De la elegancia mientras se duerme
«Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosidad. Escribo para mí y para mis amigos. No tengo público grueso, ni fama, ni premio nacional. Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me lastima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además, tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.»
Vizconde de Lascano Tegui
A «La Púa»
Ricardo Güiraldes, Roberto Levillier, Elsa, Alfonso de Laferrère, Pelele, Oliverio Girondo, Julienne, Raúl Monsegur, Rafael Crespo, Alfredo González Garaño, Alberto Girondo, Adan Diehl, Sara, Evar Méndez, Rafael Girondo, Yvette, Vicente Martínez Cuitiño, María Luisa, René Zapata Quesada, Perucho Palacios, Carlos López Buchardo, Raúl Gonnet, Elena Cardona.
Este libro que os he leído hace más de diez años es un libro desanimado y viejo. Sólo sus tapas son nuevas. La guerra con su miseria le ha pasado en medio y lo ha desencuadernado como a los hombres de mi generación. Estas páginas, que fueron las que me valieron vuestra amistad, tienen un gran significado para mí y hoy que me desprendo de ellas para siempre, en obsequio de la crónica literaria de nuestros días, os las dedico íntimamente.
Vizconde de Lascano Tegui
París, 1924.
El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al Moulin Rouge. La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada, y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí.
Así comencé este libro.
A la noche fui al Moulin Rouge y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades:
—Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.
19 Mayo 18...
He nacido en Bujival. El Sena pasa rápido a las espaldas del caserío. Huye de París. Sus aguas verdinegras arrastran la pringue de la ciudad feliz. Al cruzar por mi pueblo el río hace mover la rueda de los molinos a donde van a esconderse los cuerpos de los ahogados pudibundos. Han terminado su viaje a empujones. No pueden filtrar por entre las rejas de los sótanos y sacan a veces un brazo que los descubre y que se tiende al aire en señal de auxilio. Yo he pescado así, cuando era niño, muchos de esos desconocidos. Uno de los carteros era célebre en el pueblo por ser quien traía siempre las cartas de luto. Yo era señalado por haber descubierto el número mayor de cadáveres. Esto me daba una cierta aureola entre mis camaradas y me jactaba conmigo mismo del honor. A los niños de mi edad, los amenazaba con descubrirlos el día en que se ahogaran. Los niños quedaban ensimismados imaginándose ya en los albañales del molino. Mi superioridad era inatacable al análisis, pues había puesto la sugestión de la tragedia en el ambiente cotidiano donde irá a colocarla la lógica cuando la obra de Esquilo parezca por la asimilación del espíritu humano una simple composición escolar.
Cayendo sobre mí el prestigio de tan extraño oficio, era el primero en ser absorbido por la carga que me investía. Si iba a pescar, lo que era frecuente, tendía mi línea cerca del molino. No miraba al corcho, que la corriente mordía bruscamente, esperando ver aparecer entre las rejas a la mano del muerto. Si salía de paseo, pasaba frente al molino y cuando limpiaban la maquinaria, yo era el primero en descender al sótano a buscar entre el lodo objetos de toda especie que las aguas arrastran y que parecen cansadas de llevar a cuestas, puesto que los van dejando en los rincones bajo los puentes y en los pantanos de la ribera.
El molino era viejo. Del tiempo de Luis XIV, «el gran sacerdote de la peluca clásica» como le llamó Tackeray, él que cuando iba a Marly no dejaba de bajar de su berlina y sonreír a la molinera.
Las mujeres de este oficio eran las más hermosas y las más galantes entre las mujeres de pueblo de aquel entonces.
Cuando la Revolución, el señor de Bujival pidió asilo al molinero. Los molineros tenían la llave de la despensa de los nobles y fueron sus más celosos aduaneros. El molinero robaba para sí y a cuenta del señor con quien estaba en connivencia. Pero el molinero de la esclusa roja —una vez que el tirante testero de la casa de su señor levantó al caer las últimas chispas de la hoguera en que habían convertido el palacio los sansculottes, de vuelta de Versalles, en una tarde de otoño gris que ha descrito magistralmente Rivarol—, hizo bajar al sótano al señor de Bujival con el pretexto de ocultarle y dejó a cargo de su mujer la misión de abrir las esclusas. El señor de Bujival no dio un grito. Las aguas lo ahogaron, lo estrangularon contra los hierros de las verjas, y allí estuvo yéndose poco a poco, pedazo a pedazo durante varios meses. En ese entonces nadie echaba el anzuelo frente al molino. El señor de Bujival agitó inútilmente la mano.
16 Junio 18...
Cuando mi madre murió, mi padre, que se estaba tiñendo las patillas, me miró de pies a cabeza y encontrando que mis cabellos no eran lo suficientemente graves en la circunstancia, me los tiñó de negro. Y luego las cejas, originariamente de color zanahoria. La ropa obscura me daba el aspecto de un deudo demasiado dramático. En un dibujo de Daumier vi un tipo de deudo que se me parecía. Tuve horror de mí mismo y comencé desde ese día a olvidar mi figura y a cambiarla paulatinamente. Los libros contribuyeron en mucho a esa transformación. Vestía como uno de los personajes de la novela que leía y cambiaba de modelo. Sin declararlo, yo quería carecer de un mismo aspecto exterior por el que pudieran determinarme a ciencia cierta. Era un odio encubierto al daguerrotipo que convulsionaba las familias de mi pueblo y sentían, por ...