La muerte del corazón
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La muerte del corazón

Elizabeth Bowen, Eduardo Berti

  1. 406 páginas
  2. Spanish
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La muerte del corazón

Elizabeth Bowen, Eduardo Berti

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Publicada en 1938, y considerada una de las 100 mejores novelas del siglo XX por la revista Time, "La muerte del corazón" es la obra más perfecta de Elizabeth Bowen, una autora que ha sido comparada con escritores de la talla de Virginia Woolf, E. M. Forster y Henry James. Ambientada en el Londres de entreguerras, la novela narra la historia de Portia Quayne, una huérfana de dieciséis años, que, tras la muerte de su madre, es acogida por su medio hermano Thomas y por la mujer de este, Anna, que llevan una vida lujosa aunque emocionalmente estéril. Portia, quien hace gala de una extraordinaria capacidad de observación, se siente perdida en este nuevo mundo de vana falsedad y ostentación y, en su necesidad de hallar una referencia afectiva, poco a poco se irá enamorando de Eddie, un joven irreflexivo y alocado que mantiene una extraña relación con Anna.Elizabeth Bowen es la más brillante sucesora del grupo de Bloomsbury. En su literatura se encuentra el nexo que vincula a Virginia Woolf con Iris Murdoch y Muriel Spark.

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Información

Año
2012
ISBN
9788415578567
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Primera parte


El Mundo

1



El hielo de esa mañana, apenas una frágil costra, se había quebrado y flotaba en pedazos. Los pequeños bloques chocaban o se separaban formando unos canales de agua oscura por los que unos cisnes nadaban con lenta indignación. Las islas se recortaban en el crepúsculo sombrío, boscoso, helado: eran las tres o las cuatro de la tarde. Una especie de hálito de arcilla, procedente de la ciudad que se erguía más allá del parque, se condensaba enturbiando el aire; tras esa atmósfera impura, los árboles alzaban frígidamente sus copas alrededor del lago. El metálico frío de enero comprimía el cielo y el paisaje; el cielo estaba cerrado al sol, pero los cisnes, los filosos bloques de hielo y las pálidas y retraídas terrazas de tiempos de la Regencia poseían un lustre sobrenatural, como si el frío fuera luz. Siempre ha habido algo trascendente en el momento cumbre del invierno. En este caso, los pasos resonaban en los puentes y retumbaban a lo largo de las paredes oscuras. El clima no iba a cambiar; por la noche helaría.
Sobre un pequeño puente peatonal tendido entre la tierra firme y una de las tantas islas, un hombre y una mujer charlaban de pie, apoyados en la barandilla. En medio del intenso frío, que obligaba a todos a apresurar el paso, ellos habían optado por esta larga pausa poco menos que veraniega. La absorta inmovilidad de la pareja podía dar a entender que eran amantes, pero sus codos se hallaban, en realidad, separados por varios centímetros; el hombre y la mujer no se aferraban con las manos, sino mediante las palabras que intercambiaban. Los abrigos gruesos conferían a sus siluetas el aspecto asexuado y rígido de las piezas de ajedrez. Parecían dos personas acaudaladas y sus cuerpos, al cobijo de las convenientes protecciones de paño y piel, gozaban de un calor continuo; el frío, tan solo lo veían o, a lo sumo, lo sentían en sus extremidades. De vez en cuando, él golpeaba con un pie en el puente o ella se llevaba su manguito a la cara. El hielo desfilaba por el canal justo por debajo del puente, de modo que, mientras hablaban, sus reflejos se quebraban sin cesar.
Él dijo:
—Ha sido una locura que tocaras eso.
—De todos modos, Saint-Quentin, estoy segura de que tú habrías hecho lo mismo.
—Tengo serias dudas. No me apetece saber lo que piensan los demás.
—Si yo hubiese tenido la más mínima idea…
—Sin embargo, la tenías.
—Pocas veces en mi vida me he sentido tan disgustada.
—Mi pobre Anna… A ver, dime, ¿cómo lo encontraste?
—Yo no estaba buscando nada —se apresuró a decir Anna—. Hubiese preferido no saber que existía; hasta entonces, ignoraba su existencia. Pero resulta que su vestido blanco volvió de la tintorería con uno de los míos. Saqué mi vestido del paquete para ponérmelo y, como era el día libre de Matchett, cogí también el de Portia y fui a colgarlo en su habitación. Portia había salido; estaría estudiando, por supuesto. El dormitorio tenía un aspecto espantoso, cosa que ya no me sorprende: allí guarda de todo, cosas que Matchett jamás osará tocar. Ya sabes cómo es el personal de servicio… No te hace ninguna concesión, mientras que se muestra de lo más indulgente con los caprichos de los niños o los animales.
—¿Crees que Portia es una niña todavía?
—Desde cierto punto de vista, más bien parece un animal. ¡Pensar que, antes de su llegada, yo había dejado tan bonito el dormitorio…! Nunca imaginé que alguien pudiese vivir de un modo tan irresponsable. Ya casi no entro en esa habitación. Me desanima.
De forma algo vaga, Saint-Quentin comentó:
—¡Qué penoso para ti!
Había hundido la cabeza en los pliegues de su bufanda y miraba a Anna con abstracta atención. Ella tenía una rara manera de enmascarar su personalidad y su autocompasión; una manera que parecía calculada para no desentonar con la idea que él se había hecho de ella. Anna se ofrecía de este modo complaciente, servicial, con un cierto deje de insolencia. Él notaba en su sobreactuación algo semejante a una farsa, y esto le hacía querer a Anna más de lo que ya la quería. La suavidad de sus facciones, su sonrisa entre plácida y burlona, su modo de contraer la barbilla al sonreír, todo esto lo llevaba a compararla con un sardónico pato blanco. Sin embargo, más allá de cualquier comedia, no había duda de que Anna estaba turbada: había hundido su barbilla dentro del ancho cuello de piel y fruncía el ceño oculta debajo de un gorro que también era de piel y que llevaba ladeado sobre la cara. Contemplaba con tristeza su manguito y sus bellas pestañas rubias le ensombrecían las mejillas. De vez en cuando asomaba una mano para limpiarse la punta de la nariz con un pañuelo. Percibía entonces la mirada de Saint-Quentin, pero no le prestaba atención: en la piedad de él por las mujeres, ella detectaba un toque de malicia.
—Lo único que hice —prosiguió— después de colgar su vestido fue echar una ojeada a su cuarto, pues pensé que me correspondía hacerlo. Como siempre, se me vino el alma a los pies y sentí que había llegado la hora de tomar medidas. Pero ella y yo tenemos un vínculo de lo más curioso. No importa lo que yo le diga, parece que nunca me oye. Y es increíblemente insensible a los objetos. Trata un sombrero, por ejemplo, como si fuera un sobre viejo. Nada de lo que posee parece ser realmente propiedad de ella, no sé si entiendes lo que intento decir; así que resulta absurdo hacerle cualquier regalo, salvo que sea algo de comer, y ni siquiera eso la hace necesariamente feliz. Tal vez se deba a que ellas dos siempre vivieron en hoteles. En fin, yo supuse que le podría gustar cierto escritorio, un secreter que perteneció a la madre de Thomas y que su padre seguramente ha usado también. Por eso mandé que lo pusieran en su habitación. Tiene unas gavetas que se cierran con llave y una amplia zona para escribir. La tapa es corrediza y puede cerrarse; con esto yo esperaba hacerle entender mi deseo de que emprendiera su propia vida. Y, aunque fue un tanto arriesgado, le dimos incluso un candado. No obstante, creo que lo ha perdido todo porque no había puesto el candado y por allí no había ni rastro de las llaves.
—¡Qué penoso! —dijo otra vez Saint-Quentin.
—Claro que sí. Porque acaso… En fin, quiero decir que el maldito secreter me llamó la atención, porque ella lo tiene repleto de papeles, como si fuese un cubo de basura. Al parecer, le encanta amontonar papeles; no recibe correspondencia casi nunca, pero atesora todas las cosas que Thomas y yo tiramos: cartas con pedidos, por ejemplo, o folletos sobre curas milagrosas. A punto estuvo, como diría Matchett, de que me diera un síncope.
—¿En qué momento abriste el escritorio?
—Ay, todo estaba en un estado tan lamentable… La tapa cerraba mal, los papeles desbordaban por todas partes, algunos se habían metido hasta en los goznes. Eso me hizo temblar de furia. No sabría decirte por qué. El caso es que apilé todos los papeles en el sillón con la idea de dejarlos allí y de decirle que tiene que ser más ordenada. Debajo de los papeles había unos cuadernos con apuntes de sus lecciones. Entonces, debajo de estos cuadernos, vi el diario, que, como te he dicho, me puse a leer en el acto. Es una de esas horribles libretas de cubierta negra que puedes comprar por un chelín, más o menos, y que están forradas con tela de muaré… Después, claro, tuve que volver a poner las cosas como estaban antes.
—¿Exactamente igual a como estaban?
—Exactamente. Estoy casi segura. No es posible reproducir un desorden con absoluta fidelidad. Pero ella no notará nada.
Hubo una pausa y Saint-Quentin se quedó absorto en el vuelo de una gaviota.
Luego dijo:
—¡Qué asunto más inoportuno!
Anna juntó las manos dentro del manguito, después levantó los ojos y contempló enfadada el lago.
—Desde que nació, esa chica no hace más que causar problemas.
—¿Quieres decir que lamentas que haya nacido?
—Claro que sí. Eso es lo que siento ahora, aunque sería preferible, desde luego, no decir algo así… Al fin y al cabo, es la hermana de Thomas.
—¿No se te ocurre pensar que acaso estás exagerando? La agitación que uno siente al ver algo inesperado hace que las cosas parezcan peores de lo que son.
—Ese diario no podría ser peor de lo que es. Quiero decir que no podría ser peor para mí. En un primer momento, solo me enfadé superficialmente, pero desde entonces he tenido tiempo para reflexionar. Y no he terminado aún, pues cada vez me acuerdo de más cosas.
—¿Es muy… hiriente?
—Yo no diría tanto. No. Parece que trasluce un deseo de ayudarnos, sin duda.
—¿Dirías que es algo sensiblero, entonces?
—Más que eso: esa chica lo tergiversa y lo deforma todo. Mientras lo leía, pensé: esta chica está loca. O si no, la loca soy yo. Salvo que no creo estar loca. ¿Te parece que estoy loca?
—Claro que no. Pero ¿por qué te enfadas tanto si solo refleja lo que le ocurre a ella? ¿Es afectado?
—Es profundamente histérico.
—También debemos tener en cuenta el estilo. Nada se plasma en el papel del modo en que ocurrió, y hay mucho que se plasma sin haber ocurrido nunca. Escribir es siempre divagar un poco… incluso si uno sabe lo que ha querido decir, lo cual es harto improbable con su edad. Hay maneras y maneras de falsear las cosas: con los años, uno discrimina mejor, pero no se vuelve necesariamente más honrado. Yo debería saberlo, ...

Índice

  1. La muerte del corazón
  2. El Mundo
  3. La carne
  4. El diablo
  5. Notas
  6. Créditos
  7. Índice