Impedimenta
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Impedimenta

Otro nuevo y extraño misterio para Gervase Fen

  1. 336 páginas
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Impedimenta

Otro nuevo y extraño misterio para Gervase Fen

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La escuela Castrevenford está inmersa en los preparativos para celebrar el fin de curso, y el excéntrico profesor de Oxford y detective aficionado Gervase Fen (al que ya conocimos en "La juguetería errante" y "El canto del cisne"), liberado de sus obligaciones laborales, ha sido convocado a entregar los premios a los discursos más brillantes. Sin embargo, la noche previa al gran día, extraños sucesos acontecen en el colegio, y dos profesores son asesinados.Mientras intenta desentrañar el misterio, Fen se ve obligado a resolver un secuestro con la ayuda de un sabueso con demencia senil, a apaciguar a una plétora de colegialas enloquecidas y, de paso, a averiguar el paradero de un manuscrito perdido de Shakespeare que se demuestra letal en extremo."Trabajos de amor ensangrentados" es un clásico de la Edad Dorada de la novela de detectives inglesa, llena de referencias literarias y persecuciones en bólido por la campiña inglesa, con una trama policiaca perfecta.

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Información

Año
2014
ISBN
9788416542581
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

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Trabajos de amor

ensangrentados


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Edmund Crispin


Traducción del inglés a cargo de
José C. Vales


impedimentaebook

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1.Lasciva Puella



El director dejó escapar un suspiro. Estaba dispuesto a reconocer que era un gesto lastimero y poco varonil, pero en aquel momento se sintió incapaz de reprimirse. Y esbozó una disculpa.
—Este calor… —dijo a modo de explicación, y agitó la mano lánguidamente en dirección a las ventanas: al otro lado de los cristales una considerable extensión de césped se agostaba al sol de media mañana—. Es este calor…
Como excusa, resultaba poco creíble. El día había amanecido tórrido, casi tropical, e incluso en aquel despacho sombrío, de techos altos, con las cortinas medio corridas para evitar que a los tejidos y las maderas les diera el sol, la atmósfera era demasiado opresiva como para que nadie pudiera sentirse cómodo. Pero el director hablaba sin convicción y su visita no se dejó engañar.
—Siento incomodarle con mis asuntos —dijo la mujer en tono cortante—. Me hago cargo de que preferiría ocupar su tiempo preparando la jornada de entrega de premios y diplomas. Por desgracia, no he tenido opción en este caso… Los padres están insistiendo en que se lleve a cabo algún tipo de investigación y…
El director asintió con gesto sombrío. Era un individuo bajito, enclenque, de unos cincuenta años, barbilampiño, y con una nariz larga e inquisitiva, un pelo negro que comenzaba a escasear y un engañoso semblante que traslucía apatía y despiste.
—Los padres…, los padres tenían que ser —dijo—. Una gran parte del tiempo que pierde uno en este trabajo se emplea en disipar los ingenuos terrores de los padres…
—Solo que, en este caso —contestó su visita, decidida a no ceder en el asunto que se traía entre manos—, parece que sí que ha ocurrido algo en realidad.
Desde el otro lado del escritorio, el director la observó con un gesto de grave pesadumbre. Siempre le parecía que la eficaz laboriosidad de la señorita Parry resultaba una pizca abrumadora. Tras aquella señorita Parry, ordenadas en implacables filas marciales, le pareció ver a todas esas mujeres de mediana edad, audaces, osadas, competentes, típicas de los estratos más altos de la burguesía inglesa, a quienes parece que no les interesa otra cosa en el mundo que organizar mercadillos de caridad, visitar a los enfermos y menesterosos, adiestrar a la juvenil servidumbre, y entregarse con fervor implacable a la jardinería. Alguna jugarreta del destino en la que nunca había tenido intención de indagar había impelido en algún momento a la señorita Parry a abandonar esa esfera social para buscar cómo ganarse la vida, pero de todos modos aquel ambiente seguía intuyéndose a su alrededor, como un aura intangible; y sin duda, el modo como llevaba la dirección del Instituto Castrevenford para chicas parecía confirmar esa opinión, más que contradecirla… El director, circunspecto, comenzó a cebar su pipa.
—¿Ah, sí? —dijo sin mucho interés.
—Información, doctor Stanford. Lo que necesito sobre todo es información.
—Ah… —El director retiró algunas hilas sobrantes de tabaco que colgaban de la cazoleta de su pipa, y asintió de nuevo, esta vez con más firmeza y seriedad—. ¿Le importa si fumo? —preguntó.
—Yo también fumaré —dijo la señorita Parry con decisión. Apartó la pitillera de cigarrillos para las visitas con una implacable seguridad, aunque educadamente, y sacó de su bolso una cajetilla de cigarrillos—. Prefiero los americanos —explicó—. Les ponen menos productos químicos.
El director encendió una cerilla y le dio fuego.
—Tal vez lo mejor sería que me contara lo que sabe desde el principio —sugirió.
La señorita Parry expulsó una gran bocanada de humo, casi como si tuviera en su interior alguna especie de sustancia nociva que hubiera que expeler tan rápida y vigorosamente como le fuera posible.
—Creo que no necesito decirle que el asunto tiene que ver con la obra de teatro…
Aquella información impactó de lleno sobre la mente del director. Curiosamente, y en términos generales, era más esperanzadora de lo que cabía esperar. Desde hacía algunos años, el Instituto Castrevenford para chicas había colaborado con su correlato masculino en la preparación de una obra de teatro que se representaba el día de entrega de premios y diplomas. Era una tradición que no acarreaba más que molestias e incomodidades para todos los implicados, y la única circunstancia que mitigaba aquellas molestias era precisamente que estas resultaban predecibles y discurrían por senderos suficientemente trillados como para hacerlas preocupantes. La mayoría de los conflictos tenían lugar durante los ensayos, y solían reducirse a ciertos abrazos clandestinos, más o menos consentidos, entre los miembros masculinos y femeninos del reparto: y respecto a dichos incidentes los castigos correspondientes se habían establecido desde hacía mucho tiempo y eran casi automáticos.
El director pareció animarse un poco.
—¿Entonces la chica actúa en la obra de teatro? Me temo que no he podido prestarle mucha atención este año. Se trata de Enrique V, ¿no es así?
—Sí. La elección de la obra no les gustó a mis muchachas. Muy pocos papeles femeninos.
—Sin duda nuestros chicos también se sintieron decepcionados…, diría que por la misma razón.
La señorita Parry dejó escapar una risita, sincera pero un tanto brusca; como si quisiera dar a entender que el sentido del humor, aunque era esencial en una conversación entre personas cultas, no tenía por qué usurpar el lugar a los asuntos de mayor importancia.
—Sí, muy enojoso para todo el mundo… —dijo la señorita Parry—. En fin, esta chica de la que le hablo interpreta el papel de Katharine. Se llama Brenda Boyce.
El director frunció el ceño mientras prendía una segunda cerilla y la acercaba a la cazoleta de su pipa.
—Boyce. ¿Es su familia de aquí? Hace un par de años tuvimos aquí a un chico con ese mismo apellido. Un muchacho bastante sofisticado, creo recordar.
—Sería su hermano —dijo la señorita Parry—. Desde luego toda la familia podría describirse como «sofisticada». Los padres son del tipo fiesta cara y coche cromado.
—Sí, los recuerdo… —El director depositó delicadamente la carga quemada en un cenicero montado en un elefante plateado—. Muy agradables, me parecieron… Bueno, en todo caso, eso no es relevante en estos momentos.
—En cierto sentido los padres sí que son relevantes. —La señorita Parry se recostó en su asiento y cruzó sus piernas, robustas, utilitarias y carentes de toda emoción—. Me refiero a su elegante sofisticación. Podría darnos alguna clave para desestimar según qué problemas. Brenda, como podrá imaginar por su educación, ha tenido una vida bastante ligera (tiene dieciséis años, por cierto, así que dejará el instituto al final del curso). Y para remate, es una niña bastante mona. De modo que muy probablemente no es de esas que se inquietan ante determinadas efusiones de…, bueno…, erotismo juvenil.
En ese momento la señorita Parry lanzó a su anfitrión una mirada de una notable severidad.
—Continúe, continúe —dijo el director. Era consciente de que la señorita Parry no necesitaba que él le dijera que siguiera porque de todos modos iba a hacerlo, pero los silencios en las conversaciones (incluso cuando se deben a la necesidad de respirar y coger aire para seguir) deben rellenarse de algún modo, tal y como exigen las leyes de la más elemental cortesía.
—Como usted sabrá —prosiguió la señorita Parry—, anoche hubo un ensayo de Enrique V. Fue aquí mismo, en el salón de actos. Después del ensayo, a eso de las diez y media, Brenda se fue a casa. Según nos han comentado sus padres, estaba muy rara.
—¿Rara? ¿Qué quiere decir exactamente?
—Evasiva. Nerviosa. Sí, y en cierto modo aterrorizada, también.
Se produjo un instante de silencio y ambos pudieron escuchar al secretario del director tecleando en la máquina de escribir, en la pequeña oficina de al lado. También se oía el intermitente zumbido de las moscas golpeándose contra los cristales de la ventana. Por lo demás, reinaba un absoluto silencio.
—Ni que decir tiene —continuó la señorita Parry tras una pausa—, sus padres le preguntaron qué le ocurría. Y…, para ser concisa al respecto…, la chica no les dio ninguna explicación en absoluto. Ni a mí tampoco, cuando le pregunté esta mañana.
—¿Sus p...

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  1. Trabajos de amor ensangrentados