Solaris
eBook - ePub

Solaris

Stanislaw Lem, Joanna Orzechowska

  1. 296 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Solaris

Stanislaw Lem, Joanna Orzechowska

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Impedimenta se complace en presentar, por primera vez en traducción directa del polaco, "Solaris", la mítica novela que consagró a Stanislaw Lem como autor de culto. Un texto hoy en día considerado un clásico sin paliativos de la literatura moderna. Kris Kelvin acaba de llegar a Solaris. Su misión es esclarecer los problemas de conducta de los tres tripulantes de la única estación de observación situada en el planeta. Solaris es un lugar peculiar: no existe la tierra firme, únicamente un extenso océano dotado de vida y presumiblemente, de inteligencia. Mientras tanto, se encuentra con la aparición de personas que no deberían estar allí. Tal es el caso de su mujer, quien se había suicidado años antes, y que parece no recordar nada de lo sucedido. Stanislaw Lem nos presenta una novela claustrofóbica, en la que hace un profundo estudio de la psicología humana y las relaciones afectivas a través de un planeta que enfrenta a los habitantes de la estación a sus miedos más íntimos.

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Información

Año
2011
ISBN
9788415578321
Edición
1
Categoría
Literatura

Pequeño apócrifo




Tenía quemaduras en la cara y en los brazos. Me acordé de haber visto, mientras buscaba el somnífero para Harey (ahora, si pudiera, me reiría de mi ingenuidad), en el botiquín, un frasco con pomada contra las quemaduras, así que regresé a mi cuarto. Al abrir la puerta de la habitación, inundada por la luz roja del atardecer, había alguien sentado en el sillón junto al que, poco antes, se había acurrucado Harey. El miedo me paralizó e intenté retroceder para emprender la huida; toda la escena duró apenas una fracción de segundo. La persona que ocupaba el asiento levantó la cabeza. Era Snaut. Con las piernas cruzadas, de espaldas a mí (seguía llevando el mismo pantalón de tela manchado de reactivos), hojeaba unos papeles. Junto a él, sobre la mesita, había una pila de documentos. Al verme, los apartó todos y durante un rato me miró ensombrecido, por encima de las gafas apoyadas en la nariz.
Sin decir palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín la pomada semilíquida y comencé a distribuirla por las zonas más afectadas, sobre la frente y las mejillas. Afortunadamente no se habían inflamado demasiado; los ojos no se habían dañado, gracias a que los había apretado con fuerza. Con ayuda de una aguja estéril de practicante, pinché las ampollas de mayor tamaño, en las sienes principalmente y una en la mejilla, extrayendo el suero de su interior. Después, me cubrí la cara con dos láminas de gasa humedecida. Durante todo este tiempo, Snaut no dejó de observarme con atención. Lo ignoré. Concluida la cura (mi cara ardía cada vez más), tomé asiento en el segundo sillón, del que previamente tuve que retirar el vestido de Harey. Se trataba de un vestido muy corriente, salvo por el hecho de que no tenía ni un solo cierre.
Snaut, con las manos entrelazadas sobre su rodilla puntiaguda, vigilaba con sentido crítico mis movimientos.
—¿Y bien? ¿Vamos a charlar un rato? —dijo, una vez me hube sentado.
No contesté, apretando el trozo de gasa que empezaba a deslizarse por mi mejilla.
—Hemos tenido invitados, ¿verdad?
—Sí —contesté con sequedad. No tenía ni la más mínima intención de adaptarme a su tono.
—¿Y nos hemos deshecho de ellos? Bueno, bueno, con qué ímpetu te has puesto a ello.
Se tocó la piel de la frente, que seguía descamándose y en la que empezaban a vislumbrarse manchas rosa de cutis fresco. Lo miraba estupefacto. ¿Por qué hasta ahora, el bronceado de Snaut y Sartorius no me había llamado la atención? Durante todo ese tiempo, había dado por hecho que era por el sol, pero nadie se broncea en Solaris…
—Pero creo que empezaste modestamente —siguió hablando, sin prestar atención al súbito cambió de expresión que se debía de reflejar en mi cara—. Diferentes narcotica, venena, lucha libre, ¿verdad?
—¿Qué pretendes? Podemos hablar de igual a igual. Si quieres hacer el payaso, será mejor que te vayas.
—En ocasiones, uno hace de payaso en contra de su voluntad —dijo. Me miró con los ojos entornados—. No conseguirás convencerme de que no usaste ni cuerda ni martillo. ¿Por un casual no habrás arrojado el tintero, igual que Luter? ¿No? ¿Eh? —Hizo una mueca—. En ese caso, ¡eres un hombre gallardo! Incluso el lavabo sigue entero, ni siquiera intentaste romperle la cabeza, nada en absoluto; en vez de destrozar la habitación, desde un principio, ¡la empaquetaste en el cohete, a la de tres, lo lanzaste y ya está!
Consultó el reloj.
—En tal caso, deberíamos de disponer de dos, quizás hasta de tres horas —concluyó. Me miraba con una sonrisa desagradable; por fin, continuó—: Entonces, ¿dices que me consideras un cerdo?
—Un cerdo integral —confirmé con fuerza.
—¿Sí? ¿Y me habrías creído si te lo hubiese dicho? ¿Habrías creído una sola palabra?
Guardé silencio.
—Primero le ocurrió a Gibarian —prosiguió, siempre con la misma falsa sonrisita—. Se encerró en su cabina y hablaba solamente a través de la puerta. Y nosotros, ¿adivinas qué opinamos?
Lo sabía, pero prefería no decir nada.
—Está claro. Pensamos que se había vuelto loco. Nos contó algo a través de la puerta, pero no todo. Incluso puedes figurarte por qué ocultaba la identidad de la persona que estaba con él. Venga, si ya lo sabes: suum cuique. Pero era un auténtico investigador. Exigió que le diéramos una oportunidad.
—¿Qué oportunidad?
—Bueno, supongo que intentaba clasificarlo, ordenarlo, resolverlo trabajando por las noches. ¿Sabes lo que hacía? ¡Seguro que lo sabes!
—Cálculos —dije—. Hay un montón en el cajón de la emisora de radio. ¿Son suyos?
—Sí. Pero entonces no sabía nada de eso.
—¿Cuánto tiempo duró?
—¿La visita? Una semana, creo. Conversaciones a través de la puerta. Menuda la que se lió allí. Creíamos que sufría de alucinaciones y de excitación motriz. Le administraba escopolamina.
—¿Cómo? ¿A él?
—Pues sí. La cogía, pero no para tomársela él. Hacía experimentos con ella. Él era así.
—¿Y vosotros?
—¿Nosotros? Al tercer día, decidimos que teníamos que llegar a él, tirando incluso la puerta abajo, a falta de una solución mejor. Somos buena gente y lo que queríamos era someterlo a tratamiento.
—¡Ah… es por eso! —se me escapó.
—Sí.
—Y allí… en el armario…
—Sí, querido muchacho, sí. No sabía que también vendrían a vernos también a nosotros. Y ya no podríamos cuidar de él. Pero entonces no lo sabía. Ahora es… es ya una rutina.
Lo dijo en voz tan baja que la última palabra, más que escucharla, la adiviné.
—Espera, no lo entiendo —dije—. Teníais que estar escuchando. Tú mismo dijiste que escuchabais a hurtadillas. Por tanto, tuvisteis que oír dos voces, y…
—No. Solo su voz, pero incluso aunque se hubiesen producido allí susurros incomprensibles, como comprenderás, se los hubiéramos adjudicado todos a él…
—¿Solo a él…? Pero ¿por qué?
—No lo sé; aunque, a decir verdad, he desarrollado cierta teoría al respecto. Pero creo que no merece la pena precipitarse; sobre todo teniendo en cuenta que aclarar ciertas cosas no ayuda. Sí. Pero tú, ayer, tuviste que percatarte ya de algo; en caso contrario, nos habrías tomado por una pareja de locos.
—Creía que yo mismo me había vuelto loco.
—¿Ah, sí? ¿Y, para entonces, habías visto a alguien?
—Sí.
—¡¿A quién?!
Su mueca dejó de ser una sonrisita. Lo examiné durante un buen rato antes de contestar:
—A la… mujer negra…
No dijo nada, pero todo su cuerpo, encorvado e inclinado hacia delante, se relajó ligeramente.
—En cualquier caso, podrías hab...

Índice

  1. Solaris
  2. Introducción
  3. Solaris
  4. El forastero
  5. Los solaristas
  6. Los visitantes
  7. Sartorius
  8. Harey
  9. Pequeño apócrifo
  10. La conferencia
  11. Los monstruos
  12. Oxígeno líquido
  13. Conversación
  14. Los pensadores
  15. Los sueños
  16. Éxito
  17. El viejo mimoide
  18. Créditos
  19. Índice