacia uno y otro lado. Los piececitos flotaron hasta situarse al lado de la mujer sentada en el banco. Un guante diminuto picoteó el aire y la dama se puso en camino de nuevo, avanzando con el mismo aire inocente, aunque un tanto afectado y precario.
—¡Já! —musitó Oates cuando la mujer pasó frente a ellos y vieron la expresión virtuosa de su rostro sonrosado—. ¿Se ha fijado, Campion?
—Sí. ¿Qué es lo que le ha dado?
—Una moneda de seis peniques. De nueve, posiblemente. Quizá fuera un chelín.
El señor Campion miró a su acompañante, que no era muy dado a las frivolidades.
—¿Pura cuestión de caridad?
—Justamente.
—Ya veo. —Campion era el más cortés de los hombres—. Entiendo que resulte extraño —observó, sin querer comprometerse.
—Lo hace casi todos los días, más o menos a esta hora —explicó el jefe, insatisfecho—. Quería verlo con mis propios ojos. Ah, ahí viene el comisario…
Unas fuertes pisadas resonaron en el césped que había a sus espaldas, y el comisario Yeo, el policía más policía de todos los policías, rodeó el árbol para estrecharles las manos.
El señor Campion se alegró de verlo. Eran viejos amigos y se profesaban esa profunda estima que tantas veces se da entre temperamentos opuestos.
Los pálidos ojos de Campion se tornaron especulativos. De una cosa podía estar seguro: si aquello era una broma, por mucho que a Oates se le hubiera metido en su grisácea cabeza tomarle el pelo, Yeo no estaría dispuesto a perder una tarde siguiéndole la corriente.
—Bueno —dijo Yeo con aire malicioso—. Ustedes mismos lo han visto.
—Sí. —El jefe estaba pensativo—. Es curiosa la codicia humana. Supongo que se mencionará la exhumación en ese periódico, si es más o menos reciente, aunque la verdad es que no está leyéndolo…, a no ser que esté intentando aprendérselo de memoria. No ha dejado de mirar la misma página desde que estamos aquí.
Campion alzó su delgada barbilla durante un momento, pero al cabo de un instante volvió a acuclillarse para seguir trazando garabatos con un palo en el polvo del camino.
—¿El caso Palinode?
Los redondos ojos marrones de Yeo se clavaron en el rostro de su jefe por un instante.
—Veo que ha estado intentando despertar su interés —dijo Yeo con desaprobación—. Sí, señor Campion, esa mujer es la señorita Jessica Palinode. Es la menor de los hermanos y pasa todas las tardes sentada en ese banco, haga frío o calor, como una especie de florero.
—¿Y quién era la otra mujer? —Campion seguía con la vista fija en sus jeroglíficos.
—La señora Dawn Bonnington, de Carchester Terrace —intervino Oates—. La señora Bonnington sabe que «no hay que dar dinero a los mendigos», pero cuando ve a «una mujer que lo ha tenido que pasar muy mal en la vida» no puede evitar «hac...

Índice

  1. Portada
  2. Más trabajo para el enterrador
  3. 1. La tarde de un investigador
  4. 2. El tercer cuervo
  5. 3. Chapada a la antigua y muy poco común
  6. 4. Uno tiene que andarse con cuidado
  7. 5. Un episodio más bien desagradable
  8. 6. Un cuento para irse a dormir
  9. 7. Un sepulturero muy práctico
  10. 8. En el meollo
  11. 9. Cuestión de dinero
  12. 10. El chico de la motocicleta
  13. 11. El momento de la verdad
  14. 12. Una infusión de hierbas
  15. 13. El punto de vista legal
  16. 14. Las dos sillas
  17. 15. Dos días después
  18. 16. En la funeraria
  19. 17. Vientos turbulentos
  20. 18. Un nuevo hilo en la madeja
  21. 19. El rugido
  22. 20. Más líos
  23. 21. Un trabajo casero
  24. 22. Nudos corredizos
  25. 23. «Vive la Bagatelle!»
  26. 24. A través de la red
  27. 25. Yendo a Apron Street
  28. 26. Almacenes El Manejo
  29. 27. Adiós a Apron Street
  30. Sobre este libro
  31. Sobre Margery Allingham
  32. Créditos
  33. Índice